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Este fin de semana no ha venido el pastor y lo sustituyó uno de los ancianos que dirigen la iglesia Reformada de Escocia. El hombre bien vestido, chaqueta, corbata con gusto y buena Biblia, se presentó a la congregación para dirigirnos en la Palabra de Dios. Mientras hablaba, concluía su frase dejando un suspiro “aahhh”. Al principio lo noté extraño, hasta ridículo, pero me di cuenta que lo que deseaba el predicador era darle una especie de “inspiración” a su sermón utilizando este “quejido”. Creía que las Escrituras necesitan “formas de hablar, entonaciones” para ser más inspiradoras. Lo cierto es que no logró su propósito.

Pocos saben que tengo un primo que es sacerdote católico. Buena persona y entregado. A veces me lo he tropezado y hemos conversado. Predicó en un servicio fúnebre de un familiar común, pero mi sorpresa fue cuando al hacerlo cambió su forma natural de hablar, por una más “tipo sacerdote”. Afinaba más su voz, más intelectual, como si se pusiera en su papel de predicador.

La naturalidad

Esto parece ser “una enfermedad común”, los vendedores ambulantes que nos traen cantidad de artículos milagrosos y utilísimos para todo tipo de cosas, al vendernos sus productos, usan formas características de hablar. Los comerciales de la televisión con productos para de adelgazar, quitarnos arrugas, fantásticos pegamentos para dentadura postiza, entre otros tantos, usan formas “usuales de hacerlo”.

Ojeando un libro sobre “cómo hablar en público” de hace algunos años, me sorprendió ver, que los mayores errores que tienen los oradores cuando se enfrentan a su público son básicamente dos: El primero de ellos era “el convencimiento total y real” de lo que se estaba hablando. Curioso ¿verdad? Nadie que se pone delante de un auditorio, si no tiene el pleno convencimiento de que está diciendo la verdad de lo que cree y siente, el público instantáneamente lo descubre. Se da cuenta de que lo que hablamos no es real, sino un simple papel copiado y medio leído. Algunos dicen que la expresión corporal de lo que decimos es un 90 % y las palabras el restante 10%. Y es cierto. Basta que recordemos cuantas veces nuestros hijos cuando son pequeños, nos dicen que “sí” a algo, y nosotros sabemos que no es cierto. Recuerdo a mi hija pequeña, Noemí, cuando le decíamos que no metiera las manos en la arena de las macetas y nos decía: “No papá, yo no lo hago, mamá no quiere”, y tenías las manos llenas de tierra negra.

El otro punto importante era la naturalidad. Los profesionales en la enseñanza del canto dicen que uno de los errores más comunes es el de intentar copiar y falsificar nuestra voz. No somos naturales.

Todos somos originales y únicos, es penoso que intentemos “ser copias baratas” de otros. Queremos copiar la nariz de Tom Crusie, el cuerpo de Jenifer Lopez, y para eso muchos usan la cirugía, implantes, estiramientos, buscamos la imitación, y “parecer ser” y no ser lo que somos. En eso se basa la mayoría de la industria dedicada a la moda y la implantología, e incluso los que quieren cambiar de sexo, quieren ser otros y no ellos mismos.

Todo esto viene de lejos

Dios nos lo dijo en el principio de la Biblia. Ya en Génesis nos advirtió de este error. “Tened cuidado con esto que es muy importante”. Después de la Creación, se nos presenta el hecho de la separación del hombre con Dios. El capítulo tres, nos narra cómo ocurrió y la pregunta que la serpiente le hace a Eva “tiene mucha miga, como el buen pan”.

Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió”. Génesis 3: 5, 6.

La cuestión planteada a Eva era: ¿Quieres ser “como los dioses”? ¿Quieres ser otra cosa y no tu misma? ¿Deseas parecerte a los dioses y no ser lo que eres? Y ella aceptó y tomó. Quiso parecerse a Dios y nos ser ella misma. El problema está en que al igual que Eva, cuando intentamos reemplazarnos por otra cosa, perdemos nuestra identidad, nuestra originalidad. Lo que realmente somos e intentamos ser es una burda copia de otros. Las copias no nos gustan, si compramos un reloj barato copia de uno auténtico, no le damos el mismo valor, o una camiseta de marca a la que le han cambiado algunas letras para que parezca otra, es simplemente una falsificación, sin embargo, nosotros imitamos a los demás.

Adán y Eva cometieron el error de no aceptarse a sí mimos como Dios los había creado y disfrutar de ello. Buscaron ser lo que no eran y se convirtieron en lo que no son.

