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EDITORIAL

«De igual manera, el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Pero el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos. Sabemos, además, que a los que aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8: 26-28).

La esencia de la oración no es que Dios cambie su manera de ser o de pensar, ni que obtengamos sin más aquello que queremos, pues lo que deseamos no siempre es lo que necesitamos. La ora- ción no es una tienda de chucherías; es un medio a través del cual podemos expresar a Dios nuestro agradecimiento y los deseos que tenemos para nuestra vida. Sin embargo, dado que no sabemos orar o cómo expresar nuestra oración, el Espíritu Santo se apropia de ella (Romanos 8: 26).

La oración no debería ser un murmullo ni una tormenta de palabras; deberíamos sentir lo que decimos orando de manera intencionada. Al elevar una oración, hablas con un Padre lleno de amor que quiere darte lo mejor para ti; el conocimiento de su amor debería ayudarte a hablar libremente con él. Por eso, cuando oras en privado, no importa cuánto tiempo tardes; en esos momentos es- tableces un contacto personal, cara a cara con tu Padre, quien te ama y te entiende. La oración es el medio de comunicación entre un Padre amante y sus hijos.

Para empezar, elige a conciencia un momento durante el cual puedas estar a solas con Dios. Jesús lo hizo, y él es nuestro ejemplo. La oración no debe ser una tarea más del día, sino un estilo de vida; no debería ser un «por cierto…». Reserva un momento especial en tu horario para orar. Co- mienza el día con Dios y termina el día con Dios y, entretanto, conságrate a él en ferviente oración. ¡Ora siempre! No es necesario que verbalicemos todas nuestras oraciones, también las podemos escribir; hay personas que se expresan mejor escribiendo. Si eres de esos a quienes les gusta el papel, crea tu propio diario de oración. Este cuaderno te ayudará a llevar un seguimiento de las ora- ciones contestadas y, cuando te sientas desanimado o desanimada, también te servirá de aliento y como recordatorio de cómo el Señor ha respondido a tus oraciones en el pasado.

Todo pecador necesita la gracia. El escenario de la gracia tiene lugar entre Dios, el individuo y nadie más; de lo contrario, dejaría de ser gracia. La gracia viene de Dios; preserva la integridad del individuo, ya que la confesión permanece en la corte del cielo. Dios es justo y se mantiene al margen de cualesquiera intenciones personales e inhibiciones sutiles. El amor acentúa la gracia, algo que solo el Señor nos puede proveer. El ser humano no tiene capacidad para otorgar ninguna gracia salvadora. Por lo tanto, cuando pidas perdón, cree en ese perdón como algo instantáneo y real. Ningún clérigo puede garantizar ni un ápice de gracia. Para ello, ¡tenemos un Sumo Sacerdote en el santuario celestial!

De manera que, querido amigo, la gracia está a nuestro alcance en cualquier momento y en cualquier lugar. No hay nada bajo el sol demasiado grande o demasiado pecaminoso para la gracia de Dios; el Señor está esperando para sanarte y perdonarte, pero debes buscarlo en oración. Tal y como lo hizo con los israelitas en la antigüedad, nos dice hoy: «Si se humilla mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oran, y buscan mi rostro, y se convierten de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré sus pecados y sanaré su tierra.

Mis ojos estarán abiertos, y mis oídos atentos, a la oración que se haga en este lugar» (2 Crónicas 7: 14, 15).

Dedica tiempo a la oración; te cambiará la vida, a ti y a los que te rodean. Cuanto más ores, menos preocupado estarás. ¡Ora! El Señor siempre aparece. 

Revista Adventista de España