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Uno de los valores más importantes que deberíamos transmitir a nuestros hijos, como parte inalienable del patrimonio de nuestra fe cristiana, es la convicción de la igualdad ante Dios de todos los seres humanos. En Cristo «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos sois uno solo en Cristo Jesús» (Gálatas 3: 28). El evangelio de salvación está destinado a todos los habitantes de la tierra, a «toda nación, raza, lengua y pueblo» (Apocalipsis 14: 6). Y esto se aplica a todas las situaciones humanas, incluyendo las más desfavorecidas y a todos los excluidos sociales: hambrientos, sedientos, extranjeros, desnudos, enfermos y encarcelados de todas las condiciones. El Señor nos dice que todo «lo que hicisteis por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, por mí lo hicisteis» (Mateo 25: 40).

La valoración en una familia cristiana del respeto a la dignidad de todos, y explícitamente a la de los excluidos y discriminados sociales, se suele expresar cotidianamente en todo lo que hacemos: en nuestro trato con los vecinos, con los extranjeros, con los pobres que encontramos. Este respeto se puede reforzar en la educación de nuestros hijos de modo más directo en la manera en la que intercedemos por los excluidos de la vida en nuestras oraciones familiares; en cómo hablamos con ellos sobre las situaciones de injusticia que abundan en nuestro mundo: víctimas de las guerras, exiliados, deportados, inmigrantes, marginados, etcétera. Pero, sin duda, lo que más les va a marcar es lo que nosotros mismos como familia hacemos en favor de los más desfavorecidos, nuestras contribuciones personales a obras humanitarias, nuestra colaboración con misiones, etcétera.

En nuestro caso personal, esta “intercesión activa” a favor de los marginados la aprendimos, en nuestras familias de origen sin ser muy conscientes de ello. Conchi se crió viendo a su madre preparar cestas de comida regularmente cada semana para llevarlas a familias en apuros, y recuerda como su madre le metía un billete en la mano y le decía que lo apretara bien para no perderlo y se lo entregara a tal o cual persona. (Por cierto que, el testimonio de su madre y de otra hermana de la iglesia, las únicas adventistas del pueblo, fue tan poderoso que, inspiradas por ellas, surgió en la parroquia un grupo de mujeres católicas que se propusieron ayudar también ellas a los pobres, avergonzadas de que las únicas que ayudasen a los marginados fueran las “protestantas”). Lo mismo vi hacer yo en casa de mis abuelos y de mis padres, sin darme cuenta de lo que eso representaba para ellos y para su economía hasta mucho más tarde. De modo que, en nuestro propio hogar, cuando vinieron los hijos, expresar nuestra compasión o nuestro respeto por los marginados, y asistir en la modesta medida de nuestras posibilidades a necesitados de todo tipo, creyentes o no, nunca fue algo deliberado: estaba ahí.

Cuando nuestro hijo menor tenía 4 años, una semana tuvimos que enseñarle para la Escuela Sabática un versículo de memoria que decía: «El ángel del Señor acampa en torno a los que lo temen; a su lado está para librarlos» (Salmo 34: 7). Pero él, que siempre ha sido muy independiente, cuando le pidieron que recitase el versículo de la semana, produjo su propia versión: “El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen… y de los que no le temen”. Aunque la maestra se quejó de que el niño no se había sabido el versículo y no le dio la estrellita con la que premiaba a los que lo repetían al pie de la letra, a mí me pareció preciosa su “versión inclusiva” de tan hermosa oración, puesto que se dirigía a un Dios que no discrimina a nadie. Y yo estaba encantado de que eso mi hijo lo tuviese tan bien asumido.

Justo al lado de nuestra casa vivía una joven pareja que tenían una niña un poquito mayor que nuestro pequeño. La niña, preciosa y muy inteligente, había tenido un grave problema al poco de nacer que le había dejado secuelas irreversibles a nivel psicomotor. A raíz de aquello, tenía grandes dificultades para andar y realizar los más elementales movimientos pero, gracias al tesón infatigable de sus padres, a la edad de 5 ó 6 años ya era casi autónoma. Recuerdo haber tenido que responder a muchas preguntas difíciles de parte de nuestro hijo sobre los problemas de Sandra, de manera que Hernán comprendiera que su lentitud y sus dificultades en el habla, así como su penosa coordinación de movimientos, lejos de merecer las burlas que suscitaban entre algunos de sus compañeros, merecían nuestra mayor admiración y todo nuestro respeto, porque representaban la victoria del esfuerzo abnegado de una niña inocente sobre las dolorosas injusticias de la vida.

Nunca supe qué efecto tuvieron sobre Sandra las candorosas oraciones de intercesión de nuestro niño, pero recuerdo con emoción el efecto visible que aquella interacción tuvo a la larga sobre nuestro hijo, que con una dedicación infatigable se ocupó de jugar con Sandra y de cuidarla durante largas horas en los años más hermosos de su infancia, actuando muy a menudo como “caballero defensor” de la pequeña ante las agresiones inconscientes de otros chiquillos.

Tampoco sé cuánto debe a la influencia del hogar, a esta “intercesión en acción” o a otras causas, la vocación temprana de nuestro hijo por la obra humanitaria. Pero, a medida que fue creciendo, cada vez se fue consolidado más su deseo de trabajar en favor de los marginados sociales, hasta concretarse en una doble maestría en derechos humanos y relaciones internacionales (en la escuela de las Naciones Unidas de Ginebra), y en una vida de servicio en favor de los discriminados y de los más desfavorecidos. Su profesión lo ha estado llevando a traves de diversas ONG (Organización Mundial contra la Tortura, Asamblea de Cooperación por la Paz, ADRA, Intermon OXFAM) de Ginebra a Madrid, de allí a Haití, de allí al Chad y Burkina Faso, y de nuevo a Haití, donde trabaja actualmente para la Cruz Roja Internacional en la reconstrucción de escuelas devastadas por el terremoto de 2010. Hernán suele recordarme que la definición de la religión verdadera según la Biblia es «atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones» (Santiago 1: 27).

