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«Lo importante no es ganar, sino participar» (Ethelbert Talbot).

Poco después de haber obtenido el permiso de conducir, mi hermano conducía por una estrecha calle de Madrid, buscando sitio para aparcar. De pronto, en plena maniobra de aparcamiento, el coche se apagó, bloqueándose por completo. El volante no giraba ni a la derecha ni a la izquierda. Parados en medio de la calle, nos empezamos a agobiar.

Entonces ocurrió un milagro. En esa misma calle, hasta entonces vacía por completo, varias personas se acercaron a ayudarnos. Entre todos empujamos el vehículo hasta dejarlo aparcado, fuera de peligro y sin obstaculizar el tráfico. Después de ayudarnos de manera desinteresada, aquellos desconocidos desaparecieron sin que nos diera tiempo de darles las gracias.

Desde entonces, mi hermano y yo siempre recordamos esta experiencia como un milagro del Señor, que nos sacó de un momento de crisis a través de la generosidad de otras personas. Para resultar exitosas, hay acciones que solo se pueden realizar de manera colectiva. Por ello, no dejo de preguntarme por qué en nuestras congregaciones prima la labor individual frente al trabajo de grupo; por qué la personalidad de un líder parece, por momentos, ahogar los dones y las capacidades de los miembros de la iglesia; por qué, en definitiva, los planes individuales o de un pequeño grupo pueden fracasar.

Participacón frente a individualismo

Es cierto que, a veces, para una persona resulta mucho más atractivo brillar en solitario. Esa también es la tendencia de la sociedad occidental. Por ejemplo, los bailarines que acompañan en el escenario a un cantante tienen que ayudarle a destacar en su actuación, pero jamás deberían quitarle el protagonismo. De la misma manera, parecería bastante inusual que el extra que aparece comiendo un perrito caliente en una escena del último taquillazo aspirara a ganar un premio Óscar. Aunque forma parte del reparto, su cometido solo es aparecer en una escena muy concreta, pero no destacar o, por lo menos, no hacerlo como el protagonista.

Estamos tan acostumbrados a dejarnos guiar por líderes de palabras y actos poderosos que no solo esperamos que nuestro próximo pastor sea uno de ellos, sino que hemos dejado de lado nuestra propia responsabilidad como líderes, referentes o colaboradores. Nos dejamos llevar, en lugar de trabajar en equipo, lo cual resulta extraño de seguidores de un Maestro que se caracterizó por su capacidad para compartir y delegar labores ministeriales tan exigentes como la sanación, la expulsión de demonios (Marcos 6: 7, 12-13; Lucas 9: 1) o el bautismo (Juan 4: 1-2).

En la mayoría de los casos, en los relatos bíblicos, el individualismo deriva en comportamientos anómalos que merman las capacidades humanas para ser siervos de Cristo. Entre dichas actitudes, podríamos destacar:

1. El servidor depresivo. A veces, nuestro servicio solitario al Señor deriva en ceguera espiritual e incluso en orgullo mal disimulado. Esa fue la experiencia de Elías, profeta de grandes milagros que, tras un breve periodo de depresión, llegó a considerarse como el último bastión en la defensa del mensaje divino, tal como leemos en 1 Reyes 19: 14. Sin embargo, en la tristeza de Elías también había mucha altivez, hasta el punto de que el Señor le mostró que, junto a él, también había apartado a siete mil profetas fieles que todavía resistían la presión de Acab y Jezabel (vers. 18). Comprender que no se encontraba abandonado le ayudó no solo a reiniciar su labor con fuerzas renovadas, sino a encontrar un colaborador de la talla de Eliseo, en cuya compañía enriqueció su propio ministerio.

2. El psicópata espiritual. En otras ocasiones, el individualismo no es sino la consecuencia de una falta evidente de empatía por nuestros compañeros a la hora de compartir el mensaje de salvación. En otras palabras, preferimos trabajar solos que mal (o bien) acompañados. Cuando Abimélec, hijo de Gedeón, decidió gobernar en solitario, lo hizo pasando, literalmente, por encima de los cadáveres de sus setenta hermanos. Su razonamiento fue tan nefasto como abrumador: antes que buscar un gobierno asentado en el consejo de una pluralidad, prefirió ejercer una tiranía en solitario (Jueces 9: 1, 2, 5). Finalmente, su grave error generaría la pérdida de la protección divina (vers. 22, 23) y también una muerte prematura y violenta (vers. 50-54).

3. El vanidoso hipócrita. El deseo de llamar la atención es parte inherente del pecador, aun cuando sus actos son, a priori, inocentes y semejantes a los de los demás. En la Biblia tenemos el ejemplo de Ananías y Safira (Hechos 5: 1-10), que recibieron un castigo inmediato del Señor al entregar solo parte del dinero prometido al resto de la congregación, tal como explica Elena White: «Notaron, sin embargo, que aquellos que se despojaban de sus posesiones a fin de suplir las necesidades de sus hermanos más pobres, eran tenidos en alta estima entre los creyentes y […] decidieron deliberadamente vender la propiedad, y pretender dar todo el producto al fondo general, cuando en realidad se guardarían una buena parte para sí mismos»(1).

