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Sí, tristeza. La tristeza que produce este tiempo en que vivimos donde palpamos la inseguridad, e incluso la enfermedad y la muerte, que constantemente nos es presentada por los medios de difusión.
Curvas que no se aplanan; contagios que no paran; negocios que se cierran; trabajos que se pierden; familias arruinadas. Duelo y dolor por los que se han ido, y que en innumerables casos han muerto solos, o por lo menos lejos de los suyos, y que no han podido ser honrados ni despedidos como quisiéramos. Y en medio de esto me paro frente a una de las iglesias que pastoreo. Está cerrada hace 7 meses. Vacía, fría, sola en silencio…
Me siento dentro, no se escucha ninguna de esas irreverentes voces que constantemente nuestros diáconos hacían callar, recordándoles que estaban en la casa de Dios y tenían que ser reverentes (pagaría por escuchar ese murmullo irreverente en este momento). No veo al niño inquieto que corre por el pasillo, perseguido por esa diaconisa que suele ser el terror de los pequeños de la iglesia. El rostro de nuestros mayores y su reverencia a raja tabla; la alegría de nuestros jóvenes que suelen sentarse al fondo de la iglesia y están medio escuchando y medio enviándose mensaje con sus móviles; los himnos y alabanzas, y el dulce sonido de las hojas de las Biblias que se abren para buscar el texto que menciona el maestro de Escuela Sabática o el predicador.

El silencio de Dios

No hay ruido, solo silencio. Miro a la puerta de salida, donde los predicadores nos paramos a estrechar las manos de nuestros hermanos, y pienso en los meses que han pasado sin poder hacerlo y sin dar ese abrazo que tanto anhelo. No hay sonido, todo está callado y vacío. Experimento lo que llamo el silencio de Dios. Ese silencio que otras veces, en circunstancias difíciles, he sentido cuándo pasando por alguna prueba que llamo bendiciones de las de llorar, he clamado al cielo y no he sentido ni escuchado la presencia de Dios. Sé que Él estaba allí, siempre está, pero decide quedarse mudo y sin decir palabra. Solo me abraza, me consuela y me da la fortaleza que necesito para enfrentar ese momento. Él sabe que, a veces, lo mejor que puede hacer es no decir nada y solo acompañar mi dolor y mi frustración.
Él siempre ha sabido devolverme la alegría, renovar mis fuerzas y hacer renacer mi ilusión y devolverme la sonrisa. He aprendido a aceptar sus silencios, a no cuestionarlos. A dejarme abrazar y a esperar que Él haga lo que quiere hacer en mi vida. He aprendido que, aunque no lo entienda, no hay nada mejor que estar en sus brazos. Aunque no me diga nada, o, aunque por más que me lo diga no lo puedo escuchar ni entender ene se momento. Hago una oración. Camino lentamente hacía la puerta, salgo, cierro la iglesia y me encamino a casa. Llego, voy a mi despacho y enciendo el ordenador.

Pastores y ordenadores

El ordenador se ha transformado en estos meses en el lugar de reunión. Consejos, estudios, visitas virtuales, semanas de evangelismo, sermones y un sinfín de etc. Abro el Zoom y allí están, mis “ovejas”, que están reunidas frente a sus móviles o sus portátiles. Cantamos, oramos, leemos y hablamos. Pero no están todos. Falta tanta gente. Mayores que no saben conectarse, porque las nuevas tecnologías los superan; los que están de año sabático, que simplemente no están porque han elegido quedarse tranquilos y esperar a ver qué pasa; los más jóvenes, quienes tampoco están; ellos saben dónde encontrar mejores mensajes y programas más interesantes y atractivos.
Quiero grabar el tema que estoy dando, pero me hago un lio con el Zoom. Aprieto el mando equivocado. Me cuesta silenciar a todos mientras yo hablo, sin darme cuenta he sacado de la sala a una hermana, que me manda un WhatsApp diciéndome que está en la sala de espera y que la admita. Me hago un lio con los comandos. No obstante, sobrevivo y la reunión termina.
Y de pronto me siento viejo, anticuado, e inservible. Me doy cuenta que llevo 31 años de ministerio, y 25 desde el día que fui ordenado. Recuerdo cuando estudié teología y escribía mis trabajos prácticos en una vieja máquina de escribir “del año de la pera”. No había móviles, ni Internet, ni portátiles, ni WhatsApp, ni Zoom ni nada de todo eso que hoy es tan imprescindible para vivir. Y lo que más me pesa es que todo eso es necesario hoy para ser pastor.

