Un sabio fue visitado por alguien que se puso a hablar mal de otro amigo del sabio, y este le dijo:
—Después de tanto tiempo, me visitas para cometer ante mí tres delitos: primero, procurando que odie a una persona a la que amaba; segundo, preocupándome con tus avisos y haciéndome perder la serenidad; y tercero, acusándote a ti mismo de calumniador y maledicente.
Si todos tuviéramos la misma actitud del sabio, no habría maledicentes. Para que una persona hable mal de otra, se necesita alguien que escuche. El que oye es tan culpable como el que habla. Como dijera de manera cómica Tito Maccio Plauto (251—184 a.C.), el autor de comedias latino:
Los que propagan el chisme y los que la escuchan, todos ellos deberían ser colgados: los propagadores por la lengua, y los oyentes por las orejas.
Maledicencia es sinónimo de calumnia, difamación, engaño, mentira, malicia y vituperio. La forma de lograr que se produzca la maledicencia es divulgando informes falsos o parciales, dando a conocer algún hecho de forma maliciosa o derechamente utilizando el chisme (Levíticos 19.16). La maledicencia es un pecado toda vez que vulnera los derechos de otras personas y se cae fácilmente en la mentira, aun cuando lo que se cuente, se crea que es verdad, el sólo hecho de difundirlo es señal de engaño, porque los seres humanos le agregan elementos que hacen que el rumor y el chisme se acreciente como levadura en el pan.
El mensaje bíblico
La Biblia lo llama testigo mentiroso o falso (Proverbios 12:17; 14:5) y expresamente se pronuncia en contra de su práctica. El salmista señala:
El que quiera amar la vida y gozar de días felices, que refrene su lengua de hablar el mal y sus labios de proferir engaños (Salmo 34.12—13 NVI). Texto que es repetido por Pedro (1 Pedro 3:10).
El texto une “días felices”, “amar la vida” y “gozar” con “refrenar la lengua”. Eso quiere decir, que quien no es capaz de controlar lo que dice respecto a otras personas, fácilmente perderá la tranquilidad y el gozo que produce vivir correctamente.
Otra sección señala:
No declares sin razón contra tu prójimo ni hagas afirmaciones falsas (Proverbios 24:28 DHH).
El apóstol Pablo, con la asertividad que lo caracteriza, exhorta:
Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia (Efesios 4:31).
No hay lugar a interpretaciones en este texto, la maledicencia puede tomar muchas formas y Pablo señala varias de ellas.
El apóstol Santiago es mucho más drástico:
Hermanos, no hablen mal unos de otros. Si alguien habla mal de su hermano, o lo juzga, habla mal de la ley y la juzga. Y si juzgas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su juez (Santiago 4.11).
En este versículo Santiago da un giro interesante al “hablar mal de los hermanos” al señalar que quien lo hace “habla mal de la ley” y se pone como juez de la misma. En otras palabras, no es esa nuestra función, en ningún caso.
El salmista se pregunta:
¿Quién, Señor, puede habitar en tu santuario? ¿Quién puede vivir en tu santo monte? (Salmo 15:1).
El legalista contestará: “El que guarda los mandamientos”.
El formal dirá: “El que asiste a la iglesia”
La respuesta del fariseo será: “El que se aparta de los pecadores”.
La respuesta bíblica a continuación es: El que no calumnia con la lengua, que no le hace mal a su prójimo ni le acarrea desgracias a su vecino (Salmo 15:3).
Contra el falso testimonio
Una vez más la constante bíblica, la religión se vive en relación con los demás y no en el ascetismo apartado, en el misticismo silencioso, en el formalismo orgulloso o en la actitud condenatoria del fariseo.
Una de las características que la Biblia da de los dirigentes de la iglesia es que no deben ser de “de dos lenguas” (1 Timoteo 3:8 RV00), “sin doblez” (RV60), dice otra versión. Me gusta como lo traduce la Nueva Versión Internacional: “Que nunca falten a su palabra”. Es decir, honestos, transparentes, que no tengan que andar dando explicaciones de algo que dijeron respecto a otras personas.
Uno de los mandamientos del Decálogo prohíbe expresamente el falso testimonio (Éxodo 20.16; Deuteronomio 5.20).
