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Nos hallamos en tiempos convulsos. La tierra tiembla, vomita, arrasa y arde. Los poderes se tambalean, mienten, imponen y provocan. La economía fluctúa, engaña, controla y estresa. Las personas se deprimen, maldicen, exigen y se alteran. Y, en medio de tanta excitación, surge una palabra que respira aire fresco: sororidad. Suena extraña, se siente extraña pero entraña mucho y con sentido.

«Sororidad» es uno de esos términos que incluyó la Real Academia de la Lengua en la versión digital 23.2, juntamente con «escrache», «meme» y «selfi» (lo dicho, sociedad convulsa, adicta a Internet y narcisista). Significa: «Agrupación que se forma por la amistad y reciprocidad entre mujeres que comparten el mismo ideal y trabajan por alcanzar un mismo objetivo». En su momento ya la empleó Unamuno y refleja el muy kierkegaardiano deseo de respuesta existencial y de apoyo emocional. Algunos atribuirán su inclusión al #MeToo, al Time’s Up, a Femen o a la sociedad lisistrática en la que vivimos. Quizá esa idea sobre su inclusión sea vox populi pero no es vox dei. ¿Desde cuándo ha sido negativo que las personas establezcan vínculos de amistad, proyectos comunes para mejorar? ¿No es el empoderamiento de la mujer un anhelo de Cristo? (véase, Gál 3:28). Estoy completamente seguro que en el cielo el vocablo está incluido desde hace milenios al igual que «fraternidad».

Sororidad bíblica

Sororidad encontramos en la relación de las matriarcas que sostienen sus familias a pesar de poligamias y otras subversiones. Y en las hijas de Zelofehad que recuerdan aunadas que los derechos hereditarios no responden a sexo. En la relación de Noemí y Rut que con «tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rt 1:16-17)  trascienden los siglos en modelo de resiliencia, afecto y compañerismo. Y en la cooperativa que montan María, Juana, mujer de Chuza, Susana y compañía para sustentar económicamente esa start-up que proponía Jesús. Pero, se me antoja que los textos que la sintetizan a la perfección se encuentra en las epístolas.

La cartas de Pablo y Pedro tienen mucho de instrucción, de asesoramiento profesional y espiritual, y de contextualización a las realidades de la Iglesia del primer siglo. Una Iglesia que se había encontrado con el reino de Dios que proponía el Cristo y que se entregaba al ideal con la inocencia de los primerizos (aunque variados ananías y safiras la desdibujen en alguna ocasión). Iglesia que se organiza en su cultura y, sin lugar a dudas, con esa «contracultura» que propone Jesús de ecuanimidad e igualdad. Una Iglesia que se construye con nombres masculinos y femeninos (date una vuelta por la mención a las mujeres en las epístolas paulinas) sin andar todo el día con la retahíla de «-os» y «-as» porque la verdadera inclusión se detecta en la cotidianidad.

No es momento de discutir si la expresión «anciana» en estos textos tiene o no implicación de responsabilidad eclesiástica porque negarlo sería negar la condición natural de la ancianidad en la cultura mediterránea de la antigüedad.[1] Además, es un debate que no hace tanto a la hermenéutica bíblica como a la disposición personal y cultural sobre este tema. Sí que es tiempo de pensar en las características de esas mujeres, empoderadas por la revolución de Jesús, como prescriptoras de otras mujeres e, incluso, de otros hombres.

Características específicas de las mujeres con influencia

El Nuevo Testamento concibe a cada cristiano como una persona de buena influencia, como colaborador de Jesús, tenga asignadas o no responsabilidades eclesiásticas. El mensaje de Cristo es inclusivo y su gran comisión (Mt 28:19-20) es destinada a todos sus seguidores. En este sentido, se concibe la imagen de una mujer cristiana como alguien que influye, que refleja el carácter de Cristo. Detengámonos a analizar algunas de las características concretas de las mujeres con influencia en la comunidad cristiana primitiva:

  1. Una vida con equilibrio

Se representa con el término σωφροσύνη (sōphrosynē) y se suele traducir por «moderación»  y se encuentra en 1 Tim 2:9, 15. También la localizamos como σωφρόνως (sōphronōs): «moderadamente» aplicada a mujeres y hombres en Tim 2:12, como σωφρονισμός (sōphronismos): «moderación» en 2 Tim 1:7. E, incluso, el vocablo σώφρων (sōphrōn): «moderado» aplicado a hombres (Tit 2:2), mujeres (Tit 2:5) y ancianos (1 Tim 3:2; Tit 1:8, 2:2). Y es un término clave para comprender los textos que más nos chirrían actualmente sobre la función de las mujeres en la Iglesia del primer siglo.

