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Jesús siempre nos muestra el camino.

El último año, tuve la maravillosa oportunidad de caminar junto al mar de Galilea por primera vez. Mientras estaba parado en la orilla, contemplando el antiguo mar y las verdes colinas que lo rodean, fácilmente me pude imaginar cómo era la vida allí hace dos mil años, cuando Jesús transitó por estas mismas playas.

Con los ojos de mi mente, pude verlo allí, de pie, bañado por el sol del amanecer, con personas de todas las edades que se apiñaban a su alrededor en la estrecha y rocosa playa, tratando de acercarse lo más posible a este inusual Maestro, Sanador y… ¿posible Libertador?

Al darse cuenta de que la muchedumbre era demasiado numerosa para esa pequeña playa, Jesús los llevó hacia la ladera de la montaña, donde él había pasado la noche previa orando por sus discípulos. Después de una sesión de oración de toda una noche, Jesús llamó a los doce, y “con palabras de oración y enseñanza puso las manos sobre sus cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del evangelio” (El discurso maestro de Jesucristo, pág. 9).

Jesús sabía que había llegado el momento de que los discípulos participaran más directamente en su misión para que, después de su ascensión, pudieran hacer avanzar la obra. Era consciente de sus debilidades, al igual que de sus fortalezas: “Habían respondido, sin embargo, al amor de Cristo y, aunque eran tardos de corazón para creer, Jesús vio en ellos a personas a quienes podía enseñar y disciplinar para su gran obra” (ibíd.) También sabía que ellos, junto con todo Israel, habían sido confundidos por los rabinos acerca del Mesías y de su misión, y anhelaba abrir sus ojos a la verdad.

De regreso a la ladera

Ahora, Jesús y sus discípulos estaban otra vez en la ladera del monte; esta vez, rodeados por multitudes de personas que buscaban y anhelaban algo mejor en sus vidas. Venían no solo de Galilea, sino también de toda Judea, incluyendo Jerusalén. Algunos habían viajado desde el este del Jordán, incluso de Perea y Decápolis. Otros provenían de las lejanas regiones del norte, como las ciudades costeras fenicias de Tiro y Sidón, y tan al sur como Idumea, al sudoeste del Mar Muerto. Todos habían oído acerca de este maravilloso Maestro y Sanador, ¡y esperaban que quizá fuese él su tan anhelado Mesías que los libertaría, finalmente, de los romanos!

Aguardaban un futuro de gloria y de poder nacional, con riquezas y esplendor, y esperaban que ese fuera el día en que Jesús se proclamara rey. Otros se centraban en sus deseos de una casa mejor, más comida, buena ropa, y días de abundancia y comodidad.

Jesús caminó hasta el medio de la ladera y se sentó en el suave pasto verde. Los discípulos, percibiendo que algo inusual estaba por suceder, se reunieron a su alrededor. El resto de la multitud, ansiosa por escuchar lo que el Maestro tenía que decir, se sentó, sin ser consciente de que su mundo iba a ser sacudido.

Una perspectiva revolucionaria

“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mat. 5: 3, 5, 6).

¿Son los pobres, los mansos, los hambrientos y los sedientos a quienes Dios bendice? No (según los escribas y fariseos). Ellos afirmaban que había caído una maldición sobre quienes sufrían. Estos líderes enseñaban “como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mat. 15: 9), generando mucho más dolor adicional mientras las personas luchaban por guardar las innumerables reglas, leyes y reglamentos que estos falsos maestros habían impuesto sobre ellos.

Yendo al corazón del asunto, Jesús ratificó el inmutable carácter de la Ley de Dios, al mismo tiempo que proclamó que guardar la letra de Ley no era suficiente. “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarés en el reino de los cielos” (Mat. 5: 20).

Puedo imaginar a la multitud cuchicheando: Si no son ni los escribas ni los fariseos, ¿quién podrá entrar en el reino? Jesús avanzó todavía más al quitar las capas de la conducta exterior y exponer las obras internas del alma. “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (vers. 27, 28). El Maestro continuó la incómoda tarea al abordar el divorcio, los juramentos, la violencia, la verdadera generosidad y el amor a los enemigos.

En busca de la reforma y el reavivamiento

Jesús estaba buscando reformar la manera en que su pueblo vivía diariamente. Anhelaba revivirlos al llevar el cielo a su corazón. Nuestra experiencia religiosa es de suma importancia, y debería tener la mayor prioridad al enfrentar los últimos días de la historia de la Tierra. Se nos aconseja: “Como pueblo, estamos tristemente desprovistos de fe y amor. Nuestros esfuerzos son del todo demasiado débiles para un tiempo de peligro como el que estamos viviendo. El orgullo y la complacencia propia, la impiedad y la iniquidad que nos rodean ejercen cierta influencia sobre nosotros. Pocos comprenden la importancia que tiene el rehuir, hasta donde sea posible, todas las compañías que no favorecen la vida religiosa. Al elegir su ambiente, pocos son los que dan la primera consideración a la prosperidad espiritual” (Testimonios para la iglesia, t. 5, pág. 215).

