Skip to main content

No hay duda. La Biblia nos habla de la existencia de un santuario en el cielo y de Cristo como nuestro mediador actual. De acuerdo con el apóstol Pablo, “tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb 8,1-2). Cristo está ministrando en favor de su pueblo, para poner a su disposición los beneficios del sacrificio expiatorio ofrecido “una vez para siempre” en la cruz (cf. Heb 10,10-12).

MIRA EL VÍDEO AQUÍ

Un ministerio de intercesión

Cuando el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo del santuario israelita, el Día de la Expiación, lo hacía con un incensario portátil. Esto mostraba que el ministerio diario de intercesión por su pueblo ante el altar del incienso situado en el Lugar Santo (cf. Ex 30,1-10), continuaba sin interrupción en el Lugar Santísimo el día del Yom Kippur o Día de la Expiación (cf. Lev 16,12-13).

Así, Cristo, desde su muerte, resurrección y ascensión al cielo, ha desarrollado un ministerio intercesor en el Lugar Santo del santuario celestial, representado por el altar del incienso en el santuario israelita, hasta el año 1844. En esta fecha, debía iniciar la segunda fase de su ministerio sin dejar de interceder por su pueblo; “por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Heb 7,25-26; cf. Rom 8,34).

El santuario celestial y la intercesión de Cristo

El santuario celestial sigue siendo ahora el centro de la maravillosa obra de intercesión de Cristo. Gracias a esta intercesión, pueden ser contestadas las oraciones del pueblo de Dios y perdonados todos los pecados confesados con verdadero arrepentimiento. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn 2,1). Es por esto, que “la intercesión de Cristo por el hombre en el santuario celestial es tan esencial para del plan de la salvación como lo fue su muerte en la cruz”[1].

Cristo en la cruz aceptó la muerte que nosotros debíamos haber soportado, porque Dios identificó jurídicamente a Jesús con el hombre pecador, e hizo que pesara sobre él la maldición inherente al pecado (2 Cor 5,21). La culpabilidad de los pecados del mundo le fue cargada a él como si hubiera sido suya (1 P 2,22-24).

El estudio centrado en el significado redentor de la cruz, donde encontramos el clímax del plan de redención, pone en evidencia la generosa expiación del pecado lograda con amor infinito. Ahora, Cristo, mediante su ministerio intercesor en el santuario celestial, a la diestra de Dios (Heb 10,12; cf. Sal 110,1), aplica puntualmente a cada persona que la acepta por fe, su perfecta justicia, es decir, el pecador es justificado y recibe el perdón inmerecido de su propios pecados[2].

Un ministerio de expiación del pecado y de juicio

Podemos acercarnos “confiadamente al trono de la gracia”, “en plena certidumbre de fe” (Heb 4,16 y 10,22), porque Cristo ofrece su propia sangre para satisfacer las exigencias de la ley de Dios transgredida por el pecador. En la tipología bíblica este hecho estaba representado por el sumo sacerdote, cuando entraba al Lugar Santísimo con la sangre del animal sacrificado, para ser derramada sobre el propiciatorio que cubría la ley de Dios, según el ritual indicado en Lv 16.

En 1844, cuando concluyó el período profético de los 2300 días, anunciado en el libro de Daniel capítulos 8 y 9, Jesús inició la segunda fase, la fase final, de su ministerio en el santuario celestial. Además de la intercesión, está realizando una obra especial de expiación, o eliminación del pecado, del santuario y de los redimidos (cf. Lv 16,32-33). Dice el apóstol Pablo que Cristo “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb 2,17).

La obra de expiación en la cruz fue completa

Aquí es necesario decir que esta expiación del pecado en el santuario, no es complementaria de la que fue hecha en la cruz. La obra de expiación del pecado en la cruz fue completa. En el santuario, esa misma expiación obtenida por Cristo en la cruz, se aplica de forma personal al pecador que la solicita por fe[3].

Esta obra de expiación es también una obra de juicio, como se puede observar en el rito típico del santuario israelita. El texto bíblico dice: “A los diez días de este mes séptimo será el día de expiación… toda persona que no se afligiere en este mismo día, será cortada de su pueblo” (Lv 23,27-29). El mismo Día de la Expiación era un día de juicio solemne, Yom Hadin, para Israel. Así es ahora para el pueblo de Dios, en el Día antitípico de la Expiación. Este ministerio de expiación para quienes han confesado sus pecados, es también una obra de juicio para quienes no los han confesado. Es el llamado juicio investigador.

