Juana I de Castilla protagoniza el “más hondo drama de la historia de Castilla, […] una mujer que, por amarga paradoja, es la primera reina de la unidad española, en la que toman realidad –triste realidad– las grandes ambiciones políticas de Isabel la Católica. Drama íntimo, que por afectar a su reina se extiende primero a Castilla, luego a España toda y a su inmenso imperio, que por pura fórmula administrativa se gobierna por su padre, su hijo y su nieto, en nombre de Doña Juana I, reina de Castilla, de Aragón, de Navarra, etc.
“¿Fue realmente loca? Los estudios retrospectivos, a la luz de la ciencia actual, ponen muy en duda que lo fuera […]
“¿Sin su cualidad de reina hubiera sido realmente loca? […] Sin la ambición de su marido, sin la ambición de mando de su padre, sin la despreocupación de su hijo […], la locura de Doña Juana no hubiese pasado de la benigna inquietud de cualquier mujer de todos los tiempos, un tanto imbuida de sus prerrogativas de señora exclusiva, que reprueba a gritos la poco ejemplar conducta de su marido”[1].
Los historiadores no se ponen muy de acuerdo en cuanto a la locura o anormalidad de la reina Juana y no son pocos los que la niegan. Sin embargo, eso no lo dice todo. Hay quienes han ido más allá tratando de explicar que fue una locura inventada por varias razones e intereses al mismo tiempo. Merle D’Aubigné, historiador de la Reforma, afirma: “La locura de Juana, inventada por interés de Roma, fue confirmada por su padre, su marido y más tarde por su hijo Carlos Quinto en su propio interés, y a fin de despojarla de la corona de las Españas, de Nápoles, de Sicilia y de otros Estados”[2].
Este autor suizo, Merle D’Aubigné, en su obra: Histoire de la Réformation en Europe, dedica todo un capítulo a la reina Juana, que comienza con estas palabras: “En medio de todas las víctimas que fueron inmoladas en España, en los Países Bajos y otros lugares por el fanatismo de Carlos Quinto y de los suyos, hay una, la más ilustre, sobre la cual un velo misterioso ha oscurecido largo tiempo la historia. Es su madre, la hija de Fernando y de Isabel, la reina Juana”[3].
Veamos algunos retazos biográficos que nos permitan valorar hasta cierto punto la importancia de estas palabras.
La juventud de la reina Juana
Juana nace en el año 1479, época en la que la nueva Inquisición, puramente española, comenzaba sus tan temidas funciones (el dominico Tomás de Torquemada fue nombrado inquisidor general para Castilla en 1483; en Aragón sería poco después). En Sevilla “se celebró el 6 de febrero de 1481 el primer auto de fe de la Inquisición española, en el que seis personas fueron quemadas en el poste, siendo predicado el sermón de la ceremonia por Fray Alonso de Hojeda”[4].
Aunque todavía no asistía la corte a los autos de fe, como en los tiempos de Felipe II, estas actividades constituían uno de los temas favoritos de conversación. ¿Qué pensaría de todo esto la infanta Juana? Dice el historiador: “El corazón compasivo, el carácter recto y todos los buenos instintos de la niña se rebelaban contra estos excesos de la fe romana, y se observó muy pronto que había en ella una oposición a las ideas favoritas de su madre. Un sentimiento íntimo se sublevaba en ella contra estos suplicios”[5].
Matrimonio con el archiduque Felipe.
Siendo muy joven todavía, a la edad de diecisiete años (en 1496), contrae matrimonio con Felipe, archiduque de Austria, soberano de los Países Bajos e hijo de Maximiliano I. “Poco después de su llegada a los Países Bajos, se observó como se desarrollaban en Juana los sentimientos que la crueldad de la Inquisición había hecho nacer en su noble corazón, la indignación contra los perseguidores y el amor de los perseguidos. Ella se encontraba, como se sabe, en las comarcas de los Valdenses, de los Lolardos, […] animados de una verdadera vida religiosa”[6].
Juana “no cumplía estrictamente sus deberes religiosos […] La reina Isabel envió uno de su confianza, el subprior de Santa Cruz, fray Tomás de Matienzo, a Bruselas para conocer a fondo toda la verdad”[7]. Dos fragmentos de las cartas enviadas desde Bruselas a los Reyes Católicos por Tomás de Matienzo serán suficientes para darnos cuenta de que, entre otras cosas, había cierta preocupación en España por la religiosidad de Juana:
“No sé si mi venida o su poca devoción lo causó, que el día de la Asunción aquí acudieron dos confesores suyos y con nenguno [sic] se confesó (16 de agosto de 1498)”[8].
Más tarde, el 15 de enero de 1499, diría: “Hay tanta religión en su casa como en una estrecha observancia, y en esto tiene mucha vigilancia, de que debe ser loada, aunque acá les parece lo contrario”[9].
