Skip to main content

Me guste o no, esto es así: pertenezco a la iglesia de Laodicea, luego soy laodicense. Por eso, leo y releo una y otra vez los versículos de Apocalipsis 3 que me muestran la tremenda situación en la que me encuentro. Y para que no halla lugar a dudas de que eres tú mismo, mi Creador, mi Redentor, mi Salvador, mi Amigo… lo primero que haces es identificarte como tal. ¡Sí! ¡Eres tú quien me habla! Pero, ¡ay de mí! ¡Menuda la que se me viene encima!

No te gusto nada. Me iría mejor ser fría (vers. 15), así no me vomitarías de tu boca (vers. 16), pero soy tibia, aunque me cueste creerlo. Me siento cómoda donde estoy, en la iglesia remanente (fíjate si estoy a gusto que ya llevo cuarenta años bautizada); además, te he servido a ti y a la iglesia en aquello que se me ha pedido y conozco bien la doctrina. Sin embargo, ¿vivo como he de vivir? Mis hechos ¿no desmienten mis palabras? ¿Perteneceré al grupo que no reconocerás como tuyo en el Juicio de las Naciones, a pesar de que he hecho cosas en tu nombre? ¿En tu nombre o en el mío? Si soy rica (vers. 17), no necesito tu ayuda, por lo cual, ¡ha sido en el mío! ¡Con razón no me aceptas en tu redil! ¡Insensata! Lejos de ti, la Perla de gran precio, carezco de valor. Tu eres quien da valor a mi vida y a mis actos.

Gracias por revelarme mi precariedad, mi frialdad, mi pobreza, mi ceguera… Pero, a pesar de todo (o tal vez por ello), me amas y me ofreces la posibilidad de convertir mi tibieza, mi frialdad, en una cálida “llama de amor viva”, como decía Juan de la Cruz, que me hace agradable a tu boca.

Gracias ti y a tu Santo Espíritu, que abre los ojos de mi conciencia adormecida y miope, me arrepiento de mi arrogancia, de mi necedad, de mi prepotencia, de mi terquedad… Y te abro mi corazón y te entrego mi vida para poderla vivir junto a ti, siempre, siempre; para que todo lo haga sea de acuerdo a tu voluntad y para que, a fuerza de estar pegada a ti “ viva no ya yo” sino tú, como el apóstol Pablo. De este modo, como las buenas obras serán tuyas, en tu Segunda Venida y ante mi sorpresa, porque no sabré cuándo he hecho esas buenas acciones que me adjudicas, me dirás: “Ven, bendita de mi Padre” y me sentaré contigo (vers. 21), disfrutaré de tu presencia por siempre jamás. Amén.

Revista Adventista de España