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Era una noche de ventisca y afuera llovía a cántaros, pero en la habitación de los mellizos Ana y Alberto, de la familia López, se estaba caliente. Los niños estaban arrebujados en esponjosas colchas y había una agradable luz encima de la mesilla situada en el centro, entre las dos camitas. Los niños no tenían sueño y se encontraban inmersos en una disputa que había comenzado aquella misma tarde, en la plaza.

– No tienes razón, Miguel, el futbol es también un deporte para chicas -insistía Ana, quien se las daba de ser una excelente portera –

– ¡De eso nada, es solamente de varones! Lo que pasa es que sois unas “copionas” y queréis hacer todo igual que nosotros. ¡Las chicas deberíais estar jugando con vuestras muñecas y dejarnos el fútbol a los chicos!

En ese momento entró en la habitación el benjamín de la casa, Miguel, arrastrando su osito de peluche y restregándose los ojos. Tenía miedo de los truenos, y sin decir nada, se subió a la cama de Ana y se abrazó a ella.

La mamá de los niños llegó minutos después, alertada por la riña de los hermanos, que se escuchaba desde la cocina. Se acercó a los pequeños para arroparlos, como hacía cada noche, y darles las buenas noches.

– ¡Mami! ¿Querrías contarnos un cuento, antes de dormir?- dijo Ana, mimosa, dando por zanjada la conversación con su hermano. ¡Para qué discutir con un “cabezón” como Alberto… diga lo que diga, no va a entrar en razón… pensó-

–¡Si mamá, por favor, una historia para conciliar el sueño! – añadió Alberto para apoyar a su hermana, y que viera que no le guardaba rencor… aunque estaba claro que él tenía razón-

–¡Claro que si! -dijo la madre arropando a la niña y colocando al pequeño Miguel en su regazo – Os contaré la historia de Juan, su caballo Alazán y la tormenta.

Los niños permanecieron muy atentos, pues sabían que se avecinaba una historia interesante.

– Juan vivía en una pequeña aldea del Pirineo catalán, y su mejor amigo era un caballo castaño llamado Alazán. Era un animal realmente precioso, de color castaño y muy inteligente. Cuando Juan tenía que viajar a algún lugar, se montaba a su grupa y sabía que podía dormir tranquilo, porque Alazán se sabía el camino. 

–¿Y no se caía? –Preguntó Alberto, preocupado-.

–¡Por favor, Alberto, no interrumpas a mamá o no me voy a enterar de nada! – le regañó cariñosamente Ana- ¡Sigue mami!

– No, Alberto, no se caía. Tenía mucha práctica y Alazán caminaba despacio cuando sabía que su amigo estaba dormido -explicó la madre-

–¿No tenía coche? – Preguntó Ana con los ojos muy abiertos- Llegaría más deprisa…

–¡Ajá! ¿Quién interrumpe ahora? – dijo Alberto tirándole la almohada a su hermana, con una pícara sonrisa-

–No, Ana… -respondió la mamá, con infinita paciencia- en aquella época había muy pocos coches y eran muy caros.

Todos los días, Alazán llevaba a Juan al colegio por unos caminos muy peligrosos. Pasaban por riscos y montañas, bajaban laderas, vadeaban ríos, pasaban por un peligroso desfiladero… Juan era el único niño de su aldea, pero sabía que era muy importante ir a la escuela. De mayor quería ser veterinario, y sabía que para eso tenía que estudiar.

Aquella tarde Juan se había entretenido más de lo normal en la biblioteca de la escuela, y se le había hecho de noche. Alazán estaba un poco más nervioso de lo normal, y el niño lo achacó a la hora que era. Ciertamente se le había hecho muy tarde, y el Sol ya pintaba el horizonte de colores anaranjados. Colocó los libros en las alforjas que el caballo llevaba a ambos lados y comenzó su regreso a casa.

Pero a mitad de camino se desató una terrible tormenta. Tan fuerte, que Juan no podía ver nada de lo que tenía justo delante de si. El niño confiaba en su amigo, que seguía avanzando guiado por su instinto, pero tenía mucho miedo y estaba calado hasta los huesos. Deseaba, con todas sus fuerzas llegar a casa, y se imaginaba la chimenea encendida, calentita… y a su madre preocupada.

Terribles relámpagos cruzaban el cielo, y los truenos retumbaban que daba miedo. Entonces, Juan comenzó a orar. Sabía que Jesús siempre le hacía sentirse mejor cuando tenía miedo. 

De pronto, Alazán se negó a avanzar y quería dar la vuelta. Juan no entendía nada. Tenían que llegar pronto a casa, no era momento para juegos. Apretó los flancos del animal  indicándole que debía seguir adelante, pero Alazán estaba determinado a girar. Le gritó, pero el caballo no avanzó ni un milímetro. Finalmente, Juan permitió que el animal volviera sobre sus pasos, y ambos se refugiaron debajo de los salientes de unas rocas.