En 1498 nace Leonor, que llegó a ser célebre en su tiempo por su extraordinaria belleza y cultura, primogénita de Felipe I, archiduque de Austria y duque de Borgoña, y de Juana I de Castilla. Dos años después, “el 24 de febrero de 1500, Juana tuvo un niño que llegaría a ser el emperador Carlos Quinto, y en medio de los magníficos presentes hechos al joven príncipe, destacó el de los eclesiásticos de Flandes que depositaron delante de él el Nuevo Testamento, espléndidamente encuadernado, y sobre el cual se encontraban inscritas en letras de oro estas palabras: Escudriñad las Santas Escrituras”[10].
El 7 de mayo de 1502, Felipe y Juana se encuentran en Toledo con los reyes Fernando e Isabel, después de un largo viaje desde el 4 de noviembre de 1501 que habían salido de Bruselas. Felipe no sabía una palabra de español y Fernando e Isabel no conocían el francés. ¿Quién fue el intérprete? Juana, la que llamaron la loca[11]. Lo cual demuestra que hasta ese momento no estaba muy mal de la cabeza. Posteriormente, el 3 de mayo de 1505, escribe una carta dirigida a Mr. de Vere, embajador de los archiduques en España, donde ya en las primeras líneas se lee: “allá me juzgan que tengo falta de seso, […] yo no me debo maravillar que se me levanten falsos testimonios, pues que a Nuestro Señor se los levantaron”[12].
La reina Isabel había fallecido en 1504 y el rey Fernando tomó la corona que por derecho pertenecía a su hija Juana. Felipe indignado se presentó con su esposa en España en 1506 y de los tres candidatos al trono pronto quedó solamente uno: el rey Fernando. En aquellas fechas, Felipe su propio esposo quiso recluirla por medio de votos y firmas, entre las cuales debía figurar la del almirante de Castilla, que se negó rotundamente a hacer algo que según su propia declaración iba contra su honra. Y Juana no fue recluida en esa ocasión.
Poco tiempo después moriría Felipe, según algunos envenenado; pero dejemos aparte las intrigas políticas y consideremos el memorial del Dr. de la Parra sobre la enfermedad y muerte del rey Felipe. Este hombre de ciencia hace una crónica del curso de la enfermedad del Rey, que duró ocho días, según el informe facilitado por el equipo de médicos que lo atendieron. Estuvo viendo a D. Felipe el último día de su vida durante cinco horas y, al mismo tiempo, pudo observar los cuidados de la reina Juana, diciendo: “En las cinco horas que allí estuve, vi a la Reina mi señora estar allí con tino mandando lo que se hiciese y haciéndolo y hablando al Rey y a nosotros, y tratando al Rey con el mejor semblante y tiento y aire y gracia que en mi vida vi mujer de ningún estado”[13].
Nadie dudaría en decir que esta actitud, no solamente es extraña en una persona loca, sino que más bien corresponde a una persona inteligente que ama profundamente. Dice Merle D’Aubigné: “el rey Fernando, el archiduque Felipe y el emperador Carlos Quinto, que ella no cesó de amar y que Dios le había dado por protectores, le han quitado sus reinos, le han echado en una prisión y le han hecho dar tormento. Para colmo de infamia, ellos han extendido el rumor de que estaba loca. Ella ha mostrado una notable inteligencia, […] bien por encima de su padre y de su marido, si no de su hijo, que tuvo de ella y no ciertamente de su padre, sus grandes capacidades”[14].
[1] Introducción a la conferencia presentada por N. Sanz y Ruiz de la Peña ante la Asociación Española de Amigos de los castillos de Madrid, con el título: “Doña Juana I de Castilla”.
[2] Merle D’Aubigné, Histoire de la Réformation en Europe, t. VIII. Paris: Calmann Lévy, Editeur, 1878, p. 168.
[3] Ibid., p. 159.
[4] Kamen, Henry, La Inquisición española. Barcelona: Ediciones Grijalbo, 3ª ed., 1972, p. 47.
[5] D’Aubigné, op. cit., p. 161.
[6] Ibid., p. 162.
[7] Pfandl, Luis, Juana la Loca. Su vida, su tiempo, su culpa. Madrid: Espasa Calpe, 1932, p. 67.
[8] Rodríguez Villa, Antonio, La reina Doña Juana la Loca. Madrid: Librería de M. Murillo, 1892, p.32.
[9] Ibid., p. 34.
[10] D’Aubigné, op. cit., p. 163.
[11] Cf. Pfandl, op. cit., p. 73.
[12] Rodríguez Villa, op. cit., p. 110.
[13] Ibid., pp. 441-444.
[14] D’Aubigné, op. cit., p. 160.
Autor: José Antonio Ortiz. Doctor en teología y profesor emérito de la Facultad Adventista de Teología (FAT) en España
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