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Carolina había sufrido un accidente que la había obligado a guardar cama durante varias semanas. Pero llegó el día en el que pudo sentarse en la silla de ruedas por primera vez. Era una hermosa mañana de invierno. El sol hacía resplandecer la nieve, que bajo su hechizo se transformaba en un regio manto blanco cuajado de joyas.

La mamá de Carolina acercó la silla de ruedas de la niña al gran ventanal, desde el cual ella podía contemplar el jardín. Vio los pájaros que saltaban sobre la nieve y las plantas cargadas de inmaculados copos. Pero de pronto sus ojos notaron unos huecos extraños en el suelo, bastante separados unos de otros, como si fueran las huellas que hubiera dejado alguien que hubiera andado en zancos.

-¿Qué serán esos huecos? -se preguntaba Carolina-. En eso vio que de uno de ellos salía una ardilla, la cual se sentó en el borde del hoyo y comenzó a roer unas vainas de arce que había extraído del túnel que había excavado en la tierra cubierta de nieve.

-Es inteligente -pensó-. Con esos túneles subterráneos puede ir de un lado a otro sin que le molesten las tormentas de nieve.

Carolina se hace amiga de la ardilla

Desde ese día, cada vez que Carolina podía sentarse en la silla de ruedas, cuando se cansaba de leer historias y de jugar juegos de mesa, pasaba muchas horas observando la ardilla del túnel y tratando de hacerse su amiga.

-Parece que ésta es la única ardilla que no se ha ido a dormir este invierno -le dijo a la mamá en una ocasión en que ella le había dado rosetas de maíz, cacahuetes y cortezas de pan para darle a la ardilla desde la ventana-. Debe estar muy hambrienta.

Cuando la nieve se derritió, Carolina le ponía las nueces y las semillas en la parte exterior del antepecho de la ventana. Y allí acudía la ardilla para comérselas. Entonces, después de varios días, Carolina comenzó a colocar las nueces en la ventana, pero del lado interior, y la dejó abierta. ¡Qué sorpresa tan hermosa fue ver a la ardilla, con sus ojitos brillantes, acercarse a la ventana, subir como de costumbre y finalmente entrar en la habitación, llenarse los carrillos de nueces y llevárselas luego para almacenarlas en sus escondrijos! Y así siguió Carolina poniendo las nueces del lado de adentro, y la ardilla viniendo a buscarlas, hasta que para esta última esa tarea llegó a ser la cosa más natural del mundo.

Cuando llegó la primavera y las lilas perfumaban el ambiente con su delicada fragancia, la mamá sacó a Carolina en su silla de ruedas al patio para que tomara sol. Allí la niña gozaba viendo cómo la ardilla saltaba sin temor al brazo de su silla de ruedas para buscar las nueces que le ponía.

Carolina se niega a intentar caminar

Al llegar el verano, la mamá animó a Carolina para que intentara caminar de nuevo, pero la sola idea de hacerlo aterrorizaba a la niña. Carola no era feliz. Sus compañeras venían a verla cada vez menos y Carolina pensaba que, debido al terrible accidente que había sufrido, tendría que quedarse para siempre en la silla de ruedas, sin poder volver a caminar jamás. Aquella idea le daba tanto miedo, que se resistía siquiera a intentarlo.

Pero tenía una amiga fiel que la visitaba diariamente, y ésa era la inquieta ardilla a quien Carolina le hablaba como si se tratara de una persona. Esta, aun cuando era muy tímida y se escondía cuando veía a otras personas, parecía sentirse cómoda en presencia de la niña.

Carolina salva a la ardilla… o al revés

Un día, Carolina vio que su amiguita trepaba a un árbol y luego descendía, saltaba a otro y, mientras lo hacía, parloteaba alegremente, como tenía por costumbre. Saltaba, feliz, de rama en rama. Pero aquel día la ardillita se fue a agarrar de una de las ramas superiores del viejo roble. Estaba tan seca, que cuando la pobre ardillita se aferró a ella se rompió, y el animalito cayó, quedando tendido en el suelo completamente inmóvil.

Carolina se asustó muchísimo. La llamó, pero la ardilla no se movía. De modo que, olvidándose de su propia condición, la niña se levantó de su silla de ruedas y cruzó el jardín en dirección a la ardilla. Allí se arrodilló levantó a la ardillita del suelo. Había caído desde una altura considerable, pero no presentaba ningún rasguño.

Incorporándose, la sostuvo en sus manos y le volvió a hablar. De repente se dio cuenta de que se encontraba muy lejos de su silla de ruedas.

-¡Caminé! ¡Yo sola! ¡Caminé yo sola! -exclamó-. ¡Nunca me hubiera imaginado que podría caminar otra vez!

Cuando la madre de Carolina la vio, por la ventana de la cocina, acudió corriendo para llevar la silla de ruedas hasta la niña.

Una oración contestada

-¡Cuando oramos para que pudieras caminar otra vez, nunca nos imaginamos que una ardillita contestaría nuestra oración! -exclamó la mamá, mientras ayudaba a la niña a sentarse de nuevo en la silla, para que pudiera descansar del esfuerzo.

-Oh, mamá…Ojalá que la ardillita se ponga bien -dijo Carolina sentándose en su silla, y colocando a su amiguita en su falda. El animalito respiraba, y pronto comenzó a moverse. No tenía nada roto. Tan solo estaba un poco aturdida por el golpe. Pero al poco rato ya se fue encontrándose mejor y, enseguida, se puso de pie en el brazo de la silla de Carolina, parloteando de nuevo y mirándola con aquellos hermosos ojos brillantes.

-Gracias por haberme ayudado a caminar -le dijo Carolina a su fiel amiga con un guiño, mientras esta se alejaba dando saltitos por el prado.

-¿Sabes mamá? -dijo Carolina mientras su madre empujaba su silla hacia el interior de la casa- A veces Dios responde a nuestras oraciones, y a las de quienes nos aman, de las maneras que menos imaginamos… Ya no tengo miedo de tratar de caminar. Sé que puedo hacerlo y voy a conseguir rehabilitar mis piernas totalmente. Perdóname por haberte disgustado no queriendo siquiera intentarlo.

La madre sonrió a la niña, y oró interiormente:

– Gracias Señor, porque incluso de las cosas malas que ocurren, Tú puedes sacar algo bueno y usarlo para bendición.

Autora: Ethelwin Culve. Historia enviada por Eunice Laveda y adaptada por Esther Azón. 

Foto: Qijin Xu en Unsplash

 

Revista Adventista de España