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La palabra «educar» proviene del latín educāre, que significa ‘criar, nutrir y alimentar’, y ducere, ‘guiar o conducir’. Resulta curioso que el primero requiera una acción desde el exterior hacia el interior, mientras que el segundo implique la transmisión de dentro hacia fuera. Sin embargo, aunque parezcan conceptos opuestos, son complementarios.

Una persona se educa en el momento en que recibe del exterior la información adecuada, la interioriza, convirtiéndola en conocimientos y la asimila para usarla en las circunstancias oportunas en su vida. Sin la integración del conocimiento en la mente será difícil su explicación y la utilización en situaciones prácticas.

Hablamos de educación como un proceso que se extiende a lo largo de toda nuestra vida. Tanto de manera consciente y voluntaria como de manera espontánea e involuntaria, el ser humano transmite y recibe información del exterior, tanto en el colegio, en la universidad, en el trabajo o en la iglesia como a través de amigos, conocidos, familia o redes sociales. Por lo tanto, nuestra educación será el resultado de la parte de información que interiorizamos y que guiará nuestras acciones.

En el ámbito cristiano, la educación no implica solo a las instituciones de enseñanza específicas, ya sea escolar o universitaria, sino a todos los espacios que favorezcan el aprendizaje del mensaje de Cristo y los principios de la Biblia, esto es, a los hogares y a las iglesias, entre otros (2 Timoteo 3: 16).

Por lo tanto, es aquí donde empieza el trabajo práctico. Si estamos convencidos de que cualquiera de estos ámbitos es el entorno propicio para el aprendizaje, debemos ser conscientes del papel activo que tenemos en nuestra propia formación y la de los que nos rodean. Si bien es cierto que tenemos una mayor influencia sobre las personas de nuestro entorno más cercano, como la familia, es importante entender que también contribuimos en la educación de cada persona con la que tenemos contacto y ejercemos en ella una influencia positiva o negativa.

Aunque hay áreas de la vida que cuentan con un principio y un fin concretos en el tiempo, la educación no conoce límites temporales. Es un proceso diario y progresivo de adquisición y fijación de conocimientos. Ya lo decía el rey David en los últimos años de su existencia: «Tú, oh Dios, me enseñaste desde mi juventud, y aún hoy anuncio todos tus prodigios» (Salmo 71: 17). Se trata del concepto actual de lifelong learning o educación durante toda la vida.

La educación en los hogares cristianos.

La primera escuela a la que acude cualquier niño es la familia. Es en el hogar donde se adquieren los conocimientos básicos sobre hábitos, conductas, culturas y moralidad. Para el que la recibe, el proceso de educación dentro de la familia es involuntario y se realiza mediante la observación y el mimetismo. Para el que la ofrece es voluntario: el adulto, de manera consciente, propicia el aprendizaje de un contenido determinado, orientado a cumplir un objetivo concreto, previamente establecido.

En la enseñanza involuntaria, la educación gira en torno a tres ejes:
• Los puntos de referencia: son los adultos, las normas y los valores que impregnan la vida familiar.
• El ejemplo: de adultos a niños o entre iguales.
• El amor: dependerá de los dos ejes anteriores. La presencia de amor en el hogar hará que los puntos de referencia sean padres, hermanos o abuelos por el ejemplo que aportan en el trato directo y no los amigos reales o virtuales, ni los personajes televisivos o cantantes.

La educación en valores se aprende en el marco familiar y se define como una «formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas de acuerdo con la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la que pertenecen»(1). La Biblia abunda en ejemplos de familias que apostaron por este tipo de instrucción, como las de Moisés, Jesús o Samuel, entre otros. Recibieron la mejor formación para la vida con sabiduría (2 Timoteo 3: 15).

Los valores siempre serán la clave para distinguir la educación real de una persona, de la formación intelectual, a la cual está unida. Por eso nuestro mayor interés ha de estar en la manera en que los transmitimos a nuestros hijos y, como padres y educadores, no deberíamos dejar de aprender.

En el marco de la educación en valores, la dimensión práctica adquiere una relevancia especial. Las investigaciones actuales apuntan a que las experiencias facilitan la fijación duradera de los conceptos en el cerebro. Resultará complicado que un niño asimile la información sobre un tema totalmente nuevo, sin la relación con elementos cercanos, de su entorno y de sus vivencias. No solo se conseguirá la adquisición del conocimiento, sino que este quedará fijado en su mente de forma más prolongada en el tiempo.

Muchas veces, el ritmo acelerado de la vida interrumpe el proceso de enseñanza de padres a hijos y, en esos momentos, son ellos los que nos hacen ver que no lo estamos haciendo bien. Para los pequeños de la casa, el tiempo parece correr más despacio, pero los valores que les hemos inculcado, como la oración y el respeto, seguirán en sus mentes y en sus hábitos independientemente del ritmo de vida que les marquemos. Como padres, esto nos invita a reflexionar, a recordar que la educación cristiana debería empezar en los pequeños detalles de la vida, sin dejar de perseguir la excelencia. Porque en el momento menos pensado, nuestros hijos se convertirán en nuestro apoyo y en nuestros consejeros.