Incluso más, la invitación expresa de la Escritura es:
No des informes falsos, ni te hagas cómplice del malvado para ser testigo en favor de una injusticia (Éxodo 23.1).
Es decir, la Biblia entiende claramente que el dar informes falsos o calumniar, o simplemente expandir un chisme es ponerse de parte de los malvados y de la injusticia. El siguiente texto señala, como un corolario de lo que acontece a menudo: No sigas a la mayoría en su maldad (Éxodo 23:2).
En el pueblo de Israel, con el fin de evitar que se transmitieran informes falsos o testimonios incorrectos de una persona se exigía que al menos hubiera dos testigos para declarar (Números 35.30; Deuteronomio 17.6; 19.15–21). Muchos chismes de hoy no pasarían esa prueba.
Sin censura eclesiástica
El pecado de hablar mal de otros, a menudo no es motivo de censura en la iglesia. Nos gusta más dedicarnos a “pecados visibles”. De esa forma soslayamos nuestra propia culpa y responsabilidad en dicha situación, no obstante, al actuar así no entendemos el testimonio claro de la Escritura.
¿Por qué se habla tan poco de esta falta moral? Como señala acertadamente Daniel Tubau,[1] escritor, guionista, director, profesor y licenciado en Filosofía: Me temo que la verdadera razón de su poco uso es que ‘hablar de los demás’ es completamente equivalente a ‘hablar mal de los demás.
El mismo escritor afirma:
Del mismo modo que la crítica parece identificarse siempre con crítica negativa, sólo se habla de los otros para hacerlo mal. Yo conozco muchas personas que cuando elogian algo o alguien en realidad están criticando a quienes no son como aquel al que elogian.
Me parece completamente razonable. Muchos han entendido mal lo que implica “hablar de otros” o hacer lo que eufemísticamente la gente dice: “una crítica constructiva”, cuando a menudo son lejos, cuestiones destructivas.
Las personas que hablan mal de otros se convierten en rehenes de aquellos de quienes hablan, puesto que están constantemente pendientes de otras vidas, y de algún modo sutil, abandonan la propia y se estancan.
Blaise Pascal (1623-1662), el matemático, físico, filósofo y teólogo francés, en sus Pensamientos escribe: Nadie habla en nuestra presencia del mismo modo que en nuestra ausencia. La sociedad humana está fundada en este mutuo engaño.
Se puede entender esta actitud en el mundo no cristiano, pero no es posible aceptarla en quienes tienen a Jesús como modelo. En ese caso, es simplemente una acción maledicente que empaña la figura de Cristo. Un cristiano que habla mal de otros es una contradicción para el estilo de vida que pretende vivir.
Maldición y maledicencia
Desde el punto de vista sintáctico, maledicencia está vinculado directamente a la expresión maldición. La raíz latina expresa dos ideas “mal” y “decir”, en otras palabras, hablar mal de otros. Es interesante esta relación lingüística, puesto que cuando una persona hace uso de la maledicencia simplemente está maldiciendo su propia vida y la de otros.
Según Mariano Arnal,[2] deberíamos reemplazar la maledicencia por la “benedicencia”, es decir, aprender a hablar bien de otros, buscar, sin ser lisonjero, meloso, zalamero o adulador, exponer las bondades de las vidas de otras personas.
De cualquier persona se puede aprender a hablar bien y descubrir sus bondades.
Cuentan que un grupo de hermanas se reunía habitualmente para preparar ropas para darlos a los necesitados. Sin embargo, ellas tenían la costumbre de hablar mal de otros, siempre tenían algún motivo para criticar o contar algún chisme de algún miembro de la iglesia o algún conocido. Sin embargo, había una anciana que siempre que ellas hablaban daba alguna característica positiva del aludido. Las otras señoras solían molestarse mucho, porque con sus palabras cambiaba el ambiente y ya no era cómodo seguir hablando.
Un día se pusieron de acuerdo y dijeron:
—Tenemos que hablar de alguien que no tenga nada bueno.
—Del diablo —dijo una de ellas muy entusiasmada, y todas rieron con complicidad.
