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“Tenemos el mejor gobierno que se puede comprar con dinero”, bromeaba Mark Twain. Es una cita que se repite con frecuencia hoy en Washington, DC. Sin embargo, por pegadiza que sea, a primera vista parece una afirmación poco probable.

El Gobierno Federal de Estados Unidos ingresa más de 3 billones de dólares anualmente. Las administraciones locales y de los estados obtienen 2,7 billones más. Pero la persona más rica del mundo, Bill Gates, posee sólo 76.000 millones de dólares (sólo el 1,3 por ciento de los ingresos fiscales obtenidos por las entidades gubernamentales de Estados Unidos). Si el señor Gates quisiera “comprar” al gobierno, y si estuviera dispuesto a entregar toda su fortuna, sólo el Gobierno Federal la agotaría en una semana y apenas notaría la diferencia.

Así que, ¿de qué hablaba Mark Twain cuando dijo que la gente puede comprar al gobierno?

El problema al que se enfrentan los legisladores es este: aunque controlan una enorme reserva de dinero, tan grande que es inmensurable, casi toda se dedica a gastos generales del gobierno como el ejército y la sanidad. Pobre del legislador al que se le haga la boca agua ante tal flujo intocable de dinero en sus mismas manos. Porque lo que tiene que hacer es ir a recaudar fondos para su campaña de reelección y para otros proyectos acariciados. Y un donante listo conoce la influencia que pueden tener las donaciones.

¿Por qué importa? Porque ¿recordáis ese gran flujo de dinero? Alguien tiene que decidir cómo gastarlo concretamente. ¿Qué compañía fabricará el próximo avión de guerra? ¿Qué normativa regulará la industria de armas cortas? ¿Quién será colocado en posiciones clave en el departamento que supervisa la industria farmacéutica? Y cada una de estas decisiones tiene un profundo impacto en las fortunas de las industrias y los particulares. Por eso muchos de los que están en el ajo creen que dar un poco de dinero a un legislador es una inversión muy inteligente.

¿Pero qué tiene que ver esto con nuestra fe? La “regla de oro” se aplica tanto en nuestra iglesia como fuera de ella. Recuerdas la regla de oro, ¿no? “Quien tiene el oro, hace las reglas”. Lo cual convierte el asunto de la recaudación de fondos en nuestra iglesia en una zona de arenas movedizas en la que muchas buenas personas han caído.

¿Pero cómo podría un donante influir en una iglesia que cada año recauda un total de cerca de 3.300 millones de dólares en diezmos y ofrendas? Del mismo modo que se influye sobre un legislador: los donantes aportan a proyectos que no se financian a través del sistema regular. Y los promotores de esos proyectos rápidamente pasan a ser dependientes de sus donantes. Los ministerios adventistas de sostén propio pueden ser todavía más vulnerables a las distorsiones derivadas de intentar contentar a los donantes ricos. ¿Quieres ver a un adventista bailar? Simplemente pon un gran donante que le toque la melodía.

Es necesario resistir al deseo natural de contentar a los donantes ricos. ¿Por qué?

En primer lugar, Dios no necesita grandes donantes para hacer grandes cosas. Actuó de modo mucho más grandioso cuando éramos pobres y teníamos pocos recursos que ahora que somos ricos. Nuestro déficit es espiritual, no financiero.

En segundo lugar, dar es un privilegio, no un favor. Tratar a un donante como si le estuviera haciendo un favor a Dios distorsiona gravemente la realidad.

En tercer lugar, tenemos que tener muchísimo cuidado en no dejar que el dinero nuble nuestro juicio o compre nuestra influencia. Hay una razón por la que la Biblia dice que el amor al dinero es la raíz de todo mal. Corrompe dentro de la iglesia de manera tan efectiva como corrompe fuera.

En cuarto lugar, la columna vertebral de nuestra iglesia no son los grandes donantes, sino la “gente pequeña” que es fiel año tras año, a menudo ignorada como la viuda que dio su blanca, mientras ponemos a las cosas el nombre de los pudientes, y les prestamos gran atención. El adventista medio da unos 190 dólares al año. No parece mucho, ¿no? Pero multiplícalo por 18 millones de personas y te saldrán miles de millones. Cuando damos preferencia a los ricos deshonramos la contribución sacrificada de los pobres.

En quinto lugar, el libro de Santiago dice que “pecamos” si damos trato preferencial a los ricos.

Dios no necesita nuestro dinero. Nosotros necesitamos darlo. Es un privilegio. Y cuando damos no debemos pedir nada a cambio. Y si alguien quiere donar a la obra adventista y recibir elogios o influencia a cambio, tenemos la obligación de decirle que no educadamente; no sólo para salvarnos nosotros, sino también para salvarlo a él.

Revista Adventista de España