La educación en el marco eclesiástico.

La iglesia es la segunda escuela en la que estudiamos. En el marco del proyecto iCOR, se define como un refugio, una comunidad intergeneracional que cuida de forma deliberada de sus jóvenes al asegurarse que todos se sienten aceptados y valorados y que, además, están involucrados; así podrán crecer espiritualmente como discípulos de Cristo junto a todas las generaciones.

Cada niño, joven o adulto es diferente, por lo que la iglesia cuenta con una gran variedad de capacidades, características, valores, culturas y etnias. El objetivo común es conseguir preparar la receta que Dios nos ha dejado, no de manera individual, sino colectiva. Es por eso que el ingrediente que aporta cada persona es imprescindible para que la receta salga bien. En la Biblia, Dios nos dio las instrucciones necesarias para que, desde el más joven hasta el anciano, todos tengan su lugar, su momento y su responsabilidad. Solo tenemos que seguir el Libro, para que la receta salga exquisita (Efesios 4: 11, 12).

Al igual que en las familia, los niños son una bendición en las iglesias, por lo que es nuestra responsabilidad ofrecerles el mejor cuidado, protección y educación. Necesitan contar con adultos a su lado, pero también necesitan verse apoyados por jóvenes y adolescentes que sean sus amigos. Muchas veces, una simple sonrisa marcará la diferencia un sábado cualquiera en la iglesia. Los jóvenes y los adolescentes tienen un gran potencial y muchos dones, pero necesitan sentirse valorados y apoyados para usarlos. Es aquí donde la iglesia juega un papel fundamental, al darles la oportunidad de desarrollar sus capacidades.

A menudo, los adultos pensamos que lo sabemos todo y damos por hecho que los jóvenes se equivocarán, olvidando que nosotros también pasamos por esa etapa y, aunque hicimos las cosas mal, contamos con oportunidades de trabajar y de desarrollar nuestros dones y habilidades. En diversas ocasiones, y puede que no tantas como debería, he dado las gracias por todas aquellas personas que Dios puso en mi camino, que me dieron la oportunidad de desarrollar mis dones y ponerlos al servicio de los demás durante la adolescencia. El secreto, una vez más, está en la colaboración de jóvenes y adultos con el fin de favorecer el enriquecimiento mutuo.

La formación es un concepto que parece externo y ajeno al lenguaje religioso. Sin embargo, nuestras iglesias deberían ser comunidades de aprendizaje que ofrezcan oportunidades de desarrollo en el entendimiento, en los dones y en los ministerios. El beneficio es múltiple e incluye desde la capacitación personal, hasta la educación en valores, lo cual supondrá una mayor implicación en el servicio para los demás, en este caso, en la iglesia. Por lo tanto, es importante invertir en la formación de la comunidad, pero en especial de los futuros referentes de nuestra iglesia, para que estén capacitados en todos los aspectos de la vida.

La educación formal.

La Iglesia Adventista cuenta entre su membresía con un gran número de profesores, que ejercen tanto en instituciones adventistas como en instituciones públicas. Son numerosas las ocasiones en las que, como docentes, nos damos cuenta de que la sociedad ha dejado en nuestras manos la responsabilidad de la educación, poniendo sobre nuestras espaldas su peso en todos los ámbitos: intelectual, moral y afectivo. Nos encontramos en las aulas haciendo el papel de profesor, de padre o de madre y de sociedad en general. Aunque no es nuestro cometido involucrarnos en la vida personal de nuestros alumnos, es importante recordar que nuestra actitud y empatía puede marcar sus vidas. Todavía me acuerdo de cuatro profesores que tuvieron un gran impacto en algunos momentos clave en mi vida.

Son muchas las ocasiones en las que nos encontramos delante de niños con situaciones familiares difíciles, para los que el concepto de «familia» no les transmite nada. O aquellos que, estando dentro de la iglesia, pasan desapercibidos, como si no existieran. En ambos casos, tú y yo tenemos la responsabilidad de influir de manera positiva en sus vidas. Es el privilegio que el Gran Maestro nos ha dejado a través de su ejemplo, con la promesa de permanecer a nuestro lado (Salmo 25: 4, 5).

¡Seamos referentes positivos que marcan la diferencia en la vida de los demás!

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(1) Oxford Dictionaries, consultado: 3 de diciembre de 2015.

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Para compartir

  1. En cierta ocasión, un niño presenció una actitud poco ética del líder de una congregación hacia los miembros de otra. Aquel niño, hoy líder de iglesia también, todavía recuerda ese incidente que le marcó para siempre, impulsándolo a no repetirlo. Es un ejemplo del impacto de nuestros actos en la vida de los más pequeños. ¿Podemos educar negativamente a alguien?
  2. En parejas, buscad ejemplos de cómo hacer que el aprendizaje sea significativo dentro de la iglesia. Después, en grupos de cuatro, compartid vuestras ideas y destacad la más relevante, para desarrollarla. Finalmente, cada grupo deberá presentar una idea práctica para la vida de los miembros de iglesia.
Revista Adventista de España