La primera epístola a Timoteo se enmarca en irregularidades que estaban aconteciendo en la comunidad de Éfeso y que modificaban el evangelio presentado por Pablo.[2] Tales irregularidades no solo eran de índole teológica (escatología desmesurada, resurrección espiritual) sino también social y, sobre todo, acerca de la naturaleza, función y estatus de las mujeres en la comunidad.

El culto a la diosa Artemisa (y sus ecos de la Madre Tierra)[3], el gnosticismo, y el movimiento de la nueva mujer romana habían alterado las relaciones entre géneros. Ante una situación tan tensa y polarizada, Pablo va a proponer en diferentes ocasiones la necesidad de la «moderación», de buscar un equilibrio entre las personas con el Espíritu de Cristo. Hemos, por tanto, de comprender que los consejos que se expresan en estos textos responden a momentos de choque donde, en primer lugar, hay que calmar los ánimos y, después, generar una vida de crecimiento personal y espiritual de todos los miembros de la Iglesia.

Esta característica nos sitúa, primeramente, en la superación de la «manía» (así aparece en Mc 5:15), esas exageraciones de la vida que nos llevan a extralimitarnos. Propone, por tanto, una vida de equilibrio donde podamos desarrollar las virtudes (recordad que la palabra «virtud» procura el término medio entre extremos por exceso o por defecto). En Pablo también implica no transgredir las leyes establecidas por Dios. En este sentido, una mujer con influencia (al igual que los hombres o los ancianos) debe procurar el bien de su comunidad desde la plataforma del equilibrio, evitando populismos, rebeliones o enfrentamientos innecesarios.

Comprender bien esta característica nos permite enmarcar adecuadamente los procesos sociales que propone el cristianismo: respuestas desde el crecimiento y madurez de la persona más que desde el choque colectivo. Una mujer de influencia destacaba por su prudencia y eficiencia en la mejora más que por su carisma y cambio por el cambio. Prefería la valentía a la temeridad o a la cobardía, la humildad a la arrogancia o a la pusilanimidad, la dulzura a la irascibilidad o a la apatía, la generosidad al derroche o a la avaricia.

  1. Una vida religiosa sincera

Se representa con la expresión  θεοσέβεια (theosebeia) que se podría traducir por «piedad» [mujeres piadosas] y que hallamos en 1 Tim 2:10.

Hablar de piedad o de una religión piadosa suena a viejuno y quizás debamos acudir a una expresión más actual para comprender esta característica de una mujer de influencia: autenticidad. El postureo en sus diferentes formas está al orden del día y la religiosidad se impregna de esta moda. Por eso discutimos tanto de lo externo y superficial del hecho religioso. Ser auténtico es estar a otro nivel, es vivir con sinceridad la relación con Dios. A eso hacía referencia Pablo cuando menciona a esas damas de influencia: a una experiencia genuina.

  1. Una vida con belleza

Se representa con el término κοσμέω (kosmeō) que se suele traducir como «ropa decorosa»  y que encontramos en1 Tim 2:9 y en 1 Ped 3:5. También hallamos el vocablo κόσμιος (kosmios) en el sentido de «respetable, apropiado» aplicado a hombres (1 Tim 3:2), a mujeres (1 Tim 2:9 ) y a ancianos (1 Tim 3:2).

La palabra implicaría tanto el decoro como el decorar (de hecho el verbo se emplea en otras ocasiones para el acto de poner en orden y arreglar una casa). El decoro es el vínculo entre los principios cristianos que se llevan en el corazón y cómo los vestimos externamente. En la elección de nuestro aspecto hay un proceso de comunicación que refleja lo que reside en nuestro interior. Pero decoro no implica abandono sino, todo lo contrario, la belleza más pura que, según Pablo, reside en la decencia y la sencillez. Belleza que atrae más al alma que a las hormonas.