Jesús desea esa cercanía con nosotros. Después de todo, él fue quien, primero, formó a los seres humanos con sus propias manos e insufló el aliento de vida que los convirtió en seres vivientes. Él buscó reformar el corazón y la mente con el objetivo de que el carácter de las personas se transformara a su imagen. Esperaba revivir a sus hijos, al infundirles las bendiciones del cielo.

¿Tenemos menos necesidad hoy del reavivamiento y la reforma? Cristo sabe que, de muchas maneras, luchamos contra las mismas tentaciones que las personas que lo escuchaban. El Sermón del Monte es tan bello y poderoso ahora como hace dos mil años. De la pluma de la inspiración, leemos: “Cada frase [del Sermón del Monte] es una joya de verdad. Los principios enunciados en este discurso se aplican a todas las edades y a todas las clases sociales. Con energía divina, Cristo expresó su fe y esperanza, al señalar como bienaventurados a un grupo tras otro, por haber desarrollado un carácter justo. Al vivir la vida del Dador de toda existencia mediante la fe en él, todos los hombres pueden alcanzar la norma establecida en sus palabras” (El discurso maestro de Jesucristo, pág. 4).

El plan de acción para el reavivamiento

Nuestro Salvador anhela llenar nuestro corazón y nuestras iglesias con la paz y el gozo que se encuentran en el cielo. Al estudiar cuidadosamente su sermón, tal como está registrado en los capítulos 5, 6 y 7 de Mateo, encontramos el plan de acción para “El reavivamiento y la vida cristiana”. Es allí donde él revela más clara y distintamente lo que significa ser como él. Es en este discurso donde Jesús nos instruye en los valores que conforman el fundamento de su Ley, su carácter; valores que perdurarán para siempre: honestidad, pureza, bondad, amor altruista, generosidad y fidelidad.

Él desea que elevemos nuestra mirada mucho más alto que este mundo caído y transitorio. En lugar de buscar riquezas terrenales, donde “la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan” (Mat. 6: 19), el Señor nos invita a acumular “tesoros en el cielo” (vers. 20), que durarán para siempre. En lugar de buscar poder en este mundo, Jesús nos insta: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mat. 5: 16). Refiriéndose al temor por las necesidades pasajeras, Jesús nos anima a no preocuparnos, “diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? […] vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mat. 6: 31-33).

Una vibrante vida cristiana

Cuán sencillo y, al mismo tiempo, cuán profundo. Cuán directo y, no obstante, cuán desafiante. ¿Cómo podemos tener una vida cristiana vibrante? Colocando en primer lugar el carácter y el reino de Dios; nutriendo nuestra alma diariamente con su Palabra de vida (ver Juan 6: 53-58); y dedicando tiempo a conversar con él en oración sincera y privada cada día.

Al familiarizarnos con Dios por medio de su Palabra y de la oración, desarrollaremos una confianza perdurable en él, creyendo que quiere lo mejor para nuestra vida y deseando seguirlo donde nos lleve. Querremos servir a otros como Jesús hizo, llevando esperanza y sanación a donde vayamos. Nos daremos cuenta de la verdadera insignificancia de las cosas que el mundo tiene en alta estima, y querremos compartir la maravillosa historia de la redención con tantos como nos sea posible. A la par de esto, dado que nos interesamos genuinamente por el bienestar eterno de los demás, sentiremos la urgencia de proclamar a todo el mundo el mensaje especial de los tres ángeles, que se encuentra en Apocalipsis 14. Comenzando con “el evangelio eterno”, estos mensajes instan a adorar a aquel “que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (vers. 6, 7).

Pero “¿cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído”, si nadie lo comparte con ellos (Rom. 10: 14)? Uno de los aspectos más motivadores y gratificantes de vivir una vida cristiana renovada y vibrante es tener el privilegio de compartir a Jesús con los demás, tanto por medio de nuestras palabras como de nuestras acciones.

Durante esta Semana de Oración, animo a cada uno de nosotros a dedicar tiempo a la Palabra de Dios, cavando profundamente con la intención de encontrar el mensaje que él tiene para nosotros hoy, y dedicar tiempo a orar, pidiéndole las bendiciones que él anhela darnos; esas mismas bendiciones que expresó hace tanto tiempo en la ladera del Monte junto al Mar de Galilea. Las bendiciones provienen de vivir una vida como la suya hoy, las cuales nos señalan una vida de eternas bendiciones en la pronta venida de Cristo.

Preguntas para reflexionar

1. ¿Qué clase de Mesías esperaban los judíos y en qué difieren sus expectativas de las nuestras, mientras aguardamos la segunda venida de Cristo?

2. ¿De qué modo podemos tener “el cielo en nuestro corazón”?

3. ¿En qué forma Jesús estaba buscando reformar a los judíos, y de qué manera está buscando reformarnos hoy?

4. ¿Cuál es el fundamento de la Ley de Dios y cómo podemos construir sobre él?

5. ¿Qué significa tener una vida cristiana “reavivada”, y cómo podemos alcanzarla?

Revista Adventista de España