Despersonalización de la iglesia y el ministerio

Me pregunto si realmente sigue habiendo lugar para un, ya entrado en años, predicador del evangelio. De esos que nos sentimos cómodos detrás del pulpito y no frente a un ordenador. De esos que amamos los libros y nos gusta usar la Biblia de pasta de papel en nuestros sermones y estudios. Los que nos somos talentosos, ni tenemos habilidades artísticas, ni tanta capacidad de oratoria para dejar con la boca abierta al auditorio, ni somos tan listos ni sabemos manejar tantos recursos electrónicos, o simplemente no tenemos las personas que puedan hacerlo y montar sermones y programas que son auténticos espectáculos. Sé que la iglesia virtual está permitiendo esto, sé que muchos de mis jóvenes y hermanos se congregan virtualmente en iglesias de otros lugares del mundo y están siguiendo los programas de otros ministros.
Me siento en el sofá de mi despacho. Creo que no debo ser el único pastor que siente esto. Que sufre la despersonalización de la iglesia y el ministerio, y que debe aceptar que la iglesia que ha conocido definitivamente no va a ser la misma. Por más que me cueste tengo que hacer todo lo que pueda para transformarme en un pastor electrónico. Un poco youtuber, un poco presentador y artista. Y sí que me cuesta. No me gusta y en realidad no lo quiero, pero no hay marcha atrás.

¿Qué tienes en tu mano?

Y entonces miro el enorme cuadro que tengo a mi derecha, una copia de ese que mando a hacer Jaime White con el plan de salvación, con Jesús en el centro, con esa imagen de Cristo en la cruz que se destaca por encima de todo. Y pienso cuánto tuvo que hacer, cuánto tuvo que adaptarse a la realidad de este mundo que nada tenía que ver con el cielo. Pienso en todo lo que hizo para salvarme y salvar este mundo, en toda su condescendencia.
El Creador hecho criatura, el dueño del Universo pidiendo agua y recibiendo vinagre; el autor de la Vida, entregando la suya para que podamos tener la nuestra. Pienso en su amor inagotable. Él es el buen pastor que ama a las ovejas con un amor más fuerte que la muerte. Y recuerdo tantos años andando juntos. Siempre El más cerca de mí que yo de Él. Sosteniéndome, amándome, salvándome, perdonándome y restaurándome.
Cuántas veces me devolvió la sonrisa, la ilusión y las ganas de seguir adelante. Y me rindo ante su belleza y amor nuevamente. Y percibo su voz, no audible, sino en el texto de la Biblia que el Espíritu trae a mi mente en ese momento, su Palabra me habla y me dice: “¿Que tienes en tu mano?”, las mismas palabras que le dijo al desanimado y descreído de sí mismo Moisés, que era tartamudo y no sabía cómo iba a ser un mensajero de Dios. ¿Qué tienes en tu mano? Y miro mis manos. Tengo la Biblia con la que recién terminé de dar la meditación. Y de pronto percibo que lo tengo todo, porque le tengo a Él y tengo Su Palabra.
Y aunque me siendo como un viejo soldado, de pronto veo ante mí la infinidad de sus promesas. Esas promesas que me dicen que Su Palabra no vuelve vacía, no importa el medio por el que llegue, hará su efecto. Veo que tengo todavía la vara que puede hacer milagros, transformar corazones, cambiar vidas, devolver la esperanza. Con El y Su Palabra soy un gigante.

Dios cumplirá Su propósito en mi 

Me emociono, no puedo contener las lágrimas, porque otra vez lo veo llenándome de ilusión y de optimismo. Y nuevamente, como en tantas otras ocasiones sé que no importa lo que pasé ni que depara el futuro. Él estará a mi lado cada día y cumplirá su propósito en mí. Y sé que, a pesar de mis limitaciones, o de las inseguras y complejas circunstancias del presente, no tengo nada que temer para el futuro de mi vida y ministerio a menos que olvide la forma en que Él me ha guiado todos estos años y su bondad para conmigo todo este tiempo.
Y lo veo en esa imagen preciosa del Apocalipsis sosteniendo las estrellas de las 7 iglesias, a los ministros, a mí a mi ministerio pastoral. Él otra vez me llena de seguridad y de confianza. Siento ruido en el salón. Hay risas. Es mi hija que ha llegado con mi nieto. Dejo mi oficina, voy a la sala, cojo en brazos a mi nieto, veo su rostro que me regala una enorme sonrisa y otra vez siento la suave brisa de la presencia de Dios que me dice: “Yo estoy contigo todos los días hasta el fin del mundo”. Abrazo a mi nieto y me pongo a jugar con él, es tiempo de reír. Es tiempo de gratitud. Porque a pesar de todo, la vida es bella al lado de Jesús.
Y mientras juego con mi nieto no puedo dejar de recordar que: “…estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. La tristeza se ha convertido en gozo. Él vive, Él sigue a mi lado, y lo que es más ilusionante: todo indica que pronto, muy pronto Él viene. Amén. Sí, ven Señor Jesús.
Autor: Daniel Posse, pastor de las iglesias adventistas de Badalona, Terrassa y Sabadell. Casado con Sandra Posse desde hace 34 años, tienen dos hijas, Maira y Florencia; y recién tienen un precioso nieto, Theo. Lleva 31 años en el ministerio pastoral y es Doctorado en Ministerios con la Especialidad en Crecimiento de Iglesia.
Imagen: Photo by Kaitlyn Baker on Unsplash
Revista Adventista de España