Además, subyace la idea de lo apropiado como bello y como respetable. Existe algo más que funcionalidad en hacer las cosas de la forma adecuada, existe armonía y estética.

  1. Una vida coherente

Se representa con el vocablo πρέπει (prepei) y es un verbo que se traduce por «como corresponde» y que encontramos en 1 Tim 2:10.

La tensión entre lo que se dice y lo que se hace se ha mantenido a lo largo de la historia de los cristianos. La disonancia (tener un discurso y una vida contrarios) convirtió el cristianismo en cristiandad. No se explicarían de otra manera manifestaciones como las Cruzadas o la Inquisición. Lo que correspondía a una mujer de influencia en el siglo I (y hoy día) era ser coherente, que sus palabras fuesen su vida y que su vida fuesen sus palabras.

  1. Una vida sin extralimitarse

Se representa con el vocablo αὐθεντέω (authenteō)[4] que se relaciona con «ejercer autoridad sobre» usurpando dicha autoridad a alguien y que se localiza en 1 Tim 2:12.

A colación del término σωφροσύνη (sōphrosynē), Pablo se posiciona en contra de insubordinaciones que rompen las reglas del cristianismo, que se basan en el equilibrio y el diálogo.

El culto de los efesios a Artemisa implicaba la superioridad de las mujeres sobre los hombres porque toda creación surgía de la primigenia diosa madre y, en este proceso creador, las féminas podían establecer niveles de supremacía. De ahí que Pablo compense esos conceptos erróneos indicando que Adán fue creado primero que Eva (1 Tim 2:13), que Eva se equivocó primero (14) y que es muy importante tener hijos pero, para la salvación,  los requisitos son la fe, el amor y la santificación con… «moderación» (de nuevo σωφροσύνες / sōphrosynes). En el cristianismo no hay superiores sino iguales con funciones diferentes. Y las funciones no se usurpan sino que devienen.[5]

Hemos de recordar que los grandes cambios que aportó el cristianismo a la sociedad no se fundamentaron en imposiciones sociales sino en conversiones personales. Mayores fueron las variaciones producidas en la esclavitud por las palabras de Pablo a Filemón (fundamentadas en el amor cristiano) que las guerras serviles de la República de Roma (por mucha heroicidad hollywoodiense en la que se presente a Espartaco y sus gladiadores). Hemos de saber qué batallas hemos de luchar, considerando los principios que nos son identitarios, y más si la lucha es entre nosotros.

  1. Una vida monógama

Se representa con la expresión ἑνὸς ἄνδρὸς γυνή (henos andros gynē) que se traduce como «mujer de un solo hombre» en 1 Tim 5:9.[6]

Una característica propia de la moral cristiana que, por los datos históricos que tenemos, no era la común en las costumbres del momento. La poligamia y el concubinato estaban normalizados y, a pesar de ello, se espera de una mujer de influencia que fuera ejemplo de matrimonio bajo las características de los principios de Gn 1-2.

Esta característica, en la actualidad, en tiempos de normalización de poligamias sucesivas, de rollos y rolletes, de poliamores, pareciera diluirse en nuestras congregaciones pero, como en el primer siglo, sigue siendo un indicador de una persona que aporta influencia positiva en su comunidad.

  1. Una vida con respeto

Se representa con la palabra xὑποταγή (hypotagē) que es debatida en cuanto a su traducción. Muchos la traducen por «sumisión» y algunos por «respeto». Se encuentra en 1 Tim 2:11. La expresión asociada  ὑποτάσσω (hypotassō) se puede hallar en 1 Cor 14:34.

