¿Ha entrado la muerte como intrusa en tu hogar, ignorando las cerraduras de tus puertas y ventanas, arrebatando a un ser querido y dejando un asiento vacío? Déjame hablarte acerca del día cuando nunca más habrá un asiento vacío.
Todo el cielo estaba mirando. Los habitantes de otros mundos estaban observando. No se necesitaban telescopios. Con una visión perfecta miraban a través de la inmensidad del espacio, a través de los corredores siderales saturados de estrellas, más allá de las innumerables galaxias. Fijaban sus ojos en un pequeño, y aparentemente insignificante planeta. El foco de su atención era una tumba en un jardín. En esa tumba labrada en la roca, que atraía sus corazones, yacía el Hijo de Dios. Aquél en quien estaba la vida original, no otorgada ni derivada, descansaba en la tumba. No sin causa se percibía un extraño e indescriptible vacío en el universo de Dios.
Ya había pasado una noche solitaria, como suelen ser las noches, y los primeros rayos del sol comenzaban a brillar sobre uno de los más extraños días en toda la historia, porque Jerusalén era el epicentro de la acción ese fin de semana.
Parecía que en cada mente y en cada labio estaban los extraños acontecimientos del día anterior. Pequeños grupos de personas los repetían unos a otros, vez tras vez, preguntándose qué podrían significar. Los enemigos de Jesús de Nazaret finalmente habían logrado crucificarlo. Pero no había sido una ejecución común. Toda la naturaleza había protestado ante su muerte. El sol se había negado a brillar, dejando al Gólgota en una terrible oscuridad que golpeó el corazón de cada participante que observaba la cruz. Las burlas y las maldiciones habían sido silenciadas por un terror indescriptible.
Pero esa penumbra ya se había levantado de allí y había descendido sobre la ciudad. Ahora una luz había circundado la cruz. Y mientras Jesús pronunciaba sus últimas palabras, su rostro brilló con una gloria como la del sol.
Fue entonces cuando volvió la oscuridad. El terremoto al momento de su muerte fue lo peor de todo. Se escuchó un retumbo violento. La gente fue sacudida como en manojos. Reinó una gran confusión. Las rocas de las montañas vecinas se partieron, rodando con gran fragor hacia las planicies. La creación parecía sacudirse hasta en sus mismos átomos. Pero eso no fue todo. Hubo tumbas que fueron abiertas por el terremoto, arrojando al exterior los cuerpos que habían contenido. Y allí yacían sin ser sepultados porque nadie los sepultaría en sábado.
Y ¿qué decir de lo que había sucedido en el templo en el mismo momento cuando Jesús murió? Eso fue lo más espeluznante de todo. El gran velo, y las gigantescas cortinas que ocultaban el Lugar Santísimo de la vista del pueblo, habían sido rasgados de arriba a abajo por una mano invisible, revelando un vacío total. Nada había en su interior. La presencia de Dios había desaparecido. No había ya una nube de gloria. ¿Acaso no había anticipado Jesús, “vuestra casa os es dejada desierta“?
Había sido un día terrible, un día sin igual en la historia. En toda Jerusalén difícilmente había un corazón que no hubiese sido golpeado por un extraño sentimiento de culpa. Muchos, mientras la tierra temblaba y la caían las rocas, huyeron del Gólgota, golpeando sus pechos, tambaleando y cayendo al suelo. Aquellos que se habían burlado de Jesús mientras agonizaba, ahora estaban invadidos de un espantoso terror —el terror de que la tierra misma se abriese para tragarlos.
Entre la multitud había muchos que se habían unido al insano clamor de, “¡Crucificale!” Y ahora se preguntaban por qué lo habían hecho. Jesús no había hecho nada malo. ¿Qué mal podría haber en un toque sanador o en una palabra de perdón? Imagínalos, si puedes, regresando del lugar de la crucifixión y encontrando a un ser querido enfermo, quien desde su lecho doliente clamaba por Jesús. Piensa en la agonía de tener que decirle, “¡Lo crucificamos hoy, querido hijo; acabamos de hacerlo!”
Caifás había pasado una noche agitada. La dulce venganza que él esperaba de la ejecución de Jesús no se había materializado. Los enemigos de Jesús continuaban odiándolo, igual que antes, pero no sentían satisfacción alguna por haberle dado muerte. Temían al Cristo muerto más que al Cristo viviente. No se sentían conformes con los resultados de su día de labor.
