Para el sábado 10 de abril de 2021.
Esta lección está basada en Lucas 23:26-56; “El Deseado de todas las gentes”, cap. 78.
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Jesús nunca dejó de confiar en Dios. Sabía que Él guiaba cada paso de su vida. Desde Getsemaní hasta su muerte sufrió y padeció a favor nuestro. A pesar de estas circunstancias tan horribles y terribles, ¿cómo mostró su amor y compasión hacia los demás?
- A pesar del maltrato, los insultos, las burlas, las acusaciones sin motivos, los azotes con látigo, etc.
- Jesús se sometió humildemente y no abrió su boca, se quedó callado (Isaías 53:7).
- Pide a Dios que te ayude a no devolver mal por mal (1ª de Pedro 3:9).
- A pesar de que lo estaban arrestando en Getsemaní.
- Jesús se preocupó por sus discípulos y pidió a los que lo arrestaban que los dejasen libres.
- Aunque estés pasando por una circunstancia difícil, preocúpate por los demás. Recibirás bendición.
- A pesar de la tristeza que tenía porque Pedro lo había negado reiteradamente.
- Jesús lo miró con amor y perdón. Ya le había avisado de lo que iba a ocurrir y le había aconsejado que velase y orase para evitar caer en la tentación.
- Muestra amor y perdón con aquellos que hayan traicionado tu confianza.
- A pesar de que le obligaron a llevar la cruz sin tener fuerzas para ello (porque no había comido desde la Pascua), a pesar de estar malherido por los latigazos y de caer dos veces exhausto al suelo.
- Jesús siguió confiando en que Dios guiaba sus pasos y estaba con Él aún en estos momentos.
- Piensa que Dios está contigo aún en los momentos más difíciles que atravieses en tu vida. Confía en Él.
- A pesar de que la multitud que le rodeaba no mostró ninguna compasión hacia Él.
- Jesús agradeció la compasión que le mostró Simón de Cirene y la ayuda que le proporcionó al cargar su cruz.
- Sé agradecido con aquellos que te muestran su amor. Muestra tú también compasión por los que sufren.
- A pesar de que las mujeres que se compadecían y lloraban por Él no comprendían su misión.
- Jesús se preocupó con amor por ellas avisándoles de la pronta destrucción de Jerusalén. También, pensando en nosotros, nos avisó de la destrucción que ocurrirá en su Segunda Venida, para que nos arrepintamos y no perezcamos (2ª de Pedro 3:9).
- Ora a Jesús y pídele que te perdone tus pecados y te prepare para su Segunda Venida.
- A pesar de que estaban atravesando sus manos y sus pies con clavos.
- Jesús no se quejó ni tuvo ningún deseo de venganza. Por el contrario, sintió compasión por los soldados que le estaban clavando en la cruz, y pidió a su Padre que les perdonara. Pedía perdón por sus enemigos.
- Cuando tu enemigo te haga daño, pídele a Dios que lo perdone. Deja la venganza en las manos de Dios (Romanos 12:19).
- A pesar de estar crucificado junto a dos ladrones que merecían el castigo que estaban recibiendo.
- Jesús ofreció perdón y esperanza a uno de ellos que le pidió estar con Él en su reino. Le aseguró que estarían juntos en el paraíso.
- Sin importar la situación en la que te encuentres, lleva siempre palabras de esperanza que ayuden a otros a creer en Jesús.
- A pesar de estar ya a punto de morir.
- Jesús se preocupó por su madre, que estaba descorazonada. Le pidió a Juan que se encargase de ella y supliese sus necesidades. ¡Qué infinita muestra de amor!
- Preocúpate por tus padres, muéstrales amor, respeto y compasión durante toda tu vida.
- A pesar de todo, y en toda circunstancia.
- Jesús se preocupaba por los demás.
- Y nos dice: “Esto es lo que yo ordeno: Sean ustedes rectos en sus juicios, y bondadosos y compasivos unos con otros” (Zacarías 7:9).
Resumen: Como Jesús, podemos ayudar a otros aun cuando enfrentamos dificultades.
Actividades
Historias para reflexionar
¡UNO SOLO NO HACE DAÑO!
Por Enid Sparks
Enrique tomó una profunda inspiración de aire fresco y reconfortante y se echó a correr. Había divisado una “cola de caballo” rubia que se alejaba por el patio de la escuela.
¡Era emocionante estar de vuelta en la escuela! Había pasado el verano vendiendo libros con el papá y durante este tiempo extrañó a sus amigos, a sus compañeros de estudio. Ahora, el primer día de clase, ¡estaba de nuevo con ellos!
-¡Hola, Irma! -grito él a la dueña de la “cola de caballo” que desaparecía.
Irma se detuvo, se volvió a medias y luego continuó aparentemente muy de prisa, perdiéndose entre la multitud de estudiantes.
¡Qué raro! ¿Por qué no vino a conversar con él? Enrique la vio desaparecer dentro del edificio escolar. Ella lo había oído; estaba seguro de ello.
