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Palabras de amor:

“Dichosos y santos los que tienen parte en la primera resurrección. La segunda muerte no tiene poder sobre ellos” (Apoc. 20:6, NVI).

Elsa miraba las hojas que caían y el césped que se moría. Veía extensas líneas de gansos que volaban por encima, mientras una fresca brisa soplaba por el valle, y la hacía temblar y moverse hacia su madre, en busca de calidez. “No me gusta el otoño”, dijo mientras colocaba las manos en los bolsillos. “Me preocupa”. “¿Te preocupa?”, repitió la madre. “¿Por qué?” “Por los animales”, afirmó la niña, señalando a los árboles y la pradera que las rodeaban. “¿Ves esas ardillas y los pájaros? ¿Y qué será de los zorros, los osos, las marmotas, y del ciervo de cola blanca? ¿Qué les sucederá cuando llegue la nieve? Se pone tan frío que el lago se congela, y toda la comida de estos animalitos desaparece. No tienen un hogar cálido y lindo como el que tenemos en casa. Todo lo que les queda es el bosque y la nieve. Eso no está bien”.

La madre se quedó pensando un momento. “Bueno, tienes razón”, dijo. “No tienen una casa grande como la nuestra, pero tienen a Dios. Cuando él creó este mundo, se aseguró de que todos tuvieran hogar. De hecho, la Tierra fue un gran hogar feliz para todos. Las personas y los animales vivían en las praderas o a la sombra de hermosos árboles, así como nuestros animales amiguitos de allí.

“Pero después de que el pecado entró en el mundo, Adán y Eva se construyeron su propia casa. Poco después, la gente ya se construía sus propias casas y ciudades, y vivía una vida muy diferente de la que Dios había ideado. Los animales, por su lado, continuaron haciendo muchas cosas como Dios las había planificado. El pecado trajo los fríos inviernos y muchos peligros a sus vidas; en especial, el peligro de los seres humanos. Pero los animales cavaron en la tierra, se hicieron madrigueras en los árboles y volaron lejos, en busca de lugares más cálidos. Muchos aprendieron a dormir en guaridas cómodas durante los meses del crudo invierno, mientras otros descubrieron cómo encontrar comida debajo de las montañas de nieve. Los animales viven en los brazos de la naturaleza, haciendo lo que Dios les enseñó a hacer: sobrevivir”.

La mujer hizo una pausa. “El mismo Dios que nos creó prometió protegernos, si se lo permitimos. Algún día, el cielo será nuestro hogar. Y, aunque el pecado está destruyéndolo todo ahora, allí estaremos, sanos y salvos. Aprenderemos más sobre Dios y lo adoraremos. Las aves, los osos, los zorros, las ardillas y los ciervos se unirán a nosotros allí, también. Seremos una gran familia feliz nuevamente”.

Elsa pensó por un momento y luego asintió.

La madre le sonrió. “Oye, ¿quieres ayudar a Dios a cuidar de los animales?” “¿En serio?”, expresó la niña. “¿Podemos hacer eso?”

“Claro. Vayamos a la tienda. Podemos comprar alpiste y maíz. Y cuando nieve, pondremos mucha comida para que las ardillas, los conejos, los ciervos y las aves coman. Podrán llevar algo de esa comida a sus refugios y cuevas, para más adelante. Claro que no será como en el Jardín del Edén, pero podemos amarlos y cuidarlos igual”.

Y eso es exactamente lo que hicieron.

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El próximo invierno, coloca algún comedero de animales en tu jardín. Muchos bichitos, y el Dios que los creó, estarán felices. Invita a tus amigos a que hagan lo mismo.

Revista Adventista de España