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La expresión latina nanos gigantium humeris insidentes, ‘a hombros de gigantes’, se atribuye a Bernardo de Chartres, filósofo del siglo XII. La frase original indicaba: «Somos enanos encaramados a hombros de gigantes. De esta manera, vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda sino porque ellos nos sostienen en el aire y nos elevan con toda su altura gigantesca». Fue retomada por Isaac Newton en una carta que escribió a Robert Hooke el 5 de febrero de 1676, en la que reconocía: «Si he logrado ver más lejos, ha sido porque he subido a hombros de gigantes».

Estas expresiones encierran una gran humildad intelectual y tratan de rendir tributo a todas las personas que nos ayudan a subir un peldaño más, encaramándonos a hombros de gigantes. Una parte importante del éxito se deberá siempre al aporte de esfuerzos ajenos y, en muchas ocasiones, esa ayuda clave y definitiva adquiere la forma de mentores.

Mentoring, o como quieras llamarlo.
El concepto de mentoring no es nuevo. Consiste en la relación entre un consejero o guía con experiencia y otro más inexperto, a quien aconseja. En nuestra vida cotidiana, la relación de mentoring se establece de forma espontánea. Alguien que ayuda en un trabajo al joven becario, un compañero que orienta en clase a un nuevo alumno o un vecino que ayuda al recién llegado a la ciudad. La figura del mentor es la del más experimentado que nos ayuda, mediante su experiencia, a integrarnos o a superar dificultades.

Sin ir más lejos, la familia es el marco ideal que el Señor ideó para que una generación más experimentada en el arte de vivir pudiese transmitir experiencia a las siguientes generaciones. Los padres son, o deberían ser, los mejores mentores de sus hijos. No obstante, la crisis del modelo familiar tradicional con todos sus desafíos, la tecnificación de la sociedad, el ritmo frenético o la pérdida de valores compartidos hacen cada vez más compleja la creación de estos vínculos tan significativos. La revolución digital ha creado una relación intergeneracional paradójica. Y es que, en términos de manejo de información y tecnología, hoy un niño de diez años sabe más del mundo que le rodea que su abuelo.

Si la revolución industrial, con su obsesión por la productividad, ya había sentado las bases para relegar a las generaciones menos productivas a un sector marginal del sistema, la revolución digital ha eclipsado a las generaciones mayores como fuentes de información. Se llega a hablar de «analfabetos digitales» a los que se han quedado atrás en el manejo de las TICS (tecnologías de la información y la comunicación), dando paso a los «nativos digitales», que tienen en la palma de la mano más información de la que jamás serán capaces de procesar.

No obstante, el acceso a los datos no asegura el éxito. De hecho, la información se ha devaluado. Hay demasiados datos, pero muy poco criterio. Mucha inteligencia, pero poca sabiduría. Mucha teoría, pero poca experiencia. Las generaciones más jóvenes, quizá sin ser conscientes, precisan de más experiencia transmitida en primera persona, que aporte orientación en un mundo cada vez más complejo. En otras palabras, la experiencia no se puede descargar de Internet, tampoco se puede buscar en Google ni comprar online.

La buena noticia es que, aunque es personal, también es transferible. Se puede compartir siempre y cuando la relación que se establezca sea sincera, continuada y valorada. A nivel de instituciones y familias es imprescindible que se creen vínculos a través de los cuales los mentores más experimentados puedan ayudar a los menos experimentados, para que vean desde sus hombros. No en vano se dice que «el hombre inteligente aprende de sus errores, pero el hombre sabio aprende de los errores de los demás». Nuestros jóvenes necesitan más personas sabias de las que aprender de cerca.

Por lo tanto, en el mentoring, la clave del vínculo no es la transferencia de información, conocimiento o datos, sino de experiencia. Con base en lo vivido y mediante una relación de confianza, el mentor transmite lo aprendido con la intención de que su vivencia resulte de utilidad para otros.

Jesús: nuestro mentor.

En la Biblia encontramos numerosos ejemplos de mentoring: Moisés y Josué, Elí y Samuel, Elías y Eliseo o Pablo y Timoteo. Pero Jesús fue, sin duda, el mejor mentor. Vino a esta tierra, entre otras cosas, para ser nuestro ejemplo de humildad (Juan 13: 15- 17) y sacrificio (1 Pedro 2: 21) y, para ello, vivió la experiencia de ser humano como nosotros (Filipenses 2: 7). De esta forma, consiguió entregarnos su vivencia como un tesoro y se convirtió así en el mentor por excelencia. Jesús nos regaló su muerte como expiación y su vida como fuente de inspiración. Solo podremos parecernos más a él si aprendemos cada día a sus pies, descubriendo cómo hablaba, cómo trataba a la gente y qué pensamientos llenaban su mente. Solo su experiencia de vida integrada en la nuestra puede transformarnos de verdad.

Esto también tiene una interesante aplicación en nuestras iglesias:

1. Vínculos intergeneracionales. La iglesia constituye el entorno ideal que propicia la magia del encuentro entre diferentes generaciones. Desgraciadamente, no siempre lo hemos hecho así. El documental Divided, producido por los hermanos Leclerc en 2011, pone de manifiesto los estragos que ha causado el desarrollo del ministerio juvenil como algo completamente desvinculado del resto de la iglesia. Cuando los jóvenes se han aislado en actividades ajenas a la realidad de la congregación, se han encontrado fuera de la vida interna de la iglesia y, en muchas ocasiones, la han abandonado.

Una posible explicación es que las instituciones educativas occidentales, en su mayoría, han segmentado a los niños y jóvenes por edades a lo largo de todo el tramo educativo. Cada niño va a la clase de la edad que le corresponde, generando compartimentos estancos que no favorecen la interacción entre diferentes edades. Este sistema, que responde a la profesionalización de la actividad educativa, entre otros factores, se ha extrapolado a diferentes áreas de la sociedad, incluyendo nuestras iglesias.