Trabajando en el libro Para conocer al Maestro en sus parábolas, en la parábola del vecino inoportuno (Lucas 11: 5-8) descubrí que Jesús nos da una de sus más hermosas lecciones sobre lo que supone la intercesión a favor de los necesitados. El protagonista de la parábola, un viajero rendido en busca de alojamiento a altas horas de la noche, se encuentra en una situación muy incómoda entre dos amigos: uno al que él ha molestado con su visita inoportuna, y otro, a quien su amigo va a tener que molestar también para poder prestar la ayuda solicitada. La intromisión de la llegada de este “tercer hombre” que no tiene donde acogerse, y que llama a una puerta a deshora, viene a turbar la tranquilidad de los dos amigos. Aquí vemos gráficamente descrita en qué consiste, en grandes rasgos, nuestra función de intercesores a favor de los necesitados, aquellos que, de manera directa o callada, llaman a la puerta de nuestra conciencia pidiendo ayuda. Porque no todos solicitan nuestra ayuda del mismo modo. La mayoría jamás se acercaran a nuestras casas, y sin embargo también están representados por este viajero en apuros.

Ante las necesidades de los excluidos sociales, de los marginados, puede que, como el hombre de la parábola, nosotros mismos no dispongamos de los recursos requeridos, y que nos encontremos con las manos tan vacías como las suyas. Nuestra tarea de intercesión consiste precisamente en escuchar las necesidades de “nuestros amigos pobres” (o de “nuestros amigos los pobres”) para ir a buscar ayuda para ellos de parte de nuestros “amigos ricos” y, sobre todo, de nuestro “Amigo rico,” que es Dios mismo. Porque el buen ciudadano del reino de los cielos es a la vez amigo de Dios y amigo de los hombres. Ser cristiano es eso. Compartir las bendiciones que recibimos de nuestro Amigo rico con nuestros amigos pobres. (1)

Muchas veces pensamos que poco podemos hacer a título personal por los necesitados, aparte de interceder a Dios por ellos. Y nos limitamos a recordar piadosamente a Dios, en nuestras oraciones, las necesidades del mundo. Nos resulta mucho más fácil lamentarnos del problema de la pobreza en torno nuestro que desprendernos de un poco de lo que nos sobra para paliarla. Siempre es más fácil compadecernos en oración de los enfermos que ir a visitarlos, o mencionar a los excluidos sociales en nuestras plegarias que hacer algo en su favor.

Dios, que se deleita en dar, «de tal manera amo Dios al mundo que dio a su Hijo […]» Juan 3: 16), «ama al que da con alegría» (2 Corintios 9: 7). Y nos asegura que «hay más dicha en dar que en recibir» (Hechos 20: 35). Por eso se alegra sobremanera cuando, como buenos hijos suyos, reflejamos su generosidad y no le pedimos para nosotros, sino para otros que tienen menos.

«Nuestras mas bellas oraciones son aquellas en las que pedimos para dar. Sin embargo, la oración de intercesión –pedir a Dios por otros– no siempre basta para cumplir con nuestro deber. No podemos tomar a Dios a la ligera. Él, que nos da el pan, sabe muy bien lo que tenemos, lo que nos sobra, y lo que hacemos con lo uno y con lo otro». (2)

Por eso la intercesión en familia a favor de los marginados nunca debiera dejar en nuestros hijos la impresión de que le estamos pidiendo a Dios que intervenga en nuestro lugar. El problema de la pobreza, de la injusticia, de la discriminación o de la marginación, por muy poco que nos concierna personalmente, y por muy inocentes que nos consideremos frente a sus causas, no es algo ajeno a nosotros. Por eso, nuestras oraciones deberían decir, más o menos, algo parecido a esto: «Señor, al pensar en los pobres (en los excluidos, en los marginados, etc.) que nos rodean, te pedimos que nos ayudes a descubrir lo que podemos hacer por ellos, para intentar paliar en la medida de nuestras posibilidades esta situación de injusticia que tu aborreces y de la cual nosotros también somos en parte culpables por nuestra falta de solidaridad». (3)

Elena White nos recuerda que «debemos pedir bendiciones a Dios para poder comunicarlas a los demás. La capacidad de recibir es preservada únicamente al compartir. No podemos continuar recibiendo tesoros celestiales sin transmitirlos a los que nos rodean». (4)

Y en nuestras oraciones de intercesión en familia conviene recordar siempre que «la persistencia no tiene por objeto obrar ningún cambio en Dios, sino sensibilizarnos a nosotros y ponernos en armonía con él. Porque la verdadera solidaridad (o caridad) no es un impulso o un arrebato pasajero, que nosotros podemos generar a voluntad, sino un fuego interior, un imperativo categórico, que viene de Dios, y que nadie más puede suscitar y saciar». (5)

Notas:

1. Roberto Badenas, “El vecino inoportuno,” Para conocer al Maestro en sus parábolas, Madrid, Safeliz, 2002, pág. 90.

2. Idem, pág. 91.

3. Paráfrasis de Roberto Badenas, Encuentros, Madrid, Safeliz, 2010, pág. 101.

4. Elena White, Palabras de vida del gran Maestro, Mountain View, Pacific Press, 1971, pág. 108.

5. Roberto Badenas, Para conocer al Maestro en sus parábolas, Madrid, Safeliz, 2002, pág. 91.

Revista Adventista de España