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Muchas veces me preguntan cómo compatibilizar, en el ámbito de lo religioso, este binomio tan raro —a veces paradójico— entre fe y obras, entre ley y amor.

¿Se nos juzgará por la fe? Por supuesto que sí. Pero… ¿se nos juzgará por las obras? Pues creo que también. De hecho, sólo así podemos entender que los mensajes de Pablo y de Santiago, por ejemplo, no se contradigan, y no acaben produciendo en el creyente una especie de esquizofrenia.

¿Qué es más importante entonces, la fe o las obras? Cuando me plantean esta pregunta sospecho. Lo hago porque, en el fondo, se está planteando una dicotomía inexistente en el Nuevo Testamento del que somos herederos los cristianos. La relación entre fe y obras no es disyuntiva ni en Jesús, ni en las cartas del Nuevo Testamento, ni en la mentalidad de la iglesia primitiva. No es disyuntiva sino, al contrario, copulativa. Intentaré explicarme, porque mis amigos liberales estarán pensando que me he vuelto loco, y mis amigos legalistas se estarán frotando las manos, quizá sin razón todos.

Que quede bien claro: a mi entender, a la salvación sólo se puede acceder mediante la fe. Este requisito, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento significa ante todo adhesión, no se enfoca en la Biblia hacia verdades o dogmas, sino hacia personas. En el Antiguo, hacia el Padre. En el Nuevo, hacia Jesús de Nazaret, que asume la misión de revelar al verdadero Padre, cuyo única forma de ser es el amor (1 Juan 4: 8). Pero cuando alguien se adhiere a una persona no lo hace a una sombra o a una entelequia. Eso es primar el dogma, las supuestas verdades que creemos encontrar. Adherirse a alguien es hacerlo a su forma de ser y actuar. Es abrazar su proyecto de vida, lo nuclear de su razón de ser. Así que la fe significa en primer lugar adherirnos a su proyecto, y abrazarlo hasta sus últimas consecuencias.

Pues bien, ahora soy yo el que planteo una pregunta: ¿Podemos decir que el proyecto de vida de Jesús de Nazareth, su novedad, lo prioritario de su mensaje, fue enseñar que hay que cumplir la Ley? En absoluto. Eso no era ninguna novedad. Cientos y cientos de escribas y fariseos centraban su vida en enseñar eso mismo. Lo novedoso del mensaje de Jesús, aquello en lo que se empleó a fondo, fueron la conversión y la compasión, que mueven a la acción a favor de los demás. Para Jesús, el fruto de la compasión era lo que demostraba que el Reinado nuevo de Dios se había acercado. Sentir la necesidad del otro como si fuera propia. Ése fue el proyecto de Jesús de Nazareth, y ése es el estilo de vida al que nos propone adherirnos (tener fe, dar crédito…).

Por ello, con la parábola del juicio final (Mateo 25), Jesús se centra de nuevo en lo nuclear de su mensaje, en lo que ha sido el asunto mollar de su corto ministerio. Nadie que es incapaz de compadecerse entrará en el Reino de los Cielos. Nadie que no muestre respeto por el sufrimiento de los demás ha conocido a Dios. Quien dice amarlo pero no se compadece de los que sufren no tiene fe, no se ha adherido a su proyecto. El juicio de Dios no consiste, por lo tanto, en la anotación detallada de las buenas acciones o de las faltas. Es una separación entre los que se han compadecido de los que sufren —ocupándose de ellos— y los que no lo han hecho.