Por eso se había vuelto hacia él cuando la llamó. Pero ¿por qué había huido? ¡Nunca antes lo había hecho!
Repentinamente Enrique se sintió apenado. Al pensar en el asunto, recordó que Irma no había contestado sus últimas cartas. Seguramente habrá estado ocupada. Quizás sus cartas no lo alcanzaron, pues él y su padre tenían que cambiar frecuentemente de lugar. Pero ¿no sería posible que la única razón por la cual no recibió respuesta fue sencillamente porque ella no se molestó en contestarle?
Al entrar al edificio escolar, Enrique se dirigió a la oficina de inscripción y de pronto sintió el empujón de un par de anchos hombros que no podían pertenecer a otro que a Tito Martínez.
-¡Hola, Tito! -saludó Enrique al gigantón, amigablemente.
Tito ni se detuvo. Sólo contestó:
-¡Hola! -y se alejó.
Enrique se quedó boquiabierto. ¿Qué pasaba? ¿Qué había pasado durante el verano en su ausencia? ¿Por qué no le hablaba nadie?
Ofuscado terminó de matricularse y se dirigió a su aula. Tito y Laura estaban sentados en la ventana de enfrente. Enrique siempre solía sentarse con ellos, pero ese día escogió uno de los asientos traseros.
Sólo cuando se sentó notó la cabeza pelirroja que se asomaba tras un libro, al otro lado del pasillo. Era Daniel Morales, un muchacho que ya había asistido a la escuela el año anterior.
Pero Enrique no le habló hasta que él terminó la página y levantó la vista.
-¡Hola! -lo saludó por lo bajo Daniel-. ¿Lo pasas te bien este verano?
Enrique sentía deseos de contestarle: “¡Mejor de lo que lo estoy pasando ahora!” Pero en lugar de hacerlo, le respondió con una sonrisa:
-Bastante bien.
Daniel lo miró extrañado.
-Dos de tus amigos están sentados allí, adelante -le dijo-. ¿No quieres ir con ellos?
Y encogiéndose de hombros, añadió:
– Tus amigos han cambiado mucho este verano.
Luego continuó leyendo en su libro.
Enrique pensó:
“¡Me parece que tienes razón!”
Hubiera deseado preguntarle a Daniel cuál era la razón del cambio, pero sonó el timbre y comenzó la clase.
Esa mañana Enrique asistió a las clases a medias. Al menos sus maestros le dieron la bienvenida y algunos de los alumnos nuevos se mostraron amigables con él; pero ninguno de sus antiguos amigos se dignó siquiera hablarle.
Cuando llegó la hora de la merienda, a mediodía, Daniel se encontró con él en el vestíbulo y le preguntó:
– ¿Te vas a unir al club?
Para Enrique eso del club era algo nuevo:
– ¿Qué club? -preguntó.
Daniel arqueó las cejas.
-Supuse que nadie te lo había dicho. Parece que la mayoría de tus amigos te evitan.
Enrique lo tomó del brazo a Daniel:
-Mira, dime qué pasa -le rogó-. ¿Por qué actúan todos como si yo tuviera la peste?
Daniel dudó por un buen rato, pero luego consintió en hacérselo saber:
-Muy bien. Solamente que no se lo voy a decir. Te voy a llevar al lugar donde se reúnen para que veas las cosas por ti mismo. Después de las clases, encuéntrame en la esquina de Colón y Libertad.
Ese día cuando las clases terminaron, Enrique no estaba seguro de que quería encontrarse con Daniel. Cualquier cosa que hiciese actuar a sus amigos de una manera tan extraña, no podía ser algo bueno, y quizás sería mejor que permaneciera como un misterio.
Pero finalmente la curiosidad venció, y Enrique se encontró pedaleando apresuradamente por el sendero que conducía a las afueras del pueblo.
Daniel lo esperaba bajo un árbol umbroso.
-Deja tu bicicleta, y sígueme.
Mientras los dos muchachos abandonaban el camino principal, Enrique se sorprendió al notar que estaban siguiendo un sendero que parecía haberse hecho recientemente. Los pastos y las hojas quebradas estaban todavía parcialmente verdes y los cuervos graznaban arriba un tanto mecánicamente como si se estuvieran acostumbrando a que se los molestara.
Pronto, Enrique comenzó a percibir otro sonido además de los graznidos de los cuervos. Era el sonido de voces y un cierto olorcillo que le hizo cosquillas en la nariz y que le produjo deseos de toser.
– ¿No te huele a algo quemado? -le preguntó a Daniel.
Daniel se volvió y lo miró con una sonrisa inexpresiva:
-Sí -respondió y apartó las ramas de los espesos arbustos-. Mira por aquí y vas a ver el incendio.
Enrique casi no podía creer lo que veían sus ojos. En medio del pequeño claro había un grupo de muchachos y niñas ¡fumando cigarrillos! Los primeros dos a quienes reconoció fueron Tito y Laura .