El apóstol Juan, hablando de la autoridad de Cristo para hacer “todo lo que el Padre hace”, y para “hacer juicio”, dice además: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Jn 5,28-29). El apóstol Pablo también ratifica esta verdad: Cuando Cristo regrese en su segunda venida “pagará a cada uno conforme a sus obras” (Rom 2,6; cf. las palabras de Jesús en Mt 16,27). Estas declaraciones bíblicas confirman la verdad del juicio previo, o juicio investigador, antes de la segunda venida de Cristo.

El ministerio de la fase final del plan de redención

A partir de 1844 se da comienzo a un período especial en el cielo y en la tierra. En este tiempo se ratifica la vindicación del carácter de Dios, realizada por Cristo durante su ministerio, y sellada y garantizada en la cruz del Calvario. Ahora, es confirmada en el Santuario mediante la intercesión de Cristo, la expiación del pecado, el juicio investigador, y la purificación o “reivindicación” del santuario (cf. Dn 8,14 BJ).

Es también durante este tiempo, cuando Cristo es reconocido como rey y soberano de este reino terrenal, que fue comprado con su propia sangre en la cruz. Por consiguiente, está recuperando su reino, elaborando la lista de los redimidos y, por ende, está celebrando sus bodas (cf. Ap 19,7-8). “La boda representa el acto de ser investido Cristo de la dignidad de Rey. La ciudad santa, la nueva Jerusalén, que es la capital de su reino y lo representa, se llama ‘la novia, la esposa del cordero’”[4]. Cuando Cristo “regrese de las bodas” (Lc 12,36), los redimidos participarán de “la cena de las bodas del Cordero” (Ap 19,9).

La lluvia tardía y el fuerte pregón

En esta fase final de su ministerio, Cristo está esperando poder derramar la plenitud del Espíritu Santo para dar cumplimiento a la promesa de la lluvia tardía (cf. Os 6,3; Ap 18,1), así como derramó la lluvia temprana en Pentecostés, después de su ascensión al cielo (cf. Hch 2,32-33). Todo esto lo hace en el Lugar Santísimo del santuario celestial, donde está preparando su Segunda Venida.

Cuando la iglesia, fortalecida por la presencia y el poder del Espíritu Santo, presente el fuerte pregón, es decir, cuando se culmine la predicación del “evangelio eterno” a todos los habitantes del planeta (Mt 24,14), se producirá el sellamiento final del pueblo de Dios y terminará el tiempo de gracia (cf. Ap 22,11). Entonces, el ministerio de Cristo en el Lugar Santísimo del santuario celestial habrá concluido (cf. Ap 15,5-8).

El sacerdocio de Cristo es una profunda verdad bíblica

Esta profunda verdad del ministerio de Cristo como Sumo Sacerdote, en el santuario celestial, está claramente revelada en la epístola a los Hebreos. El libro, donde se pone en contraste el sacrificio de Cristo y su ministerio sacerdotal en el cielo con los sacrificios terrenales y el sacerdocio de Aarón, es una poderosa y convincente exposición de este significativo tema (cf. Heb 1-10).

El sacerdocio de Cristo es una doctrina cardinal en la enseñanza del Nuevo Testamento. La muerte expiatoria de Cristo, y su sacrificio, suficiente por sí mismo para la redención del hombre, son para nosotros, como para todos los cristianos evangélicos, la verdad central del cristianismo. No obstante, sin la resurrección y ascensión de nuestro Señor, las provisiones de su sacrificio expiatorio no estarían al alcance del hombre (1 Cor 15,17)”[5].

Autor: José A. Ortiz, pastor y profesor de Teología en la FAT (Facultad Adventista de Teología de Sagunto, España). 

NOTAS

[1] El Conflicto de los Siglos, 543.

[2] Cf. Ulrich Wilckens, La Carta a los romanos, vol. II, 214-215. El énfasis es nuestro.

[3] Cuando el pecador comprende y acepta por fe la obra de Cristo en su favor, entonces entiende que la cruz por sí misma no salva a nadie. La cruz es la fuente de la salvación, es la obra de Dios en Cristo para poder salvar al género humano; pero a menos que el pecador se acerque a Dios por la fe por medio de Cristo, reconociendo que Cristo murió en su lugar para librarle del pecado, no es posible la salvación. La experiencia de los dos ladrones que murieron con Cristo Jesús en el monte Calvario es una buena ilustración de esta verdad (cf. Lc 23,39-43).

[4] El Conflicto de los Siglos, 479.

[5] Preguntas sobre doctrina, 311.

Revista Adventista de España