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Foto: ANN. Esquina: José Antonio López Manso.

África tiene poca presencia en los medios de comunicación y cuando se habla de nuestros vecinos del sur, la mayoría de las noticias, convenientemente sazonadas con imágenes sobrecogedoras, versan sobre piratería, hambrunas, guerras civiles, crímenes de guerra de un sadismo inimaginable, genocidios, sida incontrolado, miles de muertes causadas por enfermedades que en nuestro medio son consideradas como leves y así podríamos continuar enumerando hasta el desfallecimiento. Por supuesto en esta retahíla también aparece el ébola, enfermedad infecciosa con una muy alta tasa de mortalidad y de tratamiento incierto, que se viene cobrando vidas desde hace décadas.

Pero el ébola ha tenido la desfachatez de saltar de las pantallas de nuestros televisores a la vida real, y lo que antes conseguía provocarnos unos segundos de tristeza y horror, justo el tiempo que duraba la noticia, ahora, plantado ante nosotros, nos fuerza a prestarle la atención debida y nos otorga la ocasión de ponernos en la piel de los olvidados del planeta, de los habitantes de los patios traseros del primer mundo y, como ciudadanos y seguidores de Jesús, nos conmina a plantearnos una serie de cuestiones sobre nosotros mismos:

¿Estoy dispuesto a dejar de sentir emociones efímeras como puedan ser la tristeza, la compasión o la indignación y convertirlas en acciones? ¿Hasta dónde estoy dispuesto a implicarme en el servicio a los demás? ¿Realmente amo a mi prójimo?

El sufrimiento que campa por el mundo nos concierne. Jesús, nuestro maestro y modelo se sintió concernido por él, no se mostró indiferente al dolor que le rodeaba y obró en consecuencia: presentó al Padre como un Dios cercano e interesado en nuestro bienestar, dedicó su ministerio terrenal a ocuparse de los más desfavorecidos y no con bellas palabras, sino con actos de curación, palabras de perdón y compañerismo en el sufrimiento, y, sobre todo, realizó el mayor acto de desprendimiento y generosidad visto jamás, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Fil 2:6-8 RVR1960).

Es cierto que la estancia de Jesús en nuestro entorno no erradicó ninguna de las consecuencias temporales que padecemos a consecuencia del pecado, siguió habiendo pobres, cojos, mudos, ciegos, sordos, leprosos y endemoniados. Es igualmente cierto que nuestro servicio a los demás no hará que la sociedad cambie sustancialmente, ni que deje de haber injusticias. Pero Jesús contaba con ello, Él vino a presentarnos las primicias de la salvación, vino a mostrarnos las consecuencias de la salvación en contraposición a las consecuencias del pecado: sanidad contra enfermedad, perdón contra acusación, en definitiva, vida contra muerte.

Cada vez que pasamos a la acción, cada vez que dejamos de ser meros espectadores de la tragedia humana, aun a sabiendas de que nuestra contribución es como una gota en un océano, estamos predicando con gran fuerza las bondades del carácter de Dios, nos convertimos en agentes de la salvación y cumplimos la misión encomendada por Jesús: “Y les dijo: id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.” (Mr 16:15).

El ébola, o cualquier otra de las terribles consecuencias del pecado, puede y debe despertarnos de la larga siesta en la que estamos sumidos soñando con que estar en posesión de una gran luz teológica es suficiente para ser salvos. ¿Sabes? Cuando Jesús venga como Rey de Reyes y Señor de Señores no nos preguntará por nuestros vastos conocimientos teóricos, sino por cómo la aceptación de la salvación, gratuitamente impartida por medio de Su sacrificio, ha sido sincera y transformadora de nuestras vidas hasta el punto de hacernos amar a la Humanidad como Él mismo lo hace. “Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. […] Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” (Mat. 25: 34-36, 40 RVR1960).

Revista Adventista de España