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Vivimos en días complejos. Las presiones del liberalismo, el conservadurismo, el egoísmo, el Posmodernismo y otros “is­mos” muchas veces han consumido las atenciones y las energías de la iglesia, y de aquellos que la lideran. El mundo está complicado, las personas están confusas y las instituciones están en crisis. ¿Cómo debe enfrentar la iglesia esta situación? Nuestra única salida es recordar perma­nentemente la razón por la cual existimos. No podemos distraernos. Necesitamos estar alineados con los planes del Señor.

Pero ¿para qué existimos, realmente, como iglesia? Una rápida visión bíblica nos deja clara la respuesta. El texto más claro y conocido es 1 Pedro 2:9: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Aquí está la esencia: Dios nos llamó, como personas y también como iglesia, para usar todo lo que somos y tenemos en el cumplimiento de la misión de anunciar la salvación en Cristo Jesús.

Hay, además, dos versículos que pueden ampliar nuestra visión. Juan 17:21 y 23 presenta las palabras del mismo Cristo en su oración sacerdotal: “Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”. “Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado”. La repetición de la expresión “para que” refuerza la visión de que nuestra unidad debe ser fortalecida y vista por el mundo, con el objetivo de cumplir la misión de ofrecer salvación y esperanza.

No fuimos organizados para entretener­ nos, para construir lindos edificios, para concurrir a otras confesiones religiosas o para cualquier otra razón que no sea cumplir la misión de ser testigos vivos y modernos del Señor. Al fin y al cabo, “Dios no mandó que los pecadores busquen la iglesia, sino que la iglesia busque a los pecadores” (Bi­lly Graham). Esa misión es tan clara que debemos colocar todo el entusiasmo en su realización. “Si hay una cosa en el mundo en que debamos manifestar entusiasmo, que se manifieste en buscar la salvación de las almas por quienes murió Cristo” (Mensajes selectos, t. 1, p. 161).

En verdad, podemos ir más lejos, y afirmar que la iglesia no tiene una misión, sino que la misión tiene una iglesia. Dios tiene una misión para este mundo y la iglesia fue el medio que él decidió utilizar para cumplirla. Pero ¿qué misión es esa? Fuimos llamados con el propósito de pre­parar a un pueblo para el encuentro con el Señor. Eso incluye a los que ya están dentro de la iglesia y necesitan ser fortalecidos espiritualmente para que se multipliquen, y a los que aún están afuera, que deben ser alcanzados a través del testimonio de los que ya aceptaron al Salvador. Necesitamos profundizar a los de adentro y conquistar a los de afuera. Al fin y al cabo, esa es exac­tamente nuestra visión de discipulado, a través de la comunión, las relaciones y la misión. La comunión profundiza a los de adentro; las relaciones integran a los de adentro con los de afuera; la misión conquista a los de afuera.

Quiero desafiarlo a poner énfasis en la misión en todos los planes persona­ les o en los programas, las reuniones y los proyectos de su iglesia. A preguntar siempre: “¿Cómo podrá cualquier decisión contribuir efectivamente al cumplimiento de nuestra misión?” En una vida consa­grada y una iglesia comprometida, todo necesita transpirar misión. Al realizar una reunión de planificación, al realizar una construcción y al realizar una reforma en el edificio de la iglesia, debemos recordar para qué existimos.

Debemos trabajar para que nuestros grandes encuentros, los viajes que reali­zamos, las instituciones que tenemos, las inversiones que hacemos, los ambientes que preparamos, las comisiones que realizamos, en fin, todo, esté dirigido al cumplimiento de la misión. Me gusta decir, siempre que voy a la inauguración de cualquier edificio de la iglesia, que en nuestros predios hasta las paredes deben cumplir la misión.

Corremos el riesgo de entrar en una rutina formal, de acomodarnos a aquello que tuvo éxito en el pasado y perder el foco. Si su iglesia está corriendo ese riesgo, o viviendo esa realidad, David Livingston presenta la salida: “El mejor remedio para una iglesia enferma es colocarla en dieta misionera”. Como miembros o líderes, debemos ser ejecutores, promotores y defensores de esa visión, porque Jesús solamente volverá en nuestra generación si nos mantenemos fieles al cumplimiento de nuestra misión.

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Revista Adventista de España