El apóstol Pablo, exhortando a los cristianos de Galacia, les escribe diciendo: “Ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad” (Gálatas 5:13), en su pensamiento es un mensaje constante. Los seres humanos no deberían renunciar a su libertad.
A muchas personas les cuesta mucho entender que el amor y la libertad van juntas. Amar es un acto libre y soberano. Nunca impuesto o exigido. Imponer amor es desvirtuar el verdadero sentido del amor.
Una mujer vino a verme afligida y me soltó a bocajarro:
—Él hizo una promesa y la está rompiendo.
—¿Qué promesa? —le dije.
—Que me iba a amar y ahora dice que ya no me ama, que ha decidido irse. Pero no puede hacer eso: tiene una obligación conmigo.
He escuchado estas frases tantas veces que he perdido la cuenta. Pueden parecer válidas, pero esconden una falacia. El amor nunca, por ninguna razón, puede imponerse. Se es libre para amar y para no amar. El amor no es una cárcel.
Muchas veces, quienes utilizan esas frases no logran captar el sinsentido de lo que están diciendo; de alguna forma están manifestando que quieren a alguien a su lado por “obligación” y no por “amor”. El amor nunca obliga. El amor está teñido de libertad, o simplemente, no es amor.
Sólo el que ama puede dejar en libertad a quién ha decidido no amar. Por esa razón, el concepto de obligatoriedad no está presente en la Biblia. Allí se habla de pacto, pero no de deber. Cuando el amor se convierte en “deber” se desvirtúa y se le quita su esencia fundamental.
Si alguien exige que le amen, entonces, con ese gesto revela dependencia afectiva y demuestra tener otro problema muy serio en su identidad como persona. No se puede exigir a alguien que nos ame cuando ha elegido no hacerlo. De alguna manera, esa exigencia es un atentado contra la propia dignidad porque nos convierte en mendigos de amor y eso lesiona nuestra autoestima y valía personal.
El amor solo crece en libertad. No se puede exigir lo que no se está dispuesto a dar de manera voluntaria.
Se cuenta que en la antigua Grecia, antes del siglo VI antes de Cristo, es decir, antes de la llegada de personajes como Platón y Aristóteles, muchas mujeres preferían suicidarse antes que ser dadas en matrimonio, no querían ser consideradas “propiedad” de alguien, como era la costumbre en muchos pueblos antiguos, y, lamentablemente, aun en la actualidad, en pleno siglo XXI.
Hay varones o quienes, como dice el autor mexicano Rodolfo Pérez en su Para matrimonios con o sin problemas (México: Panorama Editorial, 2003), les cuesta entender en sobre manera que “el matrimonio no es un título de propiedad, tampoco un seguro que garantice la tolerancia de una persona cuando su cónyuge tenga un comportamiento muy negativo”. No se trata aquí de un cheque en blanco que se otorga sin garantía. Nadie puede ser propiedad de otra persona, la esclavitud fue abolida hace mucho tiempo en casi todo el mundo.
Cuando nos referimos a “mi” mujer o “mi” marido, muchos y muchas, actúan como si fueran “dueños” de un ser humano, lo que no sólo es psicológicamente malsano, sino que además, introduce el sesgo de confundir los términos de una relación.
El matrimonio, SIEMPRE es consensuado. Eso implica que es una relación donde dos personas deciden voluntariamente vivir un vínculo que les provea amor, pero en un clima de respeto, abnegación, paz, tranquilidad, dominio propio y apego irrestricto a la consideración de cada persona como un ente libre y que libremente elige estar en una relación.
Eso implica que, cuando los términos de la relación se alteran, no hay razón para continuar dicha relación. Los pactos se pueden romper cuando una de las partes no cumple su parte.
Casarse es un acto que implica la expectativa de gozo y felicidad. Cuando eso no se da, por los motivos que sean, es perfectamente lícito pensar que las condiciones del pacto no se están cumpliendo. Algunos actúan como si casarse fuera una cárcel de la que no es posible alejarse, por ninguna razón, eso no solamente es absurdo, sino que además, es cruel, especialmente cuando se padece violencia y abandono.