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La iglesia quiere, pero por ahora no sabe, ni puede. Porque querer no es siempre poder. Además de querer, hay que aprender a saber querer de verdad, con todas sus consecuencias, nos lleve a donde nos lleve esta decisión. Ésta es una cruda realidad que no podemos permitirnos el lujo de ignorar. El primer deber de un médico, antes siquiera de poner un tratamiento al enfermo, es descubrir por qué le pasa lo que le pasa, acertar en el diagnóstico. A veces, la enfermedad es tan rara, entran en juego tantas variables, está tan oculta en el organismo, que el médico tendrá que abrir en canal al enfermo para averiguar lo que le pasa. Esto puede ser muy doloroso, y puede también someter al paciente y a su curador a una situación de mucha ansiedad y tensión. A ningún enfermo le gusta pasar por el quirófano; a ningún cirujano le hace gracia tener en su mesa de operaciones a alguien, y no saber qué se va a encontrar. Pero los dos saben que si no se hace esto, la curación será imposible.

La iglesia quiere aportar al mundo la vida que lleva dentro, la que le comunica su maestro Jesús, pero no encuentra, hoy, la manera de hacerse oír. Sabe que es lo único para lo que está aquí, la misión que se le encomendó a Israel primero, y al cristianismo primitivo después: hacer que el mensaje de Dios a la humanidad sea escuchado. No le competen a ella los resultados de esta escucha, porque de eso se ocupará Otro más grande que ella, pero sí los medios escogidos para hacerlo. El Creador se somete a las contingencias históricas de sus criaturas, de las viejas y de las nuevas. De las nuevas criaturas (2 Corintios 5:17) porque ha querido involucrarlas en su proyecto regenerador, y esto conlleva su propia contingencia. De las viejas criaturas (Romanos 7:15) porque los creyentes, tanto como quienes no lo son, llevamos dentro una forma de ser que retrasa, y hasta puede llegar a paralizar, la fuerza vivificante de su Espíritu.

La expansión del cristianismo, probablemente hoy más que nunca, está sometida a estas dos contingencias. Una iglesia que desea ser fiel a su misión, pero que no encuentra el modo de hacerlo. Y una sociedad postmoderna que ya es capaz, dejado atrás el mito positivista, de sentir el hambre de trascendencia, pero sin saber cómo saciarla. ¿Será posible que ambas, iglesia y sociedad postmoderna, sepan ver una oportunidad donde tan sólo parece haber una crisis existencial?

Será posible. Lo está siendo ya. Hoy, muchas voces se levantan en la iglesia reclamando otra forma de hacer las cosas. Jóvenes que se involucran en proyectos arriesgados pero llenos de futuro. Adultos que se juegan el tipo llevando a cabo actividades que jamás se hicieron antes. Ancianos que no quieren quedarse anclados en el pasado, y aplauden y animan las nuevas iniciativas. Algo se mueve. ¿Se decidirá la iglesia, por fin, a conectar, a hacerlo de verdad? Hay esperanza…

Pero para que esto ocurra, habrá que dejar el miedo atrás. Con respeto hacia quienes no perciben la necesidad aún, pero con la determinación de quienes quieren probar algo nuevo, antes que bajar los brazos o resignarse a dar cabezazos siempre contra la misma piedra, pretendiendo ilusamente que será la piedra la que se rompa antes. No, la piedra no será la que se rompa si seguimos usando la cabeza como ariete. Una piedra se rompe sólo ante la fuerza de una piedra más grande: la Piedra angular del edificio, Jesús de Nazaret. Hemos de recuperar a Jesús. Sin miedo a su novedad arrolladora, sin que nos preocupen las consecuencias revolucionarias de esta recuperación subversiva. Él supo conectar con las necesidades de la gente, sin importarle el qué dirán. Produjo escándalo en algunos, pero sabía que el vino nuevo no cabe en odres viejos; al contrario, los inflama y los hace estallar (Marcos 2:22).

El miedo al riesgo, y la tentación fácil del conservadurismo, nos acecha a todos. Pero ese miedo puede ocultar una falta de fe en la fuerza que se encierra en el evangelio. Es explicable que a algunos dirigentes eclesiásticos les preocupe asegurar la ortodoxia, y poner orden en el interior de las distintas iglesias, pero ¿es eso lo que va a revitalizar el espíritu de los creyentes?

