Skip to main content
Sabes que no quiero odiarte, Papá. No por temor a que me condenes, no es eso. Sé que tú no eres así. Es porque si te odio, ¿a quién iré…?
 
Mi gran tentación, instintiva, poderosa, tiene mucho que ver con el verbo ‘permitir’. Con ¿demasiada?, frecuencia me pregunto si es tan distinto que alguien todopoderoso produzca tal o cual dolor, a que lo permita. Vale, no es lo mismo, pero… Pienso en personas, algunas cercanas, que han llegado a odiarte por tus permisos y ya sabes que a ratos las comprendo mejor que a ti.
Ha sido otra noche infame y luego el café, bien cargado, para tenerme en pie. Y ahí estabas tú, permitiéndolo todo, sordo a mis súplicas, tú sabrás por qué. Como en todos estos años, de corazón roto, de déficit afectivo crónico.
Vale, lo de hoy pasará. Quizá mañana, o pasado… Pero, a estas alturas, ¿cómo creer que no volverá? (¡Pensar que hubo un tiempo, ya remoto, en que creía que a la noche le seguía el día y no al revés!).
Bien sé, Papá, que cosecho lo que siembro, es la ley de la vida. Muchas insensateces acumuladas. Tengo que aprender la lección, mi carácter renovado lo agradecerá… Por otra parte, en el mejor de los casos, creo que entiendo decentemente el libro de Job. Sí, un día te veré con mis ojos. Pero, al presente, siento que son excesivos el dolor, la noche oscura de angustia y espanto. Y odiosamente reiterativos.
Te imploro —ya no sé cómo decírtelo— que no permitas que te confunda con el devenir de mi suerte, ni con las cosechas de mis actos. Ya me entiendes, no niego que me cuidas, sé que lo haces (?), pero me gustaría sentirlo más, sin sombra de duda, sobre todo en los momentos críticos. Dame hitos, Papá, dame señales de tu infinito Amor que grabar de manera indeleble en la memoria. ¡Anhelo tanto experimentar el calor de tu abrigo!
No, no ignoro que aún tienes mucho que pulir en mí hasta que mi carácter sea como el tuyo; pero no olvides, Padrecito mío, que yo estoy aquí solo con tu permiso (te lo digo sin el menor temor de que me llames “adolescente”, ¡tú me respetas!). Sé que tu coartada, legítima, es que un día, el Gran Día del Gozo, comprenderé que todo esto valió la pena (¡la pena!); pero también tú sabes que el verdadero sentido de ‘eternidad’, en este mundo, tiene mucho que ver con la desesperación de un túnel negro y cerrado. Un túnel con sus cerrojos echados para siempre que, sin duda (o tal vez), un día se abrirá a la luz, pero que entretanto me aboca a renegar de ti.
Por otra parte, no olvido que me pides paciencia. Paciencia con todo, incluso contigo, pues tú ya has vencido al mundo. Y que para ello me recuerdas una y otra vez la Cruz, tu más sublime manifestación de bondad. Oh, Papá… Padrecito bueno, quiero seguir conociéndote, cada día un poco más, para que la confianza despeje toda duda o temor. No quiero que mi fe en ti contenga ni un átomo de autosugestión para ayudarme a soportar la historia de terror que suele ser esta vida. Basándome en mi pasada experiencia contigo (¡pero renuévala y fortalécela, por favor!), cuento con que un día conocerte mejor serenará al fin mi alma. Y que entonces, aunque pisen brasas, mis pies descalzos, no me quemaré…
Por último, no se me escapa que la solución a mi problema vital, existencial, tiene que ver con aprender por fin a entregarme a los demás. Sí, me hará más feliz dar que recibir, esa es también la ley de la vida. Papá, te ruego inundes de amor mi corazón para que de ahí brote la energía amorosa que dar y regalar al mundo, esa que me haga olvidarme de mí mismo. Pero entretanto, por favor, suaviza esos momentos ásperos de la vida que mi alma, todavía inmadura, se siente incapaz de soportar.
Con gratitud a JB, ÁR, ÓS, BÁ… y JJM
Autor: Juan Fernando Sánchez, buscador de Dios.
Foto de Ümit Bulut en Unsplash

2 comentarios

  • Dina Manzur dice:

    Me duele mucho ésta nota. Porque veo a mis hijos con el mismo conflicto. Y sé que buscan conocer al Señor. También tienen pruebas que, aunque su papá los abandonó, los 4 salimos adelante, somos sobrevivientes. Pero cada uno en diferentes lugares siguen con una necesidad de algo bueno; porque nadie puede dar lo que no tiene, ni darse cuando no cree que tiene valor. Todo bien con lo futuro ( yo lo creo firmemente y es lo que me permite seguir), pero le pido un adelanto para mis hijos queridos y sus medio hermanos que corren con la misma suerte que ellos; mismo padre abandónico. Lo peor es que fue pastor adventista; ahora anciano de iglesia. Pero a nadie le importa el dolor que ha causado y que no tiene intención de reparar. Es duro. Dios, Padre amoroso, repara estas vidas!!

    • Esther Azón. Revista Adventista dice:

      Dios sabe. Él es el único que puede reparar los corazones rotos. Oramos por ustedes. Que su familia pueda sentir el AMOR de nuestro Padre celestial, quien jamás nos abandonará a ninguno de sus hijos. (Salmo 27). Bendiciones.

Revista Adventista de España