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Nuestro querido Pedro afirma: “Esperamos, según su promesa, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales habita la justicia” (2ª Pedr. 3:13). Estos cielos nuevos y esta tierra nueva son los mismos que vio Juan: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron” (Apc. 21:1). A estos dos discípulos que ya se les dio el privilegio de contemplar cosas inolvidables cuando eran jóvenes y ascendían con Jesús a los montes altos. Se les dio, en su vejez, el privilegio de ver nuestro propio planeta restaurado.

En ambos escritos, el cielo nuevo y la tierra nueva, vienen precedidos del fuego que desciende del cielo y que elimina todo vestigio de pecado y rebelión. El mismo fuego que está “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25:41),  y que “abrasará a todos los soberbios y los que hacen maldad hasta no dejar ni raíz ni rama” (Mal. 4:1), será el que dará paso a una tierra nueva, edénica a la que, sin duda, deseamos llegar.

Salida de Egipto: gracia

No hay duda que al hablar de la tierra prometida, el relato del pueblo de Israel viene a nuestras mentes. No en vano le llamamos la Canaán Celestial. Esclavizados durante centenares de años en Egipto, los hijos de Israel pudieron salir de aquel lugar rumbo a una “tierra que fluye leche y miel” (Éx. 3:8; Núm. 14:8; Deut. 31:20; Ez. 20:15). Una tierra fértil, una tierra hermosa. Una tierra en la que ya no pasarían hambre y en la que podrían vivir en libertad. Una tierra prometida ya a su antepasado Abraham. Tantos años de esclavitud había acabado por convertir la tierra prometida en una tierra ilusoria en la que muchos ya no podrían creer.

Pero cuando llegó el momento apropiado, Dios actuó. La salida de Egipto fue épica. Dios visitó Egipto con “mano fuerte y brazo extendido” (Deut. 26:8) y libertar así a un pueblo que no tenía fuerzas ni capacidad para liberarse a sí mismo. Es por esa razón que Dios se presenta como “Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Ex. 20:2). Pasara lo que pasara, la gente de Israel no debía olvidar su origen y habrían de repetir a sus hijos por generaciones que el Dios del cielo, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob los liberó de la esclavitud en Egipto.

Aún estaba fresca la salida de Egipto cuando el pueblo llegó al Sinaí. Allí Dios rebeló su gloria y estableció el pacto eterno con ellos. Lo hizo a través de las palabras que pronunció a los oídos de los aterrados israelitas y que después dejaría escritas, con su propio dedo, en dos tablas de piedra. Los que allí estuvieron se comprometieron a obedecer, a caminar por los caminos de Dios, a tomarse en serio sus normas… pero pocos días después ya se habían fabricado un becerro de oro para adorar al tipo de deidad al que se habían acostumbrado en Egipto.

El desierto: gracia

El pueblo olvidadizo y rebelde salió del Sinaí y llegó a las puertas de aquella tierra prometida. Fue en Cades-Barnea donde la aventura de los doce espías causó que lo que tendría que haber sido una caminata corta hasta la tierra anhelada se convirtiera en cuarenta años de peregrinación por el desierto. Cuarenta años. Tiempo más que suficiente para que toda una generación diera paso a otra. La Biblia dice que Dios usó ese tiempo “para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón y para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová” (Deut. 8:2-3).

Permíteme una breve reflexión. Egipto es símbolo de pecado, de rebelión. Cuando conocimos a Jesús, él nos hizo libres de la esclavitud del pecado. No significa que no nos vayamos a equivocar, pero el pecado ya no se enseñorea de nosotros. Tenemos otro Señor. Obedecemos a Dios en el Espíritu y él nos libera del pecado que antes gobernaba a su antojo nuestra mente y nuestro corazón. Podemos caer pero el Señor, que es fiel y justo, nos perdona, nos levanta, nos restaura y nos transforma. Él comenzó en nosotros una buena obra que “perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6).

Hoy, a pesar de haber salido de Egipto, todavía no hemos llegado a la tierra prometida. El desierto en el que estamos no es nuestro hogar. Somos peregrinos y estamos de paso. No dejamos de caminar porque sabemos que aspiramos a una patria celestial donde Dios nos ha preparado una ciudad (Heb. 11:16). Algunos hace ya mucho que caminan por el desierto. Otros no hace tanto, pero lleves el tiempo que lleves, te pregunto: ¿Te está ayudando el paso por la vida para aprender lo que Dios quiere que aprendas, a saber, que “no solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”? Las aflicciones, pruebas y dificultades de la vida, ¿te acercan o te alejan de Dios?

La tierra prometida: gracia 

Como Pedro escribió en su día, hoy también deseamos llegar a la tierra nueva. No puedo creer que haya algún lector que no lo desee. La experiencia del pueblo de Israel es un espejo en el que nos debemos mirar. Algún día cruzaremos “el Jordán”, llegaremos al otro lado. Antes de que eso pase, recuerda: No será por tus méritos, ni por tu justicia, tu bondad o la rectitud de tu corazón (Deut. 8:5-6). No será ni por tu poder, ni por la fuerza de tu mano (Deut. 8:17).

La salvación,
No es algo que te ganas, es algo que se te regala.
No es algo que mereces, es algo que se te da.
No es fruto de tu esfuerzo, sino de Su gracia.
No tiene que ver con cuánto sabes, dices o haces, sino cuánto lo conoces y confías en Él.

Autor: Óscar López. Presidente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.
Imagen: Photo by David Billings on Unsplash

Revista Adventista de España