-Bienvenido al club, el Club de Fumadores -susurró Daniel.
-¿Cuánto hace que funciona esto? -atinó a preguntar Enrique mientras caminaba hacia el claro.
-Durante casi todo el verano -respondió Daniel rápidamente y tomó el brazo de Enrique-. ¡No vayas allí! Ellos no quieren que sepas. Por eso te han evitado. Se enojarán conmigo si saben que te traje.
Enrique dio un tirón y se soltó de su compañero.
-No sabrán que tú me trajiste. Pensarán que los seguí. Tengo que hablarles.
Se adelantó hasta dentro del claro y quiso hablar, pero Tito, que había palidecido al ver a Enrique, esbozó una sonrisa y, fingiendo tranquilidad, empezó por invitarlo:
-Ven y echa una pitada, Enrique.
-Tito, tú sabes que no tengo interés de fumar -replicó lentamente Enrique-. No entiendo cómo Uds. quieren hacerlo. Uds. saben que el tabaco es dañino.
Tito se encogió de hombros y se llevó un cigarrillo encendido a los labios.
-Si fumo uno de vez en cuando no me va a hacer daño. Puedo dejarlo cuando quiera.
-¿Puedes? – inquirió Enrique con toda calma, mirando a Tito directamente en los ojos-. Tú sabes que no estamos agradando a Dios cuando lo hacemos.
Tito echó una bocanada de humo y le volvió la espalda.
-No te preocupes -le dijo volviéndose para mirarlo sobre el hombro-. Yo no estoy bautizado. Cuando lo esté, dejaré de fumar.
Entristecido, Enrique abandonó el claro sin dirigir la palabra a ninguno de los demás. No podía entenderlo.
Hacía sólo dos meses Tito y Laura parecían, estar tan dispuestos a vivir por su Maestro. ¿Qué podía hacer él para ayudarlos a querer de nuevo vivir por Cristo?
Enrique pensó en dirigirse a las autoridades escolares, lo cual hubiera puesto fin al Club de Fumadores, pero el hacerlo le habría valido el odio de sus amigos.
No, ésa no era la forma de proceder. ¿Debía hablar al pastor? ¿Era su obligación informar a los padres de Tito? Ninguna de esas parecía constituir la debida solución al problema.
“Oraré -pensó-. Oraré para que el Señor me ayude a hacer lo que debo hacer. Y oraré para que él le ayude a Tito, a Laura y a los demás”.
Desde ese momento cada día oró fervientemente por sus amigos, y pronto fue recompensado.
Una mañana Laura lo encontró en el vestíbulo y le dijo serenamente:
-Pensé que te gustaría saber que no asisto más al club.
Enrique casi quedó abrumado por la felicidad que experimentó al oír aquello de labios de Laura, y le contó acerca de sus oraciones.
-Voy a continuar orando por Tito y por los demás -terminó él.
-Yo también oraré por ellos -dijo Laura, con los ojos rebosantes de felicidad-. Ahora estoy lista para entregar mi vida a Cristo, y quiero trabajar para él.
En el término de pocas semanas el Club de Fumadores dejó de existir.
Varios de los amigos de Enrique comenzaron a asistir regularmente a la iglesia, pero Tito no se encontraba entre ellos.
-El todavía sigue fumando -le informó Laura a Enrique con una expresión de preocupación, y añadió:
-Trae cigarrillos a la escuela y temo que el director lo va a descubrir.
y si el director lo descubría, Tito sería expulsado.
Enrique se sintió desconsolado por las noticias.
-Voy a hablar con Tito. Quizás le ayudará algo lo que le diga.
Pero Enrique nunca tuvo una oportunidad de estar a solas con su amigo.
Tito siempre lo evitaba y, al fin de la semana, los temores de Laura se hicieron realidad porque se le pidió a Tito que no volviera a la escuela.
Laura lloraba amargamente y le decía a Enrique:
– ¡Si tan sólo Tito hubiera dejado de fumar!
– Hubiera sido mucho mejor que nunca hubiera comenzado -contestó Enrique, recordando las palabras de Tito de que fumar un cigarrillo de vez en cuando no hace daño. Cuando él comenzó había fumado solamente uno y ahora se sentía impotente para dejar el mal hábito y estaba atrapado como una desvalida araña en su propia tela.
-Ahora no hay nada que podemos hacer por él -añadió Laura sacudiendo la cabeza.
Pero Enrique se volvió bacia ella con una sonrisa.
-Sí, hay mucho que podemos hacer -dijo suavemente-. Podemos continuar orando. La oración es el remedio para todos los errores.
y lo último que oí fue que Laura y Enrique todavía estaban orando por su amigo. Quizás vosotros también querréis orar por él.
Autora: Eunice Laveda, miembro de la Iglesia Adventista del 7º Día en Castellón. Responsable, junto con su esposo Sergio Fustero, de la web de recursos para la E.S. Fustero.es