Así que en la siguiente ocasión esperaron que la anciana llegara y comenzaron a hablar de Satanás. Cada una daba su opinión y expresaban su molestia con las características más negativas que se les pudiera ocurrir. Todas miraban de reojo a la anciana que estaba tejiendo, a la espera de si iba a decir algo, cuando de pronto ella levantó la cabeza y dijo:
—¿Se han dado cuenta lo perseverante que es el diablo?
Siempre es posible hablar bien de las personas, cuando queremos y cambiamos nuestra actitud mental.
Resultados
Jorge Luis Alcázar del Castillo,[3] señala que:
El daño causado por la maledicencia es muy difícil de reparar. No siempre nos damos cuenta del perjuicio. Se agravia, ofende y calumnia con un desparpajo increíble, si preguntamos a un chismoso de donde ha sacado esas expresiones, responderá: ‘lo escuché’, ‘me dijeron’, ‘se comentó en una conversación’, ‘me lo contó un amigo’. En muchos casos la maledicencia se basa en afirmaciones sin sentido, pero una vez que han sido pronunciadas causan un daño difícil de reparar”.
Por esa razón, el religioso Francisco de Sales (1567—1622) calificaba a la maledicencia como “una especie de homicidio”, porque con la palabra se asesina la reputación de una persona, de forma gratuita y amparado en la más completa impunidad.
Pecado sin censura
Lamentablemente al interior de las congregaciones religiosas se suelen considerar este pecado como un mal menor o como una situación poco meritoria de condena. De hecho, la mayor parte de los grupos religiosos dan más importancia a los llamados “pecados de la carne” que a este tipo de situaciones que suele ser notablemente insidiosa y provocar mucho daño.
Jean Baptiste Poquelin, el dramaturgo francés más conocido por su apodo, Moliere (1622–1673) solía decir que “contra la maledicencia no hay escudo”. No estoy completamente de acuerdo, algo se puede hacer para detener esta lacra social.
Alcázar cita una historia que tiene a protagonista a Sócrates, las tres rejas:
Un joven discípulo de Sócrates llega a casa de éste y le dice:
—Escucha, maestro. Un amigo tuyo estuvo hablando de ti con malevolencia…
—¡Espera! —lo interrumpe Sócrates— ¿Ya hiciste pasar por las tres rejas lo que vas a contarme?
—¿Las tres rejas?
—Sí. La primera es la verdad. ¿Estás seguro de que lo que quieres decirme es absolutamente cierto?
—No. Lo oí comentar a unos vecinos.
—Al menos lo habrás hecho pasar por la segunda reja, que es la bondad. Eso que deseas decirme ¿es bueno para alguien?
—No, en realidad, no. Al contrario…
—¡Ah, vaya! La última reja es la necesidad. ¿Es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta?
—A decir verdad, no.
—Entonces —dijo el sabio sonriendo— si no es verdadero, ni bueno, ni necesario, sepultémoslo en el olvido.
¿Cuán bien le haríamos a las relaciones interpersonales cuando alguien nos venga con un chisme contestarle de esa forma? Si nos pusiéramos en campaña para evitar que nos cuenten chismes, estaríamos contribuyendo a detener este flagelo que sólo hace daño. No hay que olvidar que es tan culpable el que actúa con maledicencia, como el que escucha dichas charlas que destruyen la reputación del otro.
Conclusión
Antioco del Monasterio de Saba señala:
En ausencia del hermano no se debe hablar mal de él para difamarlo, aunque digamos la verdad. Esto sería maledicencia.
Es hora de comenzar a hablar de este pecado, y detenerlo, de otra forma seguirá destruyendo vidas y enturbiando las relaciones entre las personas.
Miguel Ángel Núñez, pastor adventista ordenado. Doctor en Teología Sistemática. Reside en España.
Imagen: Photo by Ben White on Unsplash
NOTAS:
[1] Daniel Tubau, “La maledicencia”. Online: http://www.danieltubau.com/ilsaggiatore/maledicencia.htm. Consultado en febrero del 2019.
[2] Mariano Arnal, “Maledicencia”. Online: http://www.elalmanaque.com/religion/lex-relig/maledicencia.htm. Consultado en febrero 2019.
[3] Jorge Luis Alcázar del Castillo, “La maledicencia, la calumnia y el chisme”. Online: http://www.grijalvo.com/Jorge_Alcazar/Maledicencia_calumnia_chisme.htm. Consultado en febrero 2019.