Otros con sus mentes ahora abiertas por lo que habían presenciado, no habían podido conciliar el sueño. Habían pasado la noche con sus lámparas encendidas, estudiando los rollos de las profecías, decididos a no descansar hasta descubrir a cabalidad si Jesús, después de todo, podría haber sido el verdadero Mesías. Y ahora demandaban respuestas de sus líderes religiosos. Y esos líderes, tratando afanosamente de inventar respuestas mentirosas, parecían enajenados mentales.
La gente común también demandaba respuestas. La noticia del juicio injusto cundió rápidamente. ¿Por qué se guardaban en secreto los detalles de lo ocurrido? ¿Qué había hecho Jesús para merecer una muerte tan cruel, o siquiera la muerte? ¿Por qué habían crucificado al Sanador?
El Sanador nunca había estado en tanta demanda como aquel día. Un gran número de peregrinos estaba en Jerusalén en ese día cumbre del calendario religioso. La gente había traído a sus enfermos y sufrientes a las puertas del templo preguntando, “¿Dónde está Jesús de Nazaret”? Muchos habían viajado largas distancias para encontrar a Aquel que siempre sanaba a los enfermo y que aún resucitaba a los muertos. Por todas partes reverberaba el triste clamor, “¡Queremos al Sanador!”
No había nadie que sanara a los leprosos, nadie que hablara palabras de perdón, nadie que confortara al corazón quebrantado. Y los oficiales del templo mantenían un extraño silencio. La gente insistía en preguntar por Jesús. Estaban decididos a tener al Cristo viviente entre ellos otra vez. No aceptaban ni excusas ni impedimentos. Finalmente el atrio del templo fue despejado por la fuerza, la gente desalojada violentamente, y los soldados estacionados en los pórticos para rechazar a la multitud que venía trayendo a sus enfermos y sufrientes y exigiendo entrar. Es que ese atrio del templo, que durante tres años y medio había sido un lugar de bendiciones, había sido transformado ahora en un lugar de cruel rechazo. Se oían gemidos por las calles mientras los sufrientes morían deseando el toque sanador de Jesús.
Sí, se había producido un vacío en el universo. Y el gran vacío en Jerusalén desafiaba toda descripción. Era como si la muerte hubiese dejado una silla vacía en miles de hogares, todo porque Jesús, el Sanador, yacía descansando, con sus brazos cruzados sobre su pecho, en la tumba de José de Arimatea.
Finalmente cayó la noche poniendo fin a ese extraño y confuso día. Todavía Jesús descansaba. Y el Cielo observaba ahora con creciente anticipación, porque sus habitantes sabían algo que se ignoraba en la tierra. Los habitantes de los mundos no caídos, expectantes, todo lo contemplaban con profundo interés. Entre tanto, en este pequeño planeta, allí en el huerto, la guardia romana vigilaba, no porque esa tumba excavada en la roca les importara a esos encallecidos soldados, sino porque temían por sus vidas si llegaban a dormirse.
A los discípulos de Jesús sí les importaba. Insomnes, temerosos y sin esperanza, aguardaban algo, aunque no sabían exactamente qué. Deberían haber estado velando al lado de esa tumba solitaria a la espera del mayor milagro alguna vez prometido al hombre. En lugar de hacerlo, estaban escondidos en un aposento alto, con las puertas cerradas por temor a sus enemigos.
A veces pienso que si Jesús hubiera tenido un perrito, una mascota, aquel fiel acompañante habría estado allí, rascando aquí y allá esa gran piedra que había sido rodada a la entrada de ese extraño lugar donde los hombres habían dejado a su amo. Pero no, no había ningún perrito allí. No había discípulos. Aparte de la guardia romana no había observadores allí.
Y, sin embargo, ¡sí los había! Allí aguardaba una multitud de observadores. Una hueste de ángeles malignos estaba allí, decididos a mantener a Jesús encerrado para siempre en esa tumba sellada. Satanás estaba allí. Había ordenado a sus ángeles mantener sus posiciones, y no rendirse ante ningún asalto, porque bien sabía que si Jesús salía de la tumba, su propio reino estaría condenado.
Los ángeles de Dios también estaban allí. Ángeles poderosos guardaban la tumba en silencio expectante, esperando el momento cuando, alborozados, habrían de dar la bienvenida al Príncipe de la vida.
La noche avanzaba lentamente. La tierra giraba sobre su eje como lo había hecho por miles de años. Jesús todavía era un prisionero en esa pequeña tumba. La gran piedra todavía estaba en su lugar. El sello romano seguía intacto. Los guardias romanos mantenían vigilia. Jamás había habido un cautivo más seguro en manos de sus enemigos. Débiles hombres lo pensaban así.