Cuando nos enfrentamos a estos textos parece que se nos genera un cortocircuito conceptual. ¿Cómo puede ser que Pablo indique que todos somos iguales en Cristo y que, luego, hable de subordinaciones? Bueno, debemos diferenciar entre la naturaleza de las personas (que es horizontal y en la que todos somos iguales ante Cristo) y las funciones que temporalmente realizan esas personas (que puede llegar a ser vertical y, por lo tanto, se deben establecer niveles de respeto). En la cultura del primer siglo, esos niveles de respeto se esperaban de esposos (Tito 2:5), esclavos y dueños (Tito 2:9), aprendices y autoridades (1 Tim 2:11) En Cristo no hay luchas de géneros o clases porque todos somos apreciados por igual. Existen, eso sí, niveles de actuación que precisan responder a códigos sociales que generen no tanto sumisión como consenso, estabilidad y mejora.

  1. Una vida con requisitos

Se representa con la expresión ἐπιτρέπω (epitrepō) que se suele traducir como «no les está permitido» y que la encontramos en 1 Cor 14:34-35.

Este es uno de los textos más empleados por aquellas personas que niegan la participación de las mujeres en la Iglesia.[7] Los versículos se podrían interpretar de esta manera si no fuera porque en el mismo capítulo tenemos propuestas de Pablo que van en dirección opuesta. En el versículo 26 no excluye a las mujeres de participar con un salmo, una explicación doctrinal, o una interpretación en la comunidad si se realiza para la edificación. Los versículos 24 y 31 indican que todos pueden profetizar.

En 5, 18, 23 e, incluso, 27 se muestra que todos pueden hablar en lenguas. Excluida dicha interpretación por coherencia con la perícopa (texto que mantiene una unidad de pensamiento) nos quedan tres maneras de comprender estos textos. Primero, que sea una interpolación posterior. Una explicación que no compartimos porque creemos que la epístola de primera de los Corintios la escribió Pablo en su totalidad. Segundo, que, siguiendo los cánones de la cultura griega, no se permita que las personas que no entiendan de un asunto participen del debate del foro. Esta sería una interpretación contextualizada y coherente. Es, además, la línea en la que se sitúa James White cuando aborda este texto (véase https://revista.adventista.es/las-mujeres-en-la-iglesia/).

La tercera explicación tiene que ver con la cultura religiosa en la diáspora judía donde la mujer no tenía ninguna responsabilidad espiritual. Una mujer se salvaba si su tutor masculino (padre, esposo o hijo) cumplía los requisitos religiosos. Eso llevaba a la práctica de colocarse en la parte trasera o lateral de las sinagogas (el espacio de las mujeres) y hablar con amigas y contertulianas mientras su tutor legal atendía a los requerimientos de fe. Pablo, con este comentario, estaría afirmando que las mujeres son responsables de su religiosidad y que, por tanto, deben prestar atención de forma concentrada y en silencio.

Las dos últimas interpretaciones son coherentes con los mensajes paulinos y nos indican una característica de las mujeres de influencia en ese período: responden con coherencia a los requerimientos sociales y religiosos. No se exponen públicamente si no saben de lo que va la cosa, asumen que su vida espiritual es suya y que responden directamente de ella ante Dios. 

Características compartidas entre géneros y funciones

Es sumamente interesante observar que ciertas características que se esperan de una mujer de influencia también se le asignan a los hombres de influencia y a los responsables de ciertas áreas de la Iglesia (diáconos o ancianos). Por ejemplo, una característica compartida entre mujeres y hombres:

  • Una vida tranquila

Se representa con la expresión – ἡσύχιος (hēsychios) que se traduce por «tranquilo» [vida tranquila / espíritu apacible] para hombres en 1 Tim 2:2, para mujeres en 1 Tim 2:2; 1 Ped 3:4; ἡσυχία (hēsychia) que se traduce por «tranquilamente, serenamente, sosegadamente» [en silencio]  para hombres en 1 Tim 2:12; 2 Tes 3:12 y para  mujeres en 1 Tim 2:11–12; 2 Tes 3:12.

Supongo que todos tenemos la imagen de alguien que representa esta característica. Yo recuerdo a mi tía Juani. Una mujer bella por fuera (cabello azabache y silueta esbelta) y por dentro (níveo corazón y generosa tendencia). De su interior, además de la elegancia y la dulzura, destacaría ese espíritu que apaciguaba los entornos donde se encontraba. Sus modos y pensamientos aportaban serenidad. Y es una virtud, desde mi experiencia personal, que he visto con mayor frecuencia entre mujeres que entre hombres.

