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Foto: (cc) TEDxRosario/Flickr.

Hace poco más de una década que se secuenció el genoma humano, nuestro ADN. Para que nos entendamos, se determinó cómo estaban colocadas las “letras” del alfabeto genético en nuestros cromosomas. Esas letras son cuatro moléculas que se escriben utilizando solo la primera letra de su extraño nombre y que se conocen como A, G, T y C. No es lo mismo que la secuencia sea ATGCA a que sea TTGCA. El genoma dice cosas diferentes para ambos casos, y los genomas son diferentes según cuántas de esas letras poseen y su orden. En el caso del ser humano son unas 3.000 millones de esas letras las que forman el genoma y se conoce prácticamente toda la secuencia. Pero ¿cuántos genes hay en esa secuencia de miles de millones de letras? Porque son los genes los que intervienen (junto con el ambiente en muchos casos) para determinar el color de nuestro pelo o nuestra altura. Antes de ser secuenciado el genoma, se creía que su número estaba entre los 30.000 y los 100.000, aunque se pensaba que rondaba más bien el límite superior. La sorpresa fue encontrar que ni siquiera se llegaba al límite inferior, siendo unos 20.500 genes. Más sorprendente aun fue comprobar que los genes del genoma de ratón son unos 23.000 y en la pulga de agua Daphnia pulex, un invertebrado … 31.000 genes.

Parece claro que mayor complejidad no significa que se necesiten más genes, aunque era lo que cabía esperar. Pero hay algo más sorprendente aun, si cabe. La gran cuestión estaba en que esos genes del genoma humano no suponen más del 2% de toda esa cadena de letras. El otro 98% era calificado como ADN basura. Desde una perspectiva evolutiva se trataba de la chatarra genética acumulada durante millones de años de evolución. Sin embargo, se acaban de publicar los resultados del análisis en profundidad de 1640 genomas humanos pertenecientes a 147 tipos de células y los resultados son impresionantes: no se conocen los detalles de su función, pero de momento, el 80% de ese “ADN basura” no es basura 1. Las funciones son reguladoras de la actividad de los genes. Cuando se publicó la secuencia del genoma humano hace once años, muchos, casi todos, hablaban de haber llegado al cenit del conocimiento genómico, al menos de lo fundamental. Sin embargo, lo único que se había hecho era dar otro paso hacia el infinito. Era difícil entender que prácticamente todo el ADN fuese inútil, que durante la reproducción se arrastrase ese enorme fardo de inútil chatarra. Ese síndrome de Diógenes genético no podía ser bueno.

Si analizamos con rigor, desde una perspectiva evolutiva, esos restos debían haber sido limpiados, al menos en su inmensa mayoría, pero la teoría de la evolución es capaz de hacer suya cualquier aparente anomalía en su paradigma. Quizá suponga lo mismo para una interpretación creacionista, pero ya hemos comprobado, y no solo en este caso, que el evolucionismo se puede adaptar prácticamente a cualquier cosa. Nadie habría creído hace cuarenta años que se podría conservar algún resto de materia orgánica en un fósil datado en millones de años, o microbios que pudiesen sobrevivir a millones de años de latencia. Aunque hay quienes creemos que seguramente esos fósiles no tienen esa edad y por eso se conserva lo que es imposible, aquellos que tienen su fe puesta en la evolución lo aceptan porque si es así, es así, y aunque siga sin haber una explicación convincente se acepta sin pestañear.

Este caso del genoma y su basura también tiene implicaciones en el diálogo entre las visiones creacionista y evolucionista de la ciencia y presenta ciertas similitudes con al menos un asunto científico que ha trascendido el terreno de la especialización hacia el gran público ¿por qué desaparecieron los dinosaurios?

Las catástrofes no tenían cabida en el pensamiento geológico hace 35 años, pero cuando apareció la teoría del meteorito, las catástrofes entraron de lleno en ese pensamiento (la famosa plasticidad del pensamiento evolucionista). Pero el creacionismo había insistido desde hacía mucho tiempo en la importancia de las catástrofes para la historia geológica de la tierra, aunque ni siquiera se consideró aquella posibilidad por parte de la teoría de la evolución. Con el genoma ha sucedido algo similar, porque muchos creacionistas sostenían que ese ADN no podía ser simple basura.

Cuando se secuenció el genoma del chimpancé, esta se mostró prácticamente idéntica a la humana. Quizá no varíe más de un 2% del total de genes entre ambas especies. Entonces ¿dónde se encuentra realmente la diferencia entre los chimpancés y los seres humanos? Ese 2% puede ser determinante, pero podían existir más diferencias en la “basura”, que serían importantes si realmente no fuese basura. Incluso algunos creacionistas dudaban que entre esa basura hubiese algo relevante y que la regulación del genoma pudiese ser tan importante, pero lo ahora encontrado es que ni era basura ni era irrelevante.

Si el 80% del genoma, se dedica a la regulación, esta es, evidentemente, importantísima. Sí que la regulación de la función de genes iguales, o casi iguales, puede determinar buena parte de las diferencias entre un ser humano y un chimpancé, porque se sabe de las diferencias morfológicas que acarrea cambiar la regulación de un mismo gen. La distinción puede estar en el 2% de los genes y entre el 80% de las secuencias reguladoras. Pero hay que mostrar hasta qué punto, y el siguiente paso será comparar las secuencias reguladoras del genoma entre el ser humano y el chimpancé.

Si volvemos la mirada hacia atrás encontraremos que muchas veces nos hemos visto en posesión del Santo Grial, cuando, símplemente, se había dado un paso en un camino sin fin. ¿Qué nos depararán los estudios futuros sobre el genoma? No alcanzamos ni a imaginarlo. Pero la que parece mejor postura ante la inmensidad de la naturaleza no puede ser más que la humildad y la apertura de miras.

Referencias

1. Varios autores. 2012. ENCODE explained. Nature 489: 52-55. Se trata de varios resúmenes y comentarios de varios investigadores en cuanto a esta investigación, publicada en veinticuatro artículos en varias revistas de investigación.

Revista Adventista de España