Y ahora la hora más tenebrosa había llegado. Los primeros rayos del sol naciente estaban por desplazar las tinieblas nocturnas. Todo el Cielo esperaba con aliento suspendido. ¡Repentinamente llegó el momento esperado! El Padre habló y el ángel más poderoso del cielo se apresuró hacia la tierra. Con su rostro iluminado y sus vestimentas blancas como la nieve, partió las tinieblas en su trayectoria. Tan pronto como sus pies tocaron el suelo, éste tembló bajo sus pies.
Ya no importaba lo que Satanás hubiera ordenado. La hueste maligna retrocedió, y Satanás con ellos. Huyeron ante la aproximación de un sólo ángel, el ángel que había ocupado el lugar del caído Lucifer.
El poderoso ángel Gabriel se aproximó a la tumba, hizo rodar la gran piedra como si hubiese sido apenas un canto rodado, y se sentó sobre ella. Todo el cielo se iluminó con la gloria de los ángeles. Los guardias romanos cayeron al suelo como muertos. ¿Dónde estaba ahora el poder de Roma?
Aquellos endurecidos soldados temblando de temor vieron el rostro del poderoso ángel, y lo oyeron clamar, “Hijo de Dios, ¡levántate! ¡Tu Padre te llama!” Y entonces vieron al Hijo de Dios salir de la tumba y lo oyeron proclamar con potente voz, “¡Yo soy la resurrección y la vida!”
Todo el universo prorrumpió en gozo incontenible. Jesús estaba vivo. Débiles mortales habían tomado consejo, conspirado y planificado. Ellos tuvieron su día. Pero montañas sobre montañas nunca podrían haber retenido a aquel santo Prisionero en su tumba.
¿Notaste cómo se dirigió el ángel a Jesús? “Hijo de Dios, sal fuera. Tu Padre te llama“. Jesús era totalmente divino y totalmente humano. El era el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. El Jesús humano murió. Pero la divinidad no murió. El ángel llamó a la divinidad de Jesús, y el Jesús divino resucitó al Jesús humano. Jesús salió de la tumba por la vida que estaba en Él.
¿Suena esto extraño? Piensa otra vez en alguna de las cosas que dijo Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida.” Y recuerda lo que dijo de su vida, registrado en Juan 10:18: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar“. Este Jesús tenía poder para deponer su vida por su propia voluntad. Eso lo podemos entender. Pero también tenía el poder para volverla a tomar. Eso es lo que él dijo.
Solamente la divinidad pudo proclamar sobre una tumba vacía: “Yo soy la resurrección y la vida“. Solamente la divinidad pudo decir lo que se registra en Juan 6:54: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero“. Y solamente la divinidad pudo decir lo que está escrito Juan 14:19: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis“.
Jesús y su divinidad tenían poder para romper las cadenas de la muerte, y su resurrección no solamente es la prueba de su divinidad, sino que también es una demostración de su promesa de resucitar a nuestros seres amados.
¿Recuerdas aquellos cuerpos que fueron arrojados de sus tumbas en el momento en que Jesús murió? No fueron arrojados sin propósito. Al momento de su resurrección, Jesús los llamó a la vida.
¿Quienes eran esos resucitados? No lo sabemos, excepto que fueron elegidos de entre aquellos que a través de los siglos habían testificado por su Señor a costo de sus vidas. ¿Estaba entre ellos Abel, el primer ser humano en perder la vida? No lo sabemos. ¿O tal vez Juan el Bautista? No lo sabemos.
¿Por qué fueron llamados a la vida? Como una demostración del poder de Cristo para resucitar a sus fieles, y para asegurarse de que no habría dudas en cuanto a su propia resurrección.
Los guardias romanos, tambaleando como ebrios, con rostros pálidos como la muerte, se dirigieron a la ciudad, compartiendo su historia espectacular con todos los que encontraban por el camino. Estaban tan atemorizados que no podían decir otra cosa que la verdad. Pero entonces los enemigos de Jesús los sobornaron para que dijesen que sus discípulos habían robado Su cuerpo. Y, sin embargo, mientras ellos esparcían la mentira por la que se les había pagado, los resucitados, ellos mismos la evidencia, también iban en camino a la ciudad con la verdadera historia de la resurrección.
Imagina, si puedes, ¿qué habría sido encontrarse repentinamente con un gigante de los días de Noé, con tal vez 3 o 4 metros de altura? Causaría una fuerte impresión, ¿verdad?
Y creo que había más de una razón por la cual éstos fueron resucitados. Tras lo que Jesús había experimentado, después de dar su propia sangre para redimir a los hombres, ¿era acaso justo que tuviese que esperar otros dos mil años más para tener a algunos de ellos consigo?