Como diría Fray Luís de León en su Oda I a la “Vida retirada”:

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Como en la época de Pablo, es tiempo de abandonar las vidas agobiadas y preñadas de ansiedades por una vida tranquila en nuestra compañía y en la divina. De un alma tranquila surgen muchas influencias sanas y perdurables.

O una característica compartida entre mujeres y diáconos:

  • Una vida hacia la igualdad

Se representa con la palabra ὡσαύτως (hōsautōs) que es un adverbio que se suele traducir por «igualmente, de la misma manera» para mujeres en 1 Tim 2:9, 3:11 y para diáconos en 1 Tim 3:8.

Este es un adverbio espectacular porque coloca en escena a las mujeres. En el cristianismo, la mujer deja de ser un mero figurante para tener protagonismo. No son chicas del montón o simples actores de reparto sino personajes visibles. En esa condición y responsabilidad deben evitar lo inapropiado y mostrarse en piedad, honestidad, veracidad, integridad y fidelidad. Es un adverbio que incluye el germen de la igualdad de géneros que tan necesaria era en un siglo de discriminaciones. Un adverbio que, en nuestros días, debiera convertirse en verbo y que mostrase que los cristianos somos los más preocupados y mejores en «igualar» a las personas.

O características compartidas entre mujeres, hombres y diáconos

  1. Una vida como a Dios le gusta

Se representa con el término εὐσέβεια (eusebeia) que se traduce por «piedad» (para hombres: 1 Tim 2:2, 3:16, 4:7–8; 6:11; Tit 2:12 / para mujeres: 1 Tim 2:2, 3:16; Tit 2:12 / posiblemente para diáconos:  1 Tim 4:7–8; 6:11).

Esta quizá sea una de las palabras más ricas en sentidos del griego neotestamentario y de más difícil traducción. Implica reverencia hacia Dios y los demás desde una actitud mental de enorme respeto. Una persona que tiene ese tipo de relación con Dios busca comprender y llevar a cabo su voluntad, lo que al Señor le gusta.[8]

Un ejemplo de esta característica es María, madre de Jesús, cuando, sin dudarlo, afirma que acepta la propuesta divina, que se haga conforme a la palabra de Dios. Vivir conforme al deseo de la Deidad era todo un reto en aquellos tiempos y en los nuestros.

  1. Una vida con dignidad

Se representa con la expresión σεμνός (semnos) normalmente traducida por «honorables, responsables» (para hombres: 1 Tim 3:8; Tit 2:2 / para mujeres: 1 Tim 3:11 / para diáconos: 1 Tim 3:8).

También es una palabra de difícil traducción que se acerca al concepto de honra u honorabilidad. Aristóteles decía que era una virtud entre la sumisión y la arrogancia.[9] Podemos asociarla con la dignidad. Hacía referencia a esas mujeres (u hombres o diáconos) que eran capaces de combinar con naturalidad la cortesía, la humildad y la independencia con los que les rodeaban. Son aquellas personas a las que respetamos sin necesidad de que se nos indique su posición o estatus.

O características compartidas entre mujeres, hombres y ancianos

  1. Una vida atemperada

Se representa con el vocablo νηφάλιος (nēphalios) que se traduce por «sobrio» (para hombres: 1 Tim 3:2; Tit 2:2 / para mujeres: 1 Tim 3:11 / para ancianos: 1 Tim 3:2; Tit 2:2).

La palabra se empleaba para las personas que se abstenían de tomar vino. Hasta hoy día «nefalismo» se asocia con los abstemios. Cada cultura ha tenido sus tentaciones. En la nuestra, el consumo es de una presión intensísima. En el siglo primero, tomar alcohol (usualmente vino) era una tentación muy común. Por esa cuestión, estar sobrio se convirtió en una virtud que se concretó en la característica de la temperancia y del autocontrol. Una mujer de influencia sabía medir lo que tomaba para no perder la claridad de juicio. Es interesante que esta misma característica sea un requisito para los ancianos de la Iglesia del primer siglo. Hoy día, como pocas veces en la historia, precisamos tener hábitos que nos permitan tener la mente despejada y juiciosa.