Un buen amigo ya mayor, le aconsejaron ponerse una dentadura postiza. Uf, qué bien, poder comer, masticar, poder reírte con la boca abierta. ¡Sácate todos los dientes, buenos y malos y ponte una nueva! ¡Maravilloso! Así fue extrayéndose las piezas de su boca una a una, hasta que al final su boca parecía los volcanes de Las islas Canarias con sus cráteres en la parte superior.

Llegó el día que le tomaron medidas, le hicieron los pruebas y al poco tiempo su dentadura flamante. “¡Mira lo bien que estoy!,” comentaba. “Me alegro, te sienta muy bien”, le decían. Se reía para que todos le viéramos su nueva dentadura radiante. Al pasar los días, me lo encontré sin ella puesta. “Nada -comentaba- tienen que ajustármela un poco, porque se me movía”. Cuando pasaron unos meses solo se la ponía, para las bodas, bautizos. No la aguantaba, se le movía dentro de la boca y no podía masticar porque se le salía.

No digo que cuando sea necesario tengan que ponerse una dentadura postiza, nada más lejos de mi intención, pero sí es bien cierto, que nuestros dientes están diseñados a la perfección y aunque el hombre trate de imitar, o hacer algo parecido, nunca será igual que el original.

Se encuentran con facilidad vendedores de la palabra de Dios, pero nosotros actuamos por convicción; todo procede de Dios y lo decimos en su presencia, en Cristo.” 2 Co 2:17 (BLA).

¿Podemos caer en este error cuando predicamos y ser “vendedores de feria”? ¿Podemos convertirnos en meros “charlatanes” y decir cosas que no sentimos ni creemos?

Siento tristeza cuando recibimos una predicación como “Palabra de Dios” que no es viva y eficaz, que simplemente son palabras leídas sin profundidad, sin convencimiento. El impartir la Palabra de Dios es una gran responsabilidad que se trata con excesiva ligereza por muchos, buscándola en cualquier sitio, releyéndola un momento antes del servicio y solo para salir al paso del compromiso que se nos ha presentado.

Buscamos un culto de “otro”, revisamos en Internet, encontramos algo que nos gusta o parece interesante y lo presentamos a la iglesia. Los que están en los bancos como son sumamente educados al salir, siempre nos dicen, “¡extraordinario, me ha encantado su sermón!,” y no dan lugar a la crítica constructiva (no es el caso). Seguimos sufriendo esta misma apatía y nuestros corazones, después de una semana de luchas y problemas, se encuentran ante una Palabra de Dios sin vida y a veces oxidada por el poco trabajo que le hemos dedicado a su preparación y limpieza.

Nuestros corazones marchan más vacíos de lo que vinieron y, semana tras semana, nos encontramos con palabras repetidas, clichés o textos que los mismos predicadores no saben lo que significa.

Es una gran responsabilidad presentarse ante la iglesia para “entregarles la Palabra de Dios”. En cierta forma es la función que hicieron profetas, apóstoles, y el mismo Cristo. Estamos en su posición en ese momento y debiera ser algo tan preparado, “masticado”, creído y convencido, que nuestras palabras brotaran con la más profunda sinceridad y naturalidad de la realidad que estamos viviendo.

La Palabra de Dios hecha carne

Todos conocemos los textos del evangelio de Juan, las utilizamos muy a menudo para debatir con otros sobre la divinidad de Cristo. En el Comentario del Nuevo Testamento siglo XXI podemos leer:

“Entre los griegos, Logos solía significar el pensamiento o razonamiento del hombre. Como término filosófico, se refería al alma del universo, o al principio racional del universo. Todo lo existente provenía del Logos. Para el filósofo griego Heráclito, en el siglo VI a. de J.C., Logos, fuego y dios eran esencialmente lo mismo, es decir, la realidad última. Platón menciona el Logos muy poco, pues su preocupación era la distinción entre el mundo material y el verdadero, el celestial de “ideas”. Los estoicos, en cambio, consideraban el Logos como la Razón eterna, una fuerza impersonal, como el supremo principio del universo” (Comentario Siglo XXi, texto: Juan 1:21).

Juan sabía perfectamente lo que escribía, y usó un término ampliamente conocido por los griegos para enseñarles quién era ese Cristo que él predicaba. Ese “Logos” del que habláis como causa primera, el alma del universo y la realidad última, es Cristo, La Palabra. Usó un término conocido para explicar a Jesús.

Pero también es cierto, que esa Causa primera y última del universo nos enseña que “se hizo carne”. La Palabra de Dios cuando tiene siempre un sentido creativo, es para crear algo, y a la vez ser parte de ese Dios creador.