Para algunos teólogos puede ser más cómodo “repetir” una doctrina heredada, ignorando los interrogantes, intuiciones y valores del hombre moderno, pero ¿no se esteriliza así el cristianismo, haciéndolo aparecer como una reliquia históricamente superada?

Para algunos pastores puede ser más fácil y gratificante “restaurar” formas religiosas tradicionales, para ofrecerlas a quienes todavía se les acercan, pero ¿es ésa la manera más evangélica de hacer fructificar hoy la fuerza salvadora de Jesús en las nuevas generaciones?

A todos puede parecernos hoy más seguro, y sobre todo prudente, defender nuestra fe en una especie de gueto, y esperar a que lleguen tiempos mejores, pero ¿no es más evangélico vivir en medio de la sociedad actual, esforzándonos por construir un mundo mejor y más humano, permitiendo así que lo que somos llamados a ser —sal, luz, levadura— llegue a ser de utilidad? (Mateo 5:13-16; 13:33).

Esta actitud defensiva es tanto más peligrosa cuando no se presenta bajo su propio nombre, sino invocando a la ortodoxia, al sentido de iglesia o a la defensa de los valores cristianos. Pero ¿no es, una vez más, una manera de congelar el evangelio?

Al igual que, nada más nacer, la larva de un insecto se come su propia cáscara y, más tarde, vuelve a comérsela cuando completa su metamorfosis antes de echarse a volar, el cristiano postmoderno es llamado a repensar su pasado religioso, y todo lo que sus maestros le legaron. No ha de desecharlo, ni combatirlo, sino aprovecharlo, asimilarlo, emplearlo como el nutriente imprescindible para no morirse de hambre, antes incluso de haber comenzado su nueva vida.

Como la nueva mariposa, el creyente postmoderno ha de llevar el pasado en sus entrañas (lo que le enseñaron a pensar sobre el Padre), para construir un nuevo presente (lo que va descubriendo por el ejemplo del Hijo), a fin de preparar un nuevo futuro (lo que se atreve a esperar impulsado por el Espíritu). Ha de tener el valor de proponer nuevos caminos, y de recorrerlos con la esperanza en la inspiración de Dios, siempre para el bien, pero sin escupir sobre lo que le ha permitido volar, descubrir, avanzar, crear.

Muchas veces, la iglesia no pierde su fuerza y vigor evangélicos por los ataques que recibe de fuera, sino porque dentro de ella no somos capaces de confiar radicalmente en el Espíritu, ni de responder de manera audaz y arriesgada a los retos de nuestro tiempo.

Lo más grave puede ser que, lo mismo que el siervo de la parábola de los talentos, creyendo estar respondiendo fielmente a Dios con nuestra postura conservadora, podamos estar defraudando sus expectativas (Mateo 25:14-30). Dios quiere que sus hijos lleguen a ser mariposas libres para volar, y no que se perpetúen como larvas ancladas a las viejas hojas de la morera. Esto exige una transformación, una metamorfosis que, del todo, estará siempre por llegar.

En realidad, estamos hablando del milagro que significa que un mecanismo se convierta en organismo. El mecanismo ha de funcionar siempre igual, porque si no lo hace es que está estropeado. El organismo, sin embargo, es capaz de improvisar, de actualizar, de sublimar su función. Esto conduce a errores, pero el resultado es sorprendente y mucho más promisorio. Porque el mecanismo sólo tiene el presente, y además sólo uno, mientras que el organismo puede optar entre multitud de presentes, y apunta a un futuro abierto a mil posibilidades.

Sí… una iglesia que decida conectar. Sólo así, asumiendo todos los riesgos e implicaciones de esta actitud innovadora, otra iglesia, fiel a su misión, será posible. Creo que la sociedad actual acabará agradeciéndoselo. Y estoy seguro de que Dios también…

Imagen: (cc) Wikimedia/Emmanuel Huybrechts. Esquina superior: Juan Ramón Junqueras

Revista Adventista de España