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“Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias. . . ” (Apoc. 1: 11). “Yo, Jesús, he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias” (Apoc. 22: 16).

Dios y los escritores inspirados de la Biblia destacaron la importancia de algo colocándolo al principio de sus mensajes y repitiéndolo a lo largo de ellos. No cabe duda, entonces, de que los principales destinatarios del Apocalipsis siempre han sido los cristianos, la iglesia (1 Cor. 14: 22). De allí que la expresión “lo que el Espíritu dice a las iglesias” o “escribe al ángel de la iglesia” sea una de las que más se repiten en el libro (2: 1, 7, 8, 11, 12, 17, 18, 29; 3: 1, 6, 7, 13, 14, 22), no sólo al comienzo (1: 11) y al final (22: 16), sino también implícitamente en el corazón y clímax mismo de todo su contenido (13: 9). De hecho, las cartas a la siete iglesias (Apoc. 2 y 3) son tanto un índice temático de todo el Apocalipsis como su compendio o síntesis, pues todo él es una gran carta circular destinada a la iglesia cristiana a lo largo de su historia. Y aunque la palabra “iglesia” no aparece entre Apoc. 3: 22 y 22: 16, Juan usa una variedad de sinónimos de ella en toda su carta profética visionaria: “santos”, “testigos”, “siervos de Dios”, “los que reverencian su nombre”, “apóstoles”, “profetas” (cf. 1 Cor. 12: 28; Joel 2: 28, 29), “tierra” (11: 18), etc.

Lo que Espíritu Santo dice por medio de Juan en el Apocalipsis lo dice, pues, a la iglesia. Pero, ¿qué es exactamente lo que el Espíritu dice a la iglesia, a la de entonces y a la de hoy? Si las siete cartas son un compendio de todo el libro y contienen las claves para entenderlo, es allí donde deberíamos comenzar a buscar la respuesta a ese interrogante. Pese a lo que una lectura apresurada de esas cartas podría sugerir, el tema que predomina en ellas no es el ánimo en medio de la persecución, sino la exhortación al arrepentimiento, a la perseverancia en la senda cristiana genuina (hupomoné) y a la fidelidad (pístis) en medio de una cultura pagana deslumbrante y seductora (13: 10b). En verdad, sólo dos de las siete iglesias no fueron reprendidas por el Espíritu (Esmirna y Filadelfia), mientras que tres de ellas tenían problemas espirituales y morales de distinta índole y seriedad (Éfeso, Pérgamo y Tiatira), y dos estaban en una condición peor aún (Sardis y Laodicea). Aun un simple cómputo muestra que de los 51 versículos que integran las siete cartas, 17 contienen advertencias y llamados al arrepentimiento, mientras que sólo 14 son de encomio y ánimo.

El hecho mismo de que Juan coloque todo el tiempo ante su público cristiano la historia de sus ancestros espirituales, el Israel del Antiguo Testamento, como un espejo en el que los muchos puedan ver su condición extraviada y una minoría fiel cobre ánimo, pone de manifiesto cuál ha sido siempre la principal preocupación de Dios por su pueblo. El lenguaje de las cartas, de los sellos, de las trompetas y de las copas es el lenguaje de las consecuencias, anunciadas primero, atenuadas luego y finalmente plenas, de la infidelidad humana al pacto celebrado entre Dios y sus hijos, individualmente y como pueblo (Deut. 28: 15-68). Así, y bajo inspiración, Juan viste el manto profético de Moisés y de Josué, de Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel entre otros, y usa las palabras del pasado parar tratar de que el nuevo pueblo del pacto no repita la historia que conduce a la esclavitud espiritual y al rechazo definitivo del amor restaurador de Dios. Precisamente, “el que tiene oído, oiga”, la otra frase más frecuente en el Apocalipsis, es un eco de las advertencias divinas dirigidas al Israel del Antiguo Testamento por los profetas en vísperas de las consecuencias de su extravío idólatra (Apoc. 13: 9, 10a; Jer. 15: 1, 2; Isa. 6: 9, 10; 59: 1; Eze. 12: 2; 44: 4, 5; Zac. 7: 11).

Si, como sostiene el historicismo, las cartas también representan el derrotero de la iglesia  a lo largo de los siglos y hasta el fin, ello ya indicaba que las tinieblas del error habrían de prevalecer en el cristianismo durante buena parte de su historia. En cuanto a Laodicea, prefiguración de la iglesia del tiempo del fin, sus principales desafíos habrían de ser la tibieza espiritual, la mundanalidad, la autosuficiencia y la ceguera acerca de su verdadera condición. ¿Dónde está, pues, la persecución del dragón contra los que no reciben la marca de la bestia según Apocalipsis 13? Como en los días de Daniel en Babilonia, de Juan en Asia y de nosotros aquí, el mal sólo es hostil con los pocos que no ceden ante él (2 Tim. 3: 12; El conflicto de los siglos, 52). La gran preocupación de Dios y de Juan en el Apocalipsis no es, pues, la persecución, sino la seducción sutil que el mal siempre ha tratado de ejercer sobre el pueblo de Dios a lo largo de la historia para desviarlo del camino correcto e impedir que cumpla la misión con la que Dios lo trajo a la existencia: Salvar al mundo por medio de la predicación del evangelio (Mat. 28: 19, 20; Juan 3: 16, 17; Apoc.14: 6).

Una oración para hoy: Cordero de Dios, Testigo fiel y verdadero, recíbeme en tus brazos amorosos y blanquea mis vestiduras con la sangre de tu sacrificio hecho en mi favor. Ayúdame a renovar cada día mi pacto contigo y a no caer presa de los hechizos y la seducción de la cultura babilónica, a ser luz en medio de las tinieblas y tu testigo fiel.

 

Autor: Hugo Cotro. Pastor, doctor en Teología y docente universitario. Actualmente ejerce su ministerio como profesor en la Universidad Adventista del Plata, Entre Ríos, Rep. Argentina.

Foto: Joanna Kosinska en Unsplash

Revista Adventista de España