Este tipo de actitudes merman la confianza de los miembros de la iglesia deviniendo en apatía, abandono, conflictos internos a causa del liderazgo o confusión moral. Estos ejemplos son comunes en el antiguo Israel, víctima durante siglos de la decadencia moral de reyes que deseaban ser venerados como dioses y que no involucraban al pueblo en el proceso de la adoración verdadera.

Todo en común.

Una iglesia solo funciona como es debido cuando todos estamos involucrados. En muchas ocasiones, en un ejercicio de imaginación, pienso en un cristianismo en el que todas las cosas eran puestas en común (Hechos 4: 32). Cuando somos capaces de disponer de nuestros bienes materiales a favor de la comunidad de manera desinteresada, es posible que nos quede muy poco para alcanzar el reino de Dios. A través de la colaboración de todos los creyentes, la iglesia de Cristo fue creciendo hasta amenazar al imperio más poderoso que ha existido en el mundo.

El Antiguo Testamento también abunda en ejemplos a través de los que descubrimos el gran poder que tiene la participación de los creyentes en la creación de una comunidad religiosa cercana a Dios. Tres ejemplos son especialmente relevantes:
1. Éxodo 35: 4-35. Cuando Moiés pidió ayuda a los israelitas sabía que no podría construir el santuario sin la colaboración del pueblo. La sorpresa llegó al darse cuenta de que no solo habían entregado todo lo que tenían, sino que, en un momento determinado, su generosidad superó todas las previsiones. Cuando decidiste seguir a Cristo, ¿estabas dispuesto a dar lo mejor de ti para marcar la diferencia entre la vida de pecado que deseabas abandonar y la nueva vida junto al pueblo de Dios?

2. 1 Crónicas 29: 1-20. En la madurez espiritual de su pueblo, David fue consciente de que era necesario un esfuerzo extraordinario para llegar a construir el templo en un futuro no muy lejano. Nuevamente, Israel se mostró dadivoso hasta la desmesura, pero el rey, contra todo pronóstico, no alabó al pueblo por sus ofrendas, sino que destacó la propiedad de Dios sobre esos bienes. Cuando tu relación con Dios se ha asentado, ¿continúas devolviéndole todo lo que le corresponde y le agradeces por la posibilidad que tienes de hacerlo?

3. Esdras 3: 6-7. Tras el restablecimiento de Israel, los judíos deseaban volver a adorar como al principio, pero habían perdido su templo y, prácticamente, sus costumbres. Fueron momentos de gran temor en los que era preciso reconstruir y sanar, algo que solo podía llevarse a cabo con la colaboración de los que regresaban del cautiverio. En aquella ocasión, el pueblo de Dios, arrepentido, volvió a dar muestra de su disposición para el compromiso y la ofrenda. Cuando has fallado al Señor pero regresas a su lado, ¿continúas colaborando en tu comunidad olvidando las desventuras del pasado, mirando al futuro con esperanza?

Tres momentos clave en la vida de Israel. Tres momentos clave en nuestras vidas. Todos nacemos en Cristo, crecemos en él y, al caer, nos levantamos de nuevo gracias a su ayuda. Cabe plantearse si en alguno de esos momentos hemos dejado de pensar que nuestra colaboración es imprescindible para que la comunidad, nuestra familia en el Señor, siga creciendo y enriqueciéndose con todo aquello que podemos aportar.

Hace años, cuando nuestro coche se estropeó, un reducido grupo de personas nos ayudó a resolver un problema que mi hermano y yo no habríamos podido solucionar solos con tanta rapidez. Hoy nuestra iglesia requiere la participación de un mayor grupo de personas para poder crecer y ser relevante en un mundo que vive en la oscuridad. Tú eres parte importante de esa comunidad y estás llamado a desarrollarte en ella.

A veces es fácil dejarnos llevar por el espíritu de competencia que fomenta la sociedad actual, que nos llama a invertir solo en nosotros mismos, al margen de los demás; a brillar fugazmente como un cometa a costa de nuestra propia extinción. Pero junto a Dios y en colaboración con nuestros compañeros, brillamos eternamente. No somos seres espirituales solitarios incapaces de alimentar a otros, sino que vivimos respaldados por toda una comunidad que nos acompaña y nos complementa. No olvidemos que, siendo parte integrante del pueblo al que pertenecemos, estamos llamados a la eternidad, una eternidad de la que todos formamos parte.

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(1) Elena White, Los Hechos de los Apóstoles, págs. 59-60.

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Para compartir

  1. ¿Cuáles son los problemas más comunes que comparte una comunidad en la que la participación queda asfixiada por el brillo temporal de unos pocos? ¿Has experimentado algo parecido en tu propia comunidad? Compártelo con el resto del grupo.

  2. Teniendo en cuenta que la falta de motivación es uno de los males endémicos de nuestra iglesia, ¿cómo crees que podríamos hacer que otros se sintieran animados a participar en nuestra comunidad?

  3. Lee Mateo 25: 14-30. ¿De qué manera la parábola de los talentos te compromete a poner al servicio de la iglesia los dones que Dios te da? Después de ver tantos ejemplos bíblicos en los que Israel contribuye con sus bienes materiales al creci- miento espiritual, ¿por qué crees que el Señor compara tus dones concretamente con una moneda? ¿De qué manera somos responsables ante él del buen o mal uso que hacemos de ellos?

Revista Adventista de España