  1. Una vida sin deidades

Se representa con la expresión διάβολος (diabolos) que es traducida por «sin los pecados del diablo» (para hombres: 1 Tim 3:6–7 / para mujeres: 1 Tim 3:11; Tit 2:3 / para ancianos: 1 Tim 3:6–7).

Una de las irregularidades que nos ha acompañado desde los tiempos de Eva y Adán ha sido la daimonofilia, el querer ser como dioses. Tenemos tendencia a olvidar que somos criaturas y endiosarnos o envanecernos. Esta tentación suele acompañar con frecuencia las funciones de responsabilidad y no distingue género. Ser una mujer de influencia exponía de tal manera que, de forma constante, se debía estar en contacto con el Creador para resituarse como criatura.

  1. Una vida sin irregularidades

Se representa con la palabra ανεπίλημπτος (anepilēmptos) que bien podría traducirse como «intachable» (para hombres:1 Tim 3:2  / para mujeres: 1 Tim 5:7 / para ancianos: 1 Tim 3:2).

Lo de intachable nos asusta mucho porque lo asociamos con el perfeccionismo y vidas imposibles de alcanzar. Hemos de recordar que podemos ser referentes sin ser completamente perfectos. Tan «intachables» como pudieron ser Noé (Gn 6:9), Caleb (Núm 32:12), Asa (1Rey 15:14) o la Sunamita (Cnt 6:9). En estos textos de Pablo se alude a que esas personas, sean del género que sean, no lleven vidas de trayectorias equivocadas. Todos podemos tener un resbalón (Santiago 3:2) pero para ser prescriptores de Cristo no podemos vivir en pecado. ¿Por qué? Porque, inevitablemente, una persona de influencia es un referente.

O características compartidas mujeres, hombres, ancianos y diáconos

  1. Una vida entregada

Se representa con el término  προί̈στημι (proistēmi) que se traduce por «presiden, guían, atienden» (para hombres: 1 Tes 5:12; 1 Tim 3:4–5, 12; Tit 3:8, 14 / para mujeres: 1 Tes 5:12; Tit 3:8, 14 / para ancianos: 1 Tim 3:4–5; 5:17 / para diáconos: 1 Tim 3:12).

Sin lugar a dudas, esta característica está vinculada con el liderazgo en los textos paulinos. Sí, liderazgo. Entendemos que esta es una característica de los responsables de la Iglesia (ancianos y diáconos), de algunos hombres de influencia y, debiéramos entender, de mujeres de influencia. Refleja los valores de un líder transformacional que protege, guarda, cuida celosamente, sirve, gestiona, beneficia y guía espiritualmente a su comunidad. Es el atributo de personas totalmente comprometidas por los demás. Como decíamos previamente, no hacen falta certificados para realizar la tarea porque un papel no define nuestra vida ni nuestra influencia.

«Sororidad» en paralelo a «fraternidad»

No es nuevo, he conocido, y no pocas, mujeres y relaciones entre mujeres que tenían estas características. Personas que se influían y apoyaban entre sí. Sin embargo, es más necesario que nunca que nos invada el sentido común y que, entre nosotros, surjan tanto actitudes de sororidad como de fraternidad. Al igual que deseamos empoderar la palabra «hermano», debemos empoderar y situar adecuadamente la palabra «hermana». Nuestras comunidades no deben restringir a la mujer a un ministerio porque todos debemos ser partícipes de cualquier tipo de sororidad. Los valores que se fortalecen desde la femineidad (empatía, sensibilidad, generosidad, pertinencia, afecto) deben permear en todos los componentes de la Iglesia. Sí, también en el mundo masculino porque son valores que no tienen género sino que son objeto de oportunidad.

En la Biblia, tan relevantes fueron los patriarcas como las matriarcas, o los hijos de Leví como las hijas de Zelofehad; o Booz como Rut, o Nicodemo como Juana, o Aquila como Priscila. Porque eran agentes de cambio en manos de Dios. Pablo propone una política equilibrada e inclusiva para la Iglesia porque todos, en Cristo, somos Iglesia. Una Iglesia que crece en madurez, misión y visión. Una Iglesia que precisa tanto el abrazo de lo fraternal como de lo sororal.