Jesús nos enseñó que tenemos que ser nosotros “Palabra de Dios”. No hay otra forma, igual que Cristo (La Palabra) se hizo carne, nosotros tenemos que experimentar a Dios en nosotros para poder impartir la palabra de Dios.

Durante años he estudiado inglés, y creía que podía hacerlo perfectamente, decía algunas frases hechas, expresiones. Pero la realidad de mi entendimiento del idioma fue cuando vine a Inglaterra, hasta que la experiencia real con los ingleses no la enfrenté cara a cara, no supe el estado real de mi aprendizaje.

El experimentar las Escrituras en mi vida es lo que me da la capacidad para predicar y hablar de Dios a otros, si no lo hacemos podemos caer en el error de ser simplemente “charlatanes” o usar palabrería barata sin decir nada, y Dios no se merece esto. Hebreos expresa que la Palabra de Dios “es viva y eficaz”, que las enseñanzas bíblicas hasta que no entran dentro de nuestro corazón, atraviesan nuestra alma, llegan a los rincones más profundos de nuestro cuerpo y ser y la “tocan desde dentro”, no podemos impartir a otros lo que Dios nos dice.

La Palabra de Dios tiene que penetrar en nuestras vidas y hacerse carne para que sea viva, si no es así, será paja inútil y aburrida que nos hará sufrir cada vez que nos presentemos en nuestras iglesias.

Cuando más cerca estamos de la presencia de Dios, es el momento en el que somos administradores de algo que se nos confía, “Su Palabra”. Esto no es para tomarlo a la ligera, con lo primero que encontremos y “cumplir” con la lista de responsabilidades de nuestra iglesia.

La próxima vez que nos toque dirigir una prédica, presentémonos delante de Dios de rodillas todo el tiempo necesario para que nos dirija y nos indique qué es lo que necesita y cómo hacerlo de la mejor forma. Nuestras iglesias, no se merecen menos, ante la responsabilidad que se nos confiere. Investiguemos por nosotros mismos para que Dios sea quien directamente nos hable y no utilicemos otras fuentes o cultos ya preparados. Después, de nuevo, oremos a Dios para que nos dirija.

Observemos a los creyentes cuando predicamos y no nos absorbamos tanto en “lo nuestro” de modo que solo pensemos en hacerlo bien y al final se nos quede dormida la audiencia, mirando el móvil o la hora a ver cuándo termina el sermón. Miremos atentamente sus ojos para ver si les interesa el tema o si están sufriendo pensando en cuándo termina.

Por último, hagamos un test de evaluación anónimo para dárselo a todos los que han asistido con sus observaciones, cosas que le gustan, las que no, si ha sido inspirador o no. Aprendamos, corrijamos y pulamos nuestros errores para seguir ofreciendo a Dios a nuestros miembros.

No hay cosa creada oculta a Su vista, sino que todas las cosas están al descubierto y desnudas ante los ojos de Aquél a quien tenemos que dar cuenta“. (Hebreos 4:13, NBH). Todos estamos desnudos ante su presencia. William Barclay dice que la palabra usada aquí en el original nos dice que debemos quitarnos el disfraz que llevamos, “la máscara” que nos oculta, para ser tal y como somos, los que originalmente Dios quiso que fuésemos. También se utilizaba el término cuando los cazadores ponían su presa colgada, se les quitaba la piel, y se veía su interior. Así estamos delante de Dios, sin máscaras, sin la piel, auténticamente desnudos ante su presencia. Otra cosa que nos dice el texto es que estos animales estaban agarrados y no podían moverse y expresa que Dios no se olvida de nosotros, nos agarra y no nos suelta y tenemos que mirarle cara a cara, a los ojos, desnudos, tal y como somos.

Dejemos de huir, de escondernos, de imitar y ser nosotros mismos, porque al final Dios nos pedirá cuentas no de lo que hemos hecho, no de lo que hemos hablado, sino de no ser nosotros mismos, por eso nos hizo así. Todo el proyecto de la salvación es para ser restaurados en lo que un principio debimos ser. En continuar la historia donde se quedó truncada en el Edén. Dios quiere que volvamos a ser lo que planeó para nosotros, por lo tanto, no imitemos. Dios nos ama precisamente porque nos hizo distintos, originales, naturales. No caigamos en el error de nuestros primeros padres. Nuestros hermanos lo agradecerán.

Imagen: Universidad de Oxford/Wikimedia Commons

Revista Adventista de España