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Los seres humanos, creyentes y no creyentes, siempre han anhelado la eternidad, y siempre han buscado cómo obtenerla. Dios puso en nosotros el anhelo de vida. Él no nos hizo para morir, sino para vivir.

Este anhelo tan íntimamente grabado en nuestro ser fue lo que llevó al hombre rico a preguntar al Hijo de Dios lo siguiente: “Maestro bueno, ¿qué haré para obtener la vida eterna?” (Marcos 10:17). Éste es el planteamiento espontáneo del ser humano: el intenso deseo de vida nos hace preguntarnos qué hemos de hacer nosotros. Él podría haber preguntado “cómo se obtiene”, o “dónde está”, pero lo que preguntó es qué debía hacer él. La idea espontánea para nuestra naturaleza caída es una salvación por obras.

Pero, para nuestra sorpresa, atentando contra nuestra autosuficiencia, nuestro orgullo y nuestra lógica, encontramos la siguiente declaración en Juan 17:3: “Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.

La vida eterna gira alrededor de Cristo

Ni más ni menos eso dice la Palabra de Dios: la vida eterna no gira alrededor de mis logros, de mis esfuerzos o de mis deseos. La vida eterna gira alrededor del conocimiento de la verdad, siendo la verdad el Hijo de Dios (Juan 14:6). Si tuviéramos que condensar el Evangelio en un solo versículo, podríamos hacerlo en Juan 17:3.

Esta idea, tan contraria a nuestra intuición, no debería resultarnos rara si lo pensamos detenidamente a la luz de las Escrituras. El origen de nuestros problemas está en una mentira sobre Dios, la mentira con la que la serpiente engañó a Eva: “sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:5). En otras palabras, lo que la serpiente le dijo a Eva es que Dios tenía motivaciones ocultas y egoístas hacia ellos, o, dicho de otra manera, que Dios, realmente, no era amor.

Dios es amor

Pero Dios sí es amor (1 Juan 4:16). Dios amaba a Adán y Eva antes de su caída de la misma manera que los siguió amando tras su caída y de la misma manera que nos ama a nosotros. ¡Dios no cambia! (Malaquías 3:6). Fue su desconfianza hacia Dios lo que los separó de Él, y sigue siendo igual en nuestro caso. Dicha separación cesará cuando nuestra fe se deposite confiada en lo que Dios es realmente.

Por supuesto, de la misma manera que hizo originalmente con Eva, la principal estrategia de Satanás ha sido siempre levantar todo tipo de mentiras acerca de Dios, presentándolo como déspota, vengativo, airado, y un largo etcétera de características que nos hacen temer y desconfiar de Él.

Dios es amor, y el amor echa fuera el temor (1 Juan 4:18). Sólo albergando por fe un correcto concepto de Dios nos reconciliaremos con Él y tendremos la vida eterna. Dios no utiliza como motivación el temor a Su ira. Tampoco el anhelo de una recompensa, de vida eterna o de lo que sea. Una motivación tal no haría sino ahondar en nuestro egoísmo y agravar nuestro problema. Dios sólo utiliza una motivación: la revelación de Su amor (2 Corintios 5:14). Esa motivación es la única que funciona.

El pastor y la oveja perdida

Por medio de una parábola, Jesús se presentó a Sí mismo como un pastor en busca de una oveja perdida –nosotros–. Conocemos sobradamente esa parábola, pero reparemos en su profundidad. Jesús presentaba parábolas sumamente gráficas, en las que todo mínimo detalle presentaba una característica relevante de lo representado. Cuando una oveja se pierde: ¿puede ella hacer algo para ser encontrada? ¿Quién sino el pastor toma la iniciativa de su búsqueda? ¿Quién sino el pastor va, desde tan pronto como se ha consumado el extravío, a buscarla para después traerla en sus brazos?

Así es con Jesús: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10:11). Jesús busca denodadamente a las ovejas –nosotros– ya en la encarnación. Para poder socorrernos, fue adonde nosotros estábamos, hecho “en todo semejante a sus hermanos” (Hebreos 2:17), abandonando todos los honores del Cielo para hacerse hombre: “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:6-7). “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:4). “Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).

La Ley, la muerte y la vida

La muerte que exige para nosotros como pecadores la justa Ley de Dios (Romanos 6:23) la sufrió Él, para que nosotros tuviéramos vida (Romanos 5:18). “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6), y lo hizo antes de que nosotros siquiera nos hubiésemos arrepentido: “siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10).

Hay que señalar que Jesús no limitó Su sacrificio a los que un día lleguen a creer en Él: “Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.” (1 Juan 2:2). Es “el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14). “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no imputándoles sus pecados” (2 Corintios 5:19).

Todo eso, ni más ni menos, es el amor que Dios tiene por la humanidad. Jesucristo se dio absolutamente por nosotros, a riesgo de su perdición eterna. ¿Qué tenía Él que ganar a cambio? Ni más ni menos que a nosotros. Nosotros, miserables y pecadores, somos su recompensa: “Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó” (Deuteronomio 32:9).

El resultado de conocer a Dios

Veíamos en Juan 17:3 que “ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero”. ¿Qué sucederá como resultado cuando conozcamos verdaderamente a Dios?: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Juan 2:3). ¡Milagro de los milagros! Dios nos pone en armonía con Él y con Su Ley no por exhortación, coerción o amenaza. Una correcta apreciación de Dios y del ingente sacrificio de Su Hijo Jesucristo nos doblega hasta rendirnos a Él como ninguna otra cosa en el universo puede hacer. Sólo el amor redime. Ningún otro método funciona.

“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). El Señor sabe que somos transformados por la contemplación. Si contemplamos lo malo, nos hundiremos. Si le contemplamos a Él, nos elevaremos: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Y le contemplamos con los ojos de la fe, y “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

No podemos dudar ante tamaña demostración de amor, “porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10).

Autor: Fernando Arenales Aliste. Miembro de la iglesia adventista de Cardedéu.

 

Revista Adventista de España