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Uno de los tantos males del ser humano es el amor al poder que se convierte en megalomanía cuando es ambición desmedida. Los rasgos del megalómano pueden ser escondidos de muchas formas, pero tarde o temprano se manifiestan en toda su magnitud.

Cuando importa más el poder que el servicio, entonces, se está frente a alguien que hará lo que sea para mantenerse con su cuota de poder, por pequeña que sea su ámbito de acción. Cuando el poder y mantenerse en él está por sobre el respeto y consideración a las personas, entonces, no hay duda, se está frente a un megalómano, uno que vendería a su madre si pudiera obtener algún rédito de poder para sí mismo.

“Dinos con qué autoridad haces esto”

Cuando Cristo vivió en esta tierra, la pregunta más recurrente que le hacían los amantes del poder era conocer la autoridad que le permitía realizar lo que hacía. “Dinos con qué autoridad haces esto —lo interrogaron—. ¿Quién te dio esa autoridad?” (Lucas 20:2). En realidad, le preguntaban quién lo había autorizado o bajo qué mandato obraba así. Es sintomático que Jesús nunca habló ni respondió a esa demanda, al contrario, la ironizó. Los que preguntaban, no estaban interesados en el mensaje de Cristo, ni siquiera en lo que hacía. En sus mentes simplemente pensaban que si él no estaba autorizado su mensaje no era válido.

Finalmente, fueron los mismos que increpaban a Jesús preguntando por la autoridad o “autorización” a Cristo, los que lo asesinaron, o al menos, tramaron para que se efectuara el homicidio. No les importó saber si Jesús decía la verdad. No quisieron ver sus obras. No buscaron conocer si había en él coherencia o no. Ni siquiera se molestaron en ver los milagros que Jesús realizó. Lo único que les interesaba es que Jesús suponía un desafío a su poder, y eso, les resultaba intolerable. Siempre ha sido así. Al megalómano no le interesa la verdad, adora el poder.

El poder nos pone a prueba

Cualquier cuota de poder pone a prueba la verdadera naturaleza de una persona. Esto no es prerrogativa de políticos o empresarios; muchos religiosos, y líderes de congregaciones, son amantes del poder. Se esconden detrás de fachadas de espiritualidad, pero persiguen lo mismo: Afán de dominio, control, sentir que pueden manejar a otros, etc. Nada de eso había en Cristo, ni por asomo.

El que fuera presidente de los Estados Unidos, el abogado Abraham Lincoln, dijo: “casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”.

Muchas personas suelen decir, “cambió después de que lo nombraron”, “es una persona distinta ahora que tiene poder”, en realidad, no es la perspectiva correcta. Es en situaciones de poder cuando las personas muestran su verdadera cara. No son distintos en otros momentos porque no han tenido la oportunidad de mostrar su verdadero rostro, pero ante el poder se manifiesta la verdadera personalidad de cualquier individuo.

Jesús se mantuvo humilde, sencillo, aun cuando tenía todas las posibilidades para ser una persona distinta. Tenía todo el poder de su parte.

Amor al poder

Los seres humanos tenemos tendencia al mal, eso nos hace proclives a amar el poder. Por esa razón, cuando más cuidado deberíamos tener es cuando nos encontramos en una situación de poder, no importa cuán poco a grande sea el poder, no es lo que cambia a las personas, es lo que rebela, lo que muestra de nuestra verdadera naturaleza.

Necesitamos estar conscientes de nuestras debilidades. Temer al poder y tomar resguardos para que no nos haga débiles aferrándonos a él como si fuera nuestra tabla de salvación. Nadie está libre de esta situación. Cualquier persona puede vivir algo así, por eso mismo, es preciso mantener resguardos, solicitar a amigos, familiares y personas de confianza que nos alerten, puesto que otros ven lo que nosotros no vemos. El poder es neutro en sí mismo, pero los seres humanos no lo somos. “Así está escrito: «No hay un solo justo, ni siquiera uno” (Romanos 3:10).

La autoconfianza genera autoengaño. Esa es la espiral que lleva a algunas personas a confiar en sí mismos de tal modo que pierden toda noción de sus propias limitaciones y debilidades. Eso es lo que ocasiona la caída y la desgracia de quienes no lo entienden y están cegados por la ilusión del poder, porque eso es el poder, algo ilusorio que va y viene, en cualquier ámbito, incluso el eclesiástico.

Autor: Dr. Miguel Ángel Núñez. Pastor adventista ordenado. Doctor en Teología Sistemática; Licenciado en Filosofía y Educación; Escritor; Orientador familiar.
Imagen: Photo by Andrew Neel on Unsplash

Revista Adventista de España