Así que “las obras” por las que será juzgada nuestra adhesión al proyecto de Dios, que nosotros nos empeñamos de forma inconsecuente en contraponer a “la fe”, no son ni respetar un día concreto de reposo, ni no comer cerdo. Todo esto está muy bien, pero no será la medida con que se verá juzgada nuestra adhesión a Dios. La ley por la que serán juzgados los seres humanos es la ley de la compasión. Los que entran son los que se preocuparon y ocuparon de los que sufren. Como dirá el apóstol Juan, “nadie que no ama puede decir que conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4: 8)

Estamos viviendo y soportando dos hechos que están a la vista de todo el mundo: la crisis económica y la corrupción ética. Por otra parte, ya nadie duda que estos dos hechos están profundamente relacionados el uno con el otro. La crisis económica que estamos sufriendo ha sido causada por la codicia desmedida y la desvergüenza de los grandes gestores, económicos y políticos, con la colaboración activa o pasiva de quienes hemos vivido y disfrutado de un nivel de vida muchas veces desmedido y que nos ha sido posible a base de hundir a millones de seres humanos en la miseria y la muerte.

Esta situación caótica da mucho que pensar. ¿Por qué? Porque el Evangelio afirma, con toda claridad, que nadie va a escapar del juicio definitivo y último de Dios (Mateo 25: 31-46). Por supuesto, cada cual es libre para creer o no creer en este asunto. Yo no pretendo aquí convencer a nadie, ni atemorizar y menos aún amenazar. ¿Quién soy yo para hacer eso?

No quiero ser, ni parecer, un predicador a la antigua usanza. Todo lo contrario. Lo que quiero dejar bien claro es que el juicio final, tal como lo presenta Jesús, es lo más liberador y lo más desconcertante que seguramente imaginamos. Porque la sentencia definitiva no va a estar motivada por las prácticas religiosas que observó o dejó de observar; ni siquiera se va a tener en cuenta la relación con Dios que cada cual aceptó o rechazó. Por lo visto, según los evangelios, nada de eso es lo prioritario (en última instancia) para el Dios de Jesús.

¿Qué es, entonces, lo único que va a quedar en pie? Muy sencillo: la relación que cada cual tuvo o dejó de tener con los demás, que muestra el grado de adhesión (fe) a su proyecto. A esto se refiere aquello de “tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era extranjero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme” (Mateo 25: 35-36). Y Jesús explica el porqué de semejante juicio sobre semejante conducta: “lo que hicisteis a cualquiera de éstos… a mí me lo hicisteis” (Mateo 25: 40).

Dios no es como nosotros nos lo imaginamos ni como lo explicamos muchas veces. Dios no está en el cielo; está aquí, entre los enfermos, los sin papeles, los parados, los que se quedan sin vivienda, los que no llegan a fin de mes, los que se ven privados de sus derechos, los presos, los desesperados, los humillados por la vida….

Y que nadie me venga diciendo que es hijo fiel de la iglesia o cosas así. Todo eso, a la hora de la verdad, servirá en la medida —y sólo en la medida— en que nos haya hecho más humanos y más sensibles al dolor de los que sufren. Ésta es mi religión.

Por eso la fe y las obras no son disyuntivas sino copulativas. Por eso Pablo puede decir que la justificación es mediante la fe, y Santiago que la fe sin obras es muerta. No hay adhesión (fe) sin compasión (obras). La salvación proviene única y exclusivamente de la gracia de Dios. Pero nadie que descubre su proyecto, y se adhiere a él, puede vivir sin compasión. Si lo hace demuestra que su adhesión no es verdadera y que, por lo tanto, no pertenece a su Reinado. Por consiguiente, quien no se ha adherido a él formalmente, quien no profesa ninguna religión, quien no ve a Dios en ningún sitio, pero vive preocupado y ocupado por el sufrimiento de los demás, se ha hecho permeable a la influencia de Dios aun sin saberlo y heredará, según Jesús, la eternidad.

Ésta es la fe que produce obras. Obras que no buscan el trueque interesado, ni alcanzar algún tipo de justificación, sino que son la normal consecuencia de haber abrazado un proyecto de vida, del que la compasión es el eje central: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lucas 6: 36)

Casi podríamos decir, con Pablo y Santiago al unísono, que la salvación es mediante la fe (Romanos 5: 1), pero que la fe sin compasión es como si estuviese muerta (Santiago 2: 26).

Imagen: (cc) Antonella Beccaria/Flickr. Esquina superior: Juan Ramón Junqueras

Revista Adventista de España