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Nueve niños estaban alineados en orden, listos para correr en el amplio patio de la escuela de la misión. La Srta. Jones explicó:

“Voy a contar uno… dos… tres… ¡ya! Cuando yo diga ‘ya’ corran”. Los niños estaban preparados. Había nueve pares de ojos negros fijos en el rostro de la Srta. Jones. Finalmente ella dijo: “Uno. .. dos. . . tres. ¡ya!” y todos corrieron. Pronto Rosa y Raúl iban a la cabeza de los demás. Casi habían llegado a la meta cuando Raúl se acercó demasiado a Rosa. Entonces ésta le dio un empujón y le hizo caer de bruces al suelo.

La Srta. Jones suspendió la carrera, ayudó a Raúl a levantarse, y tomando a Rosa por la mano la condujo a su oficina.

“Si Raúl no se hubiera puesto en mi camino -murmuró Rosa enojada frunciendo el ceño cuando entraron en la oficina-, yo habría ganado”.

“Podrás salir a jugar cuando seas capaz de jugar correctamente”, -dijo la Srta. Jones al cerrar la puerta.

Rosa se sentó al lado del escritorio y se puso a contemplar las flores de color púrpura de la planta de violeta africana que estaba en el reborde de la ventana. Lamentaba haber empujado a Raúl, porque de no haberlo hecho estaría divirtiéndose afuera en ese momento. Luego se dijo: “Me gustaría tener una flor como ésa”.

Su hogar, una casita de un solo cuarto en el peor barrio de la ciudad, carecía de todo atractivo. El patio de tierra que la rodeaba, estaba tan pisoteado que era imposible hacer crecer el césped. Alrededor de la casa no había ni un solo árbol para protegerla de los inclementes rayos del sol.

La madre de Rosa se iba a trabajar de mañana temprano y ella, una niña de nueve años, quedaba encargada del cuidado de sus hermanos menores, y de lo que pudiera hacer en la casa.

De repente se puso de pie de un salto. “Saldré ahora y me portaré bien… tal vez haya tiempo para otro juego”.

Rosa se portó bien durante el resto de la tarde, y en el camino de regreso a la casa, habló a sus hermanos y a su hermana acerca de la violeta de flores de color púrpura.

-¿Podemos verla nosotros también? -preguntó Pablo.

-Miren adentro cuando esté abierta la puerta, y podrán verla -respondió Rosa.

Al día siguiente ella y sus hermanos fueron los primeros en llegar a la escuela. Rosa trató de ser buena, y todo marchó bien por un tiempo. La Srta. Jones pidió a Manuel y a Raúl que eligieran a los jugadores para un partido de voley.

A Rosa le pareció que el juego iba a ser muy divertido, pero todos los niños fueron escogidos uno por uno hasta que ella quedó la última. Finalmente no le quedó a Raúl mas remedio que nombrarla como parte de su equipo. Enfadada le dió una patada al niño, al incorporarse al grupo.

La Srta. Jones la vió y volvió a conducir a Rosa a la oficina. Sentándose en su silla le indicó a ésta que se acercara.

-Rosa, ¿oíste hablar alguna vez de la regla de oro? Esa regla dice:

“Lo que queréis que otros hagan con vosotros, haced vosotros con ellos”. Esta es la regla que Jesús nos dio. Piensa en ella, y cuando puedas usarla en el juego, ven con nosotros -le explicó la Srta. Jones y se levantó para salir. Al hacerlo, cerró la puerta.

Mientras Rosa estaba allí sentada en la oficina silenciosa, miró las hermosas flores y pensó: “tal vez sería más fácil usar la regla de oro si siempre estuviéramos rodeados de flores. Ahora voy a salir, y recordaré que a mí tampoco me gusta recibir que me peguen”.

Rosa se encaminó lentamente al patio de juegos donde estaba la Srta. Jones. La miró y le preguntó:

-¿Podría tener una planta como la suya?

-Por supuesto -le respondió la Srta. Jones-. Espera un momento hasta que los demás niños se hayan ido, y entonces contaré una hoja para que tú misma puedas hacer brotar una planta.

Rosa llevó a Pablo, a Ramón y a Dina a la puerta de la oficina para que pudieran ver las flores mientras esperaban.