A modo de resumen

Parecería contradictorio que un hombre presente, en un foro como este, estos conceptos. Sí, hubiese preferido que lo hiciera una mujer de influencia. Pero hay muchos prejuicios que eliminar y, en ese sentido, necesitamos más voces masculinas que apoyen la sororidad. Voces comprometidas que, junto a mujeres valientes, manifiesten que:

  1. Si crecemos en Cristo, devendrán naturalmente funciones y responsabilidades que nos mejoren como personas y como Iglesia.
  2. El equilibrio no tiene espacio con la injusticia, ni la libertad con el confrontamiento, ni el cristianismo con el acomodamiento porque la verdadera moderación regula irregularidades, la verdadera libertad permite decisiones personales, el verdadero cristianismo abandera los valores, el idealismo y la utopía.
  3. Existen, aunque necesitamos más cada día, mujeres que disfrutan de la belleza en todas sus dimensiones, de la coherencia, del sentido común, de relaciones de pareja como deben ser y del respeto.
  4. Existen, y no dejan de intentarlo, mujeres que colaboran con hombres en generar vidas fundamentadas en la serenidad, en la igualdad, en la misericordia y la honorabilidad.
  5. Hay, tengan el certificado o no, mujeres que son líderes atemperados, que son imitables, entregadas y, lo más importante de todo, de Dios.

Nos hallamos en tiempos convulsos pero no nos debiera afectar porque nosotros vivimos en Cristo. Nuestra visión es otra y no deseamos dejar de lado a nadie. Por eso, abracemos la «sororidad» como una nueva palabra a incorporar en nuestro vocabulario y, sobre todo, en nuestras vidas.

Autor: Víctor Armenteros. Responsable de los departamentos de Gestión de Vida Cristiana y Educación de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.
Imagen: Photo by DISRUPTIVO on Unsplash

NOTAS: 

[1] En este sentido, sugiero leer Madigan, Kevin, y Carolyn Osiek. Mujeres ordenadas en la iglesia primitiva: una historia documentada (Estella, Navarra: Verbo Divino, 2006) y desaparecerá todo argumento machista ante la evidencia histórica de mujeres con responsabilidades eclesiásticas en la iglesia primitiva.

[2] Para una mejor comprensión de estos textos recomiendo el trabajo de Carl Cosaert titulado “Paul, Women, and the Ephesian Church: An Examination of 1 Timothy 2:8-15”  en http://circle.adventist.org/browse/resource.phtml?leaf=27165

[3] Un material introductorio a la realidad religiosa de la mujer en la antigüedad es el texto de Eduardo Ferrer Albelda y Álvaro Pereira Delgado (coord) titulado Hijas de Eva: Mujeres y religión en la Antigüedad (Sevilla: Editorial Universidad de Sevilla, 2015).

[4] Véase Philip B. Payne en Man and Woman, One in Christ: An Exegetical and Theological Study of Paul´s Letters (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 2009), 361-397.

[5] En este sentido opino que todo el debate que nos hiere y desanima sobre la ordenación de la mujer no concluirá con imposiciones de ninguna esfera sino que será el resultado natural de la madurez en Cristo de una Iglesia que habrá resuelto las irregularidades de estatus, raza o género. Una Iglesia en la que todos cabemos y todos aportamos, una Iglesia equilibrada que no tiene necesidad de enfrentarse sino de cooperar y empatizar.

[6] Cf. μιᾶς γυναικὸς ἄνδρα (mias gynaikos andra): «hombre de una sola mujer» (1 Tim 3:2, 12; Tim 1:6).

[7] Es sumamente clarificador el panorama interpretativo que propone Philip B. Payne en Man and Woman, One in Christ…, 217-267.

[8] Lo explica muy bien William Barclay en The Letters to Timothy, Titus, and Philemon (Louisville, Kentucky: Westminster John Knox Press, 1975), 68.

[9] Ibid, 69.

Revista Adventista de España