– ¡Alazán! ¡Si nos quedamos aquí me voy a enfermar! -dijo el niño muy enfadado, mientras le quitaba al caballo la manta que siempre colocaba debajo de la silla de montar, para que fuera más cómoda para el animal, y se tapaba con ella-

Las horas pasaron y Juan se quedó dormido en una esquina, debajo del risco, tapado con la manta.

Al amanecer, Juan tuvo que pedir perdón a Alazán. El animal le había salvado la vida. No avanzaba porque simplemente no había camino. Lo que antes era un desfiladero, ahora era un precipicio. Con la tormenta, la tierra se había movido y delante de ellos había una caída de decenas de metros. Debían volver atrás y buscar otro camino.

A la mañana siguiente el sol brillaba, pero Juan no había regresado. Su mamá había estado orando toda la noche por su pequeño y, ciertamente, estaba muy preocupada.

–¡Claro! Como en aquella época no había móviles no podía llamarle… por eso estaba preocupada… -exclamó Ana, muy segura-

–Si Anita… así es – confirmó la mamá a su sabionda hijita, que sonreía orgullosa-

–Bueno, y ¿qué pasó entonces? Sigue mamá… -dijo un ansioso Alberto-

–Mientras la mamá preparaba el desayuno, llegó Juan.

Alazán se fue, tranquilamente al cobertizo, donde sabía que tenía su comida de heno y avena, mientras Juan corría a los brazos de su madre.

–¡Pasé mucho miedo anoche con la tormenta; estoy muy contento de poder abrazarte, mamá! -dijo Juan apretujando a su madre con todas sus fuerzas- Si no fuera por Alazán, no hubiera podido volver a casa. No sabes lo que nos pasó…

Juan narró a su madre cómo Alazán no quiso caminar más y cómo gracias a eso, estaban vivos. El corazón de la madre se llenó de gratitud para con el animal, y para con el Señor, que los había protegido a los dos.

– Si mamá, cuando Alazán y yo llegamos al desfiladero, él se detuvo. Le insté a que siguiera adelante, pero se negó a moverse. De manera que no me quedó otro remedio que dar la vuelta y cobijarme en un risco. La verdad es que estaba muy molesto con Alazán….  hasta esta mañana, cuando me di cuenta que en lugar del desfiladero ¡había un precipicio! Si el bueno de Alazán hubiese seguido adelante, como yo quería, nos habríamos matado. Sé que Jesús estuvo allí para ayudarnos y que él hizo que Alazán se negara a avanzar.

–¡Fue un ángel, mamá, estoy seguro! – dijo Alberto- ¡Como cuando un ángel cerró la boca de los leones para que no se comieran a Daniel, en la Biblia! ¿Recuerdas? ¡Seguro que allí había un ángel que le dijo a Alazán que había un precipicio, y que si seguía se caerían al vacío ¿verdad?

–Es muy posible, Alberto- aceptó la mamá- Desde luego, el Señor cuidó de Juan y de Alazán aquella terrible noche de tormenta, ¿queréis que oremos para que el Señor mande también a sus ángeles para que os cuiden esta noche?

–¡Zi mamá! -dijo el pequeño Miguel medio adormilado.

Tras la oración y los besos de buenas noches, la mamá se inclinó para apagar la lámpara de la mesilla.

–Ana… -dijo Alberto, con una vocecilla apenas audible-

–Dime -dijo Ana-

–Lo de que las niñas no podéis jugar al fútbol… igual estoy equivocado y tu tienes razón… No quiero ser como Juan y empeñarme en algo de lo que no estoy realmente seguro…

Ana sonrió mientras su madre cerraba la puerta de la habitación, con el pequeño Miguel en brazos. El niño dormía plácidamente, sabía que los ángeles le cuidaban.

Aprendizaje

Esta historia nos muestra que:

  • No podemos enrocarnos en nuestras propias ideas, debemos tener en cuenta que podemos estar equivocados y el otro tener razón. Como Juan cuando quería avanzar y gritó al caballo, a veces, aun estando muy seguros, podemos errar. Parecía que Alazán se equivocaba al no querer moverse e intentar girar, pero era él quien hacía lo correcto.
  • El Señor dirige nuestros pasos por el camino correcto, si se lo pedimos.
  • Dios cuida de nosotros. Si oramos y pedimos Su protección, Él enviará a Sus ángeles para que nos guarden. Podemos estar seguros de ello. No tenemos que tener miedo a nada, si Jesús está con nosotros.

 

Autora: Esther Azón. Teóloga y comunicadora. Productora TV, guionista y redactora web en HopeMedia. Editora de la Revista Adventista en España. 

Foto: Kelly Forrister en Unsplash

Lic. Teología & Comunicadora Editora Revista Adventista Productora radio y TV/ Redactora Web en HopeMedia Edit/coordin. Quecurso.com

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