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Permita que Dios obre el milagro de Capernaúm en usted.

En la ciudad de Capernaúm, había un inválido que estaba deprimido, abatido y desamparado. Había caído en la desesperanza y perdido toda expectativa de recuperación. Lleno de un amargo remordimiento, sabía que su enfermedad era consecuencia del pecado. El suyo era un triste caso de enfermedad física, mental, social y es­piritual. Tenía la esperanza de que los líderes religiosos pudieran brindarle al­gún alivio; sin embargo, sus esperanzas se desvanecieron cuando, fríamente, lo declararon incurable. Impotente y desa­nimado, pasaba el día sufriendo por causa del dolor y el arrepentimiento. Entonces, un día, oyó hablar de Jesús. Se enteró de que otros, tan pecaminosos y desespe­rados como él, habían sido sanados. Sus amigos querían llevarlo a Jesús, aunque sus esperanzas decayeron cuando recordó que su enfermedad era resultado de su pecado. Lo que más deseaba era el alivio de la carga del pecado. Quería ver a Jesús y recibir la seguridad del perdón. No había tiempo que perder: su carne ya entraba en descomposición. Pidió a sus amigos que lo llevaran a Jesús, y ellos estuvieron encantados de poder ayudarlo (ver Mar. 2:3). ¡Qué maravilloso es tener amigos espirituales que nos ayuden a ver a Jesús!

Cuando el pequeño grupo llegó a la casa de Pedro, donde estaba enseñando Jesús, enfrentó un reto importante: la multitud
era tan densa que ni siquiera podían oír al Salvador. Trataron varias veces de abrirse camino, pero fue en vano.

Desesperado por ver a Jesús

El paralítico estaba desesperado. ¿Cómo podía estar tan cerca de Jesús y, a la vez, tan lejos? Estaba convencido de que Jesús era su única esperanza para recibir la paz y el perdón. Haría cualquier cosa para ver a Jesús. De inmediato llevó a cabo un plan bastante arriesgado, puesto que pidió a sus amigos que lo hicieran entrarar en la casa por el techo.

Marcos 2:4 indica que los amigos qui­taron una parte del techo. Imagine la confusión dentro de la casa de Pedro cuando el polvo y los escombros comen­ zaron a caer desde arriba. La Biblia dice: “Luego de hacer una abertura, bajaron la camilla en la que estaba acostado el paralítico” (NVI).

¡Una camilla atraviesa el techo y llega hasta los pies de Jesús! Jesús mira los ojos suplicantes del inválido. Entiende perfectamente la situación, ya que fue Cristo mismo quien le dió la esperanza. El hombre espera las palabras de perdón de Jesús. ¡Qué gran fe la de este hombre y la de sus amigos! ¡Una fe que atraviesa techos!

Marcos 2:5 registra las hermosas palabras de Cristo: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Estas palabras son como música para los oídos del inválido. La carga de la desesperación cae de sus hombros y, en su lugar, recibe la paz del perdón. “Con fe sencilla aceptó las palabras de Jesús como la bendición de una nueva vida. No presentó otro pedido, sino que permaneció en bienaventurado silencio, demasiado feliz para hablar. La luz del cielo se reflejaba en su semblante, y los concurrentes miraban la escena con re­verencia” (El Deseado de todas las gentes, pp. 239, 240).

¿Qué es más fácil?

Los egocéntricos líderes religiosos que están presentes intercambian miradas entre sí, recordando su rechazo antipático de este pobre enfermo. En sus corazones, acusan a Jesús de blasfemia y piensan que pueden usar esto como pretexto para condenarlo a muerte. Fijando su mirada en ellos, mientras lee sus pensamientos, el Salvador pregunta: “¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decirle: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo al paralítico–: A ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mar. 2:9­11).

El hombre se levanta de un brinco, con la fuerza de la juventud. La sangre dadora de vida corre por sus venas. ¡Qué maravilloso el amor de Jesús! ¡Él sana a los culpables de sus pecados y les ofrece una nueva vida! El mismo poder que creó la vida restaura a este hombre inmediata­ mente. La curación del cuerpo por parte de Cristo es evidencia de su poder para renovar el corazón.

Muchos buscan lo mismo

Hoy, muchos están paralizados por el miedo, la culpa y la preocupación. Se sienten desanimados e impotentes. Llevan cargas pesadas y andan en busca de alivio. “En todas partes hay corazones que claman por algo que no poseen. Sus­piran por una fuerza que les dé dominio sobre el pecado, una fuerza que los libre de la esclavitud del mal, una fuerza que les dé salud, vida y paz. Muchos que, en otro tiempo, conocieron el poder de la Palabra de Dios han vivido en lugares donde no se reconoce a Dios y anhelan la presencia divina.

“El mundo necesita hoy lo que necesi­taba mil novecientos años atrás, esto es, una revelación de Cristo. Se requiere una gran obra de reforma, y solo mediante la gracia de Cristo podrá realizarse esa obra de restauración física, mental y espiritual.

“Solo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien desea­ ba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Sígueme’ ” (El ministerio de curación, pp. 85, 86).

Seguir su ejemplo

Nuestro Salvador se interesa por todos nuestros asuntos, ya sean físicos, mentales, sociales o espirituales. Él quiere que prosperemos a través de nuestra relación con él, y que sirvamos mediante un minis­terio amoroso y compasivo, siguiendo su ejemplo. Jesús ministraba a la gente en las ciudades, en los pueblos, en los hogares, a lo largo del camino, junto a los pozos, y aun en la cruz. Él no tenía reparos en ir donde hubiera un alma que necesitara de la salvación. Si vamos a ministrar como Jesús, debemos hacer lo mismo.

Jesús iba donde estaba la gente. Si que­remos cumplir con nuestra vocación profética como iglesia remanente de los últimos días, tenemos que ir a compartir las buenas nuevas donde la gente esté, como lo hizo Jesús. Más del cincuenta por ciento de la población vive en las ciuda­des. Permítame hacerle un apremiante llamado: independientemente de cuál sea su trabajo, por favor, únase a su iglesia en la gran obra de alcanzar a los habitantes de las ciudades de este mundo. Siga el ejemplo de Cristo y llegue a las personas necesitadas donde viven las masas de población. Únase al pueblo de Dios en todo el mundo en la iniciativa especial de “Misión a las Ciudades”.

El libro El ministerio médico nos desafía: “No hay cambio en los mensajes que Dios ha enviado en el pasado. La obra en las ciudades es una obra esencial para este tiempo. Cuando se trabaje en las ciuda­des como Dios desea, el resultado será la puesta en operación de un poderoso mo­vimiento cual nunca se ha visto” (p. 403). Hermanos y hermanas, aún estamos por ver este “poderoso movimiento”. Debemos estudiar, orar, humillarnos y buscar la dirección de Dios, como pueblo, rogándole por el derramamiento de la lluvia tardía del Espíritu Santo, de manera que este “movimiento poderoso” ocurra. Quere­mos ver el regreso de Jesús. Este mundo se está desgastando, ¡y creo con todo mi corazón que la segunda venida de Cristo está a las puertas.

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Revista Adventista de España