Los discípulos de Jesús podrían haber ofrecido un relato vívido, un impactante testimonio viviente de la resurrección de aquellos mártires de siglos pasados. Pero, recuerda, los discípulos no estaban allí. Estaban escondidos en el aposento alto con sus esperanzas desmoronadas. Ellos se perdieron esa escena espectacular.
Mientras los discípulos lamentaban su desilusión, ¿qué sucedió con los enemigos de Jesús? Los sacerdotes, cuando oyeron el informe de los soldados romanos temblaron de temor. Sus rostros se volvieron rostros de muertos. A Caifás le fue imposible hablar. Pilato tembló cuando oyó las nuevas, y en terror se encerró por algún tiempo. La paz lo dejó para siempre y vivió como un miserable hasta el día de su muerte.
Los sacerdotes y dirigentes vivían presa de un temor continuo. Temían que al caminar por las calles, o aún dentro de sus mismas casas, pudieran encontrarse cara a cara con el Jesús resucitado. Barras y cerraduras no ofrecían protección contra el Hijo de Dios.
Pero en el cielo las alabanzas de gozo resonaban en un gran clímax que reverberaba de mundo en mundo. ¡Jesús estaba vivo! ¡Había resucitado!
Y Jesús, ¿qué de Jesús? ¿Cómo pasó el primer día después de su terrible prueba? Seguramente reunido con su Padre y con sus ángeles. Sí, . . . pero, espera. Había dos personas que lo necesitaban específicamente. Una era María Magdalena; María, quien había sido perdonada tantas veces; María quien había sido levantada a una nueva vid; María, quien con gran sacrificio personal había comprado un costoso perfume de alabastro y había volcado todo su contenido sobre la cabeza y los pies de Aquel a quien ella debía tanto; María, quien aún ahora estaba rondando la tumba, llorando inconsolablemente. Jesús debía sanar primero las heridas de María.
Y Pedro también necesitaba a Jesús, casi tanto como María. Pedro, quien lo había negado; Pedro, quien necesitaba saber que él era todavía parte del círculo íntimo, que aún era amado, y que aún se podría confiar en él. Jesús se encargó de esto.
¡Qué Salvador! ¡Y qué día! Antes que el día terminara, Jesús tomó tiempo para caminar con dos de sus seguidores en camino a Emaús, para darles un emocionante estudio bíblico personal. Y finalmente para completar el día, Jesús mismo fue al aposento alto donde sus más allegados estaban escondidos, y les trajo nuevamente la paz, una nueva esperanza, una nueva vida a corazones destrozados por la duda y la desilusión.
¡Nunca había habido un día tal! Y nunca lo habrá otra vez hasta que Jesús irrumpa por el cielo, iluminado con una gloria que este pequeño planeta nunca ha imaginado. ¿Recuerdas cómo la tierra tembló ante la aproximación de tan sólo un poderoso ángel, que vino para llamar al Hijo de Dios a la vida? Entonces piensa si puedes, cómo habrá de temblar este planeta rebelde ante la llegada de cada ángel del cielo, ¡decenas de miles y millones de millones de ángeles!
Las palabras nunca podrán describir la gloria del gran día de la resurrección, cuando Jesús llame a la vida, no a unos pocos, sino a cada uno de Sus Hijos que ahora duermen en el polvo. Las palabras nunca podrán describir la emoción de esa gran reunión. Y entonces sí, si nos hemos preparado, nuestro Señor nos tomará en esa nube de ángeles juntamente con todos los resucitados, con Juan y María y Alicia y Pablo, y todos los demás, y nos llevará al hogar. Sí, finalmente habremos llegado al tan anhelado hogar.
¿Te has dado cuenta que desde que Lucifer y sus ángeles fueron expulsados del cielo ha habido un lugar vacío allá? Sí, hay muchos lugares vacíos, sillas vacías, miles y miles de ellas que nunca han sido ocupadas desde entonces. El lugar de Lucifer fue ocupado por el poderoso Gabriel. Pero los otros lugares, las sillas de la hueste de ángeles que cayeron con su líder rebelde, están esperando ser ocupadas por hombres y mujeres, incluyéndote a ti y a mí. Y cuando esos lugares sean ocupados, en el cielo no habrá nunca más lugares vacíos. Y todavía más, mucho más: en el Cielo, en la morada de Dios, nunca más se derramará una lágrima, nunca más una separación, ¡nunca más un asiento vacío! ¡Nunca! Amén.
Foto: (cc) Jussi Mononen/Flickr. Esquina superior: Robert Costa.