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Los hijos no nacen de ti, nacen en ti

“Los hijos no nacen de ti, nacen en ti”. Escuché esta frase estos días, en una de las películas que vi en el vuelo más largo de mi vida, volviendo de Tailandia. Paré la película y la escribí en mi teléfono deseando, un día de estos, poder contarte la cascada de recuerdos que esta simple frase me disparó.

Y aquí estamos. He sobrevivido al Jet lag y a la vuelta a la rutina. Si tienes un rato, toma algo rico a mi salud y quédate aquí mientras te cuento algo muy personal, que por suerte puedo contar en pasado.

Miedo a la maternidad

Cuando nació mi primera hija la vida se me dio la vuelta. Tengo un recuerdo intacto del momento en el que me apoyé en el marco de la puerta de la habitación, al volver de dejarla en la cuna y pensé… “¿esto es para toda la vida?”. Tuve una sensación desesperante de claustrofobia y pérdida de libertad. Las hormonas no me dejaban pensar con claridad, es verdad, pero también es verdad que la mayor esclavitud la aportaban mis propias ideas sobre la maternidad. Mis propias exigencias y miedos.

Podría ahondar en la cantidad de sensaciones poco satisfactorias que recuerdo de aquellos meses. Sé que muchas mujeres disfrutan enormemente de esa etapa. Pero también es verdad que muchas sufren en silencio la culpa que les genera no cumplir con las expectativas sociales. Lactancia perfecta; noches de sueño ideales; comidas de purés impecables; “amor a primera vista”…. ¿Amor a primera vista?”… Para nada. Después del primer parto no sentí ese “amor”. Ni que era la mujer más feliz del mundo, como oía a la gente decir. Estaba asustada, confundida por la cantidad de mandatos sociales a los que no llegaba ni de lejos.

Tenía miedo de que no me quisiera

Logré sobrevivir a aquel oscuro primer año, a sus noches en vela, la lactancia, a los purés. La niña comenzó a caminar. La identidad de “madre” ya no me sonaba tan grande, pero seguía sintiéndome enajenada con ella.

El tiempo siguió pasando y mi primera hija ganaba autonomía, corría por todos lados, lo tocaba todo, comenzaba a hablar sin parar. Y ahora el temor estaba relacionado con la disciplina. Me aterraba no saber hacerlo; no lograr controlarla; las “rabietas” en público; la exigencia de que estuviera bien educada a ojos de los demás… Quería hacerlo bien.

Y entonces, un día, me vi a mi misma llorando desesperada. Me sentía alienada de mi hija. Era un pequeño ser al que debía corregir continuamente y que me cansaba muchísimo. Tenía miedo de que no me quisiera. La veía mirarme con una mirada extraña, desafiante, distante.

Siempre que me he visto desbordada, he recurrido a un libro que siempre me ha rescatado. Toda la vida ha sido así. Infancia, adolescencia, juventud, edad adulta… maternidad… siempre ha habido un libro que me ha ayudado a salir adelante. Y esta vez el libro que me rescató se titulaba “La maternidad y el encuentro con la propia sombra” de Laura Gutman. Y sí, había más sombra que luz en mi relación con la maternidad. Tenía muchísimo miedo de repetir mi propia historia familiar y de oírme decir, un día, a mi hija: “tu no me quieres”.

La amaría, sin importar nada más

El camino de la vida suele ser largo, y siempre es único para cada uno, pero cuando tenemos deseos de encontrar La Luz, ésta aparece. Y así, un día La Luz entró por la ventana de mi habitación y me dio un “zasca” en la nuca. Estaba acostando a la niña, la abracé un poquito y pensé, ojalá me quieras algún día. Y se iluminó mi pensamiento. Un espejo del tamaño de la habitación me reflejó. Yo percibía a la niña distante, poco afectuosa, reacia y que no decía te quiero. Y esa niña era yo. La Luz me siguió iluminando y entendí: “Da igual si ella me quiere algún día. Tengo que quererla yo, todo lo que haga falta y más, sin importar lo que ella haga o diga”.

Abracé a mi hija y le dije te quiero, creo que por primera vez, no recuerdo habérselo dicho antes hasta ese momento o al menos no tan segura de que eso era lo que tenía que hacer. ¡Casi dos años! Patético ¿verdad? Pues no sabía hacerlo. Le dije te quiero una vez más, y me costó un poquito menos. La niña me miró con una sonrisa y me dio un abrazo enorme. “Me quiere” pensé, tan insegura y tan niña como ella misma. Y entonces la luz siguió reflejándose en aquel espejo, y me inspiró a que el tiempo que dedicaba a temer, lo dedicase a amar.

“El perfecto amor echa afuera el temor” – me dijo suavemente La Luz, y entendí que era la voz del Espíritu Santo en mi interior. Y Aquel día me convertí, realmente, en madre. Ahora, ésta es mi identidad preferida. Todo el temor se transformó en pasión.

Los hijos no nacen de ti, nacen en ti

Comprendí entonces cómo es posible encontrar tantos padres de vientre y semen, pero no de corazón. Sus hijos no habían nacido en ellos. Un hijo nace solo cuando le hemos hecho hueco en el corazón. Y no todos tienen lugar para esto, en este mundo trastornado. El perfecto amor nace de un corazón sano. Un corazón transformado, y llenado de Amor, por Dios.

Librarnos del temor en la maternidad/paternidad, es librarnos de un gran peso inmovilizador. Y tal vez una buena meta para aplacar los fantasmas que nos imposibilitan disfrutar de nuestros hijos.

Maijo Roth. Coordina el Observatorio de Innovación Educativa en la Universidad Adventista del Plata. Autora del blog www.schoolandhome.es

Foto: Suhyeon Choi en Unsplash

Revista Adventista de España