Al copiar el sistema educativo tradicional, hemos dividido nuestras iglesias por edades con clases para niños de cuna, infantil, menores, pioneros, universitarios y jóvenes. Para ello, hemos multiplicado los responsables y los departamentos para cada una de las edades. El objetivo siempre ha sido atender mejor las necesidades de estos grupos de edad y, en ocasiones, lo hemos conseguido. Pero el resultado no siempre ha sido el esperado, puesto que en términos prácticos hemos generado una segregación dentro de nuestra propia familia de la iglesia, eliminando todos los puntos de interacción entre generaciones. El dilema, por tanto, es: ¿En qué momento pueden los más jóvenes establecer vínculos con mentores de los que puedan aprender?

Cuando mi hermano Jonatán y yo éramos niños, mis padres nos llevaron a un colegio unitario en Algeciras. Todo el colegio era una sola clase. Con esta organización, yo mismo, que aún no tenía edad para estar escolarizado, acompañaba a mi hermano a clase y me sentía como un estudiante más. ¿Qué recuerdos tengo de esa experiencia? Recuerdo aprender con los ojos como platos de todo lo que el profesor enseñaba a «los mayores». Recuerdo estudiar con mi hermano los huesos del cuerpo y aprenderlos jugando con él antes de cumplir los seis años. Recuerdo jugar en el patio con chicos mucho mayores y hacer equipos de fútbol «intergeneracionales» en los que el propio profesor, don José, jugaba con nosotros. Recuerdo que ese mismo profesor trataba a todos los niños como parte de una gran familia. Era un mentor para todos, sin importar la edad.

No estoy proponiendo que los colegios unitarios generen a la larga mejor aprendizaje que los tradicionales. Solo señalo que esa experiencia marcó de forma positiva mi primera interacción con el colegio, al compartir aula con niños de todos los cursos. Lo importante no es que todos estuviésemos juntos, sino que nos considerásemos una familia.

En nuestras iglesias deberíamos ser capaces de aprovechar el conocimiento de los gigantes que nos precedieron y que aún viven para vincular su experiencia con la realidad de los más jóvenes. Es muy importante generar los espacios y los momentos en los que se pueda establecer el vínculo entre las generaciones precedentes y las actuales.

¿Implica esto que los departamentos deberían desaparecer? ¿Significa que las actividades específicas por edades son contraproducentes? Probablemente no. Creo que la solución, como en todos los ámbitos de la vida, se encuentra en el equilibrio: que haya momentos y programas para las diferentes edades, pero que no sea la única opción. Somos responsables de facilitar los vínculos para que los adultos puedan convertirse en mentores de los más jóvenes. De esta forma la generación mayor podrá transmitir en primera persona su experiencia en diferentes áreas de la vida, principalmente en el crecimiento espiritual.

En este sentido, podemos aprovechar el programa de JAE-Mentoring que hemos desarrollado en el Departamento de Jóvenes, que pretende crear una red de mentores en todas las iglesias de España, para vincular a pioneros (16-21 años) con adultos que puedan ser sus guías, consejeros y mentores (1).

2. Vínculos con nuevos conversos. La transmisión de experiencia no solo es necesaria entre diferentes generaciones vitales, sino entre distintas generaciones espirituales. Para esto es importante que en las iglesias podamos mostrar sensibilidad hacia las personas nuevas que se acercan para formar parte de nuestra familia. Es primordial acompañar a los recién llegados en su crecimiento espiritual a través de mentores.

Necesitamos referentes en los que fijarnos, a los que admirar y de los que aprender, sobre todo cuando entramos en la familia de la iglesia. Pablo llama «débiles en la fe»,2 «niños»,3 «que tienen necesidad de leche»4 a los creyentes que están comenzando su camino, pero no para minimizar su importancia, más bien, para favorecer la atención de la iglesia hacia ellos.

El objetivo es que la experiencia de los mentores se pueda transferir entre generaciones, hasta que los recién llegados un día sean también mentores de aquellos que vendrán. Todos debemos formar parte de esa cadena de confianza en la que se vayan trenzando vidas, experiencias y destinos.

Me gusta mucho cómo lo explica Gabriel Celaya en su poema sobre la educación, pues todos nos podemos sentir identificados:

Educar es lo mismo
que poner motor a una barca…
Hay que medir, pesar, equilibrar…
…y poner todo en marcha.
Para eso,
uno tiene que llevar en el alma un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
Pero es consolador soñar
mientras uno trabaja,
que ese barco, ese niño
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga
de palabras
hacia puertos distantes,
hacia islas lejanas.
Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá
nuestra bandera
enarbolada (5).

Ojalá podamos descubrir en Jesús a nuestro mayor mentor e, inspirados en su ejemplo, vivamos compartiendo nuestra experiencia transformadora con las nuevas generaciones dentro de nuestra familia natural y espiritual. Así, de la misma manera que en un momento determinado te subiste a hombros de tu mentor, un día puedas también llevar a otros sobre tus hombros.

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1 Toda la información se encuentra en: www.jaeonline.es.
2 Romanos 14: 1.
3 1 Corintios 3: 1.
4 Hebreos 5: 12.
5 Gabriel Celaya. Educar

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Para compartir

  1. ¿Crees que sería mejor una iglesia con formato intergeneracional o es bueno trabajar separados por edades?
  2. ¿Qué acciones se podrían llevar a cabo en tu iglesia para estrechar lazos entre generaciones?
  3. ¿Qué ocurre más en tu iglesia: que los jóvenes no quieren escuchar a los mayores o que los mayores quieren imponer sus criterios a los más jóvenes?

Revista Adventista de España