Cuando vino la Srta. Jones, cortó una hoja de la planta de violeta. Luego pasó el pecíolo a través de un agujero que hizo en un pedazo de papel grueso que colocó a su vez sobre un vaso, y se lo dio a Rosa.

-Cuando llegues a tu casa, llena el vaso con agua tibia, ponlo en una ventana donde no dé el sol, y cada vez que necesite agua, agrégale un poco más de agua tibia. Después de un tiempo vas a ver que del pecíolo crecen unas raicitas. Cuando veas esas raicitas, tráemela y te la pondré en una maceta. Recuerda que va a llevar bastante tiempo hasta que la hoja eche raíces.

-Gracias -dijo Rosa sonriente, y llevó cuidadosamente la hojita a su casa.

Esa noche, cuando Rosa ayudaba a su mamá a preparar la cena, se esforzó por seguir la regla de oro. Luego ayudó a sus hermanitos a acostarse. .”A menudo se detenía para mirar su hoja. Esta le ayudaba a controlar las palabras ásperas.

Después de ese día, durante varios días jugó muy bien con los niños en la escuela. Pero un día, cuando estaban jugando al pañuelo, empujó a Pepa porque, a su parecer, corría muy despacio. Pepa se echó a llorar, y ella fue enviada de nuevo a la oficina. Sentía de veras lo que había hecho, pero ¡era tan fácil olvidar!

Cuando terminaron las clases ese día, le dijo a la Srta. Jones:

-Siento mucho haber sido tan mala. Yo no quiero ser así -y se le saltaron las lágrimas. La Srta. Jones la rodeó con su brazo y le dijo:

-Yo sé que estás procurando ser mejor. Debes recordar siempre la regla y cada día te va a ser más fácil.

-El lunes que viene es mi cumpleaños. ¿Cree Ud. que cuando tenga diez años podré portarme bien siempre? -preguntó Rosa.

-Siempre puedes procurar hacerlo -respondió la Srta. Jones.

El lunes siguiente, después de que llegaron todos los niños, la Srta. Jones dijo:

Hoy es el cumpleaños de Rosa. Cantémosle el feliz cumpleaños.

Todos cantaron con mucho entusiasmo. Siguiendo las instrucciones de Jesús, habían perdonado a Rosa todo el mal que les había hecho, y eso hizo que Rosa se sintiera feliz.

Luego la Srta. Jones permitió que ella eligiera la historia y los juegos. El rostro de Rosa brillaba cuando eligió la historia acerca de Jesús y los niños. Después de la historia, los niños jugaron dos juegos que Rosa eligió.

Después que terminaron de jugar, la Srta. Jones la llevó a la oficina, pero esta vez no como castigo.

-Pasará mucho tiempo antes de que tu hoja de violeta florezca, pero si la cuidas vas a conseguirlo. Pero me parece que necesita compañía -dijo la Srta. Jones, y le alcanzó a Rosa una plantita de violeta con diez hermosas flores rosadas-. Esto es para una niña que está procurando con mucho empeño hacer lo que nos dice la regla de oro.

Rosa comprendió que por sí misma nunca lograría cambiar. De modo que decidió hacer de Jesús su mejor amigo, seguir la regla de oro y hacer siempre lo que haría Jesús. Su carácter, poco a poco fue cambiando y fue cada vez un poco mas semejante al de Cristo. Cuando la hojita de violetas echó raíces, Rosa la plantó en una maceta, junto a la otra que le había regalado su maestra. Cada vez que sentía ganas de ponerse violenta, pensaba en sus flores, en la maestra, que había apostado por ella, y en Jesús. Esto la ayudaba a controlar su temperamento, hasta que logró, de la mano de Jesús, cambiar.

Hoy Rosa es maestra en una escuela, y ayuda a muchos niños sin recursos a acceder a una buena educación. Se ha encontrado con muchas “Rosas” en su trayectoria educativa. Muchos niños y niñas con problemas de conducta han logrado superarlos gracias al cariño, la educación y las oraciones de su maestra. Y cuando Rosa piensa darse por vencida con alguno de ellos, solamente mira sobre su escritorio una planta de violetas y recuerda quien era ella, y cómo Jesús la transformó. Cualquier niño puede cambiar. Tan solo necesita la regla de oro, tener a Jesús en su vida, y una maestra que apueste por él o por ella.

Luisa Amstrong

Foto: Photo by Alex Loup on Unsplash

 

Revista Adventista de España