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A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de viajar por los cinco continentes. En todos ellos me he encontrado con niños de toda raza, lengua y condición social, niños en toda clase de situaciones: unos en circunstancias de suma pobreza y otros en obvio bienestar social. Pero todos niños al fin y al cabo. Niños que reían y lloraban; niños alegres y tristes. Niños capaces de disfrutar con lo mínimo, en medio de adversidades, jugando con una lata al fútbol como si de una pelota se tratara; y niños nadando en la abundancia, aburridos sin saber con qué juguete divertirse. Y en todas las circunstancias, un denominador común: niños que se expresan con naturalidad, desde su fragilidad y dependencia, con el deseo de crecer y ser.

Pensando en estos niños del mundo, no hay cosa que más tristeza me cause y más repudio me dé, que el abuso al que, en ocasiones, están sometidos: abuso sexual, laboral, emocional, víctimas de la violencia, niños de la guerra, y un largo etc., en algunos casos se convierte incluso en abuso doméstico.

Y pienso en estas cosas al leer el oráculo del Señor a Jeremías cuando le está dando Dios palabras de restauración al pueblo. Este oráculo de Jeremías 31:15, repetido por Mateo en la narrativa del nacimiento de Jesús, nos recuerda que la violencia a los más débiles viene de antiguo y sigue presente en nuestro medio, que debe ser combatida y que Dios se identifica con los más débiles.

El dolor y el sufrimiento de los más pequeños se constata en la historia bíblica de un modo singular, en dos momentos cruciales de salvación: lo sufre el libertador de Israel, Moisés, y más tarde el propio Jesús, nuestro Salvador. Esta identificación de Dios mismo en Jesús de Nazaret con los niños perseguidos, con los más débiles, debe llamar la atención a nuestro propio compromiso desde el evangelio con los niños del mundo hoy.

En cada niño del mundo podemos ver el rostro de Dios, y en especial en este tiempo en que celebramos el nacimiento de Jesús, como un niño perseguido a quien le iba siguiendo la sombra de la cruz que finalmente se tornaría en nuestra salvación. Y es que en los niños se esconde también nuestro futuro, el futuro de la humanidad.

Desde esta página me permito un llamamiento a celebrar esta Navidad acordándonos en especial de los niños perseguidos, y a poner en sus manos la palabra de esperanza que transforma este mundo, para que tengan la esperanza de un mundo mejor.

Revista Adventista de España
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