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El 8 de agosto de 2006, a las seis de la tarde, estaba en Manly (Sydney, Australia) en la playa de los surfers. El mar estaba muy agitado y las olas eran enormes. A un lado, las banderas rojas y varios altavoces advertían a los eventuales bañistas sobre los peligros de bañarse en esas condiciones: dos jóvenes en un barquito de remos acababan de naufragar y los estaban buscando. Al otro lado de la misma playa, unos cuantos deportistas seguían surfeando como si nada. Las acrobacias de estos atletas me dieron una lección de pedagogía. Los surfistas habían aprendido a cabalgar y disfrutar sobre las mismas olas que arrastran y hunden a otros. Podían dominarlas porque habían aprendido a triunfar sobre su fuerza de arrastre con su inteligencia y destreza. A esa capacidad de hacer frente a las adversidades de la vida hoy la llamamos resiliencia.

José, Ester, Rut, Daniel y sus compañeros, son ejemplos bíblicos de resiliencia. Las dificultades e injusticias de la vida no impidieron a esos jóvenes magníficos disfrutar de vidas realizadas y útiles. Gracias a dejarse inspirar por la dirección divina llevaron vidas de éxito, que dejaron sus marcas en la historia del pueblo de Dios.

Los psicólogos y educadores contemporáneos llaman resiliencia a la capacidad de superar las pruebas, de sobreponerse a las dificultades y de saber llevar las desgracias. La palabra viene del lenguaje de la metalurgia y describe aquellos objetos que, ante la presión que los doblega no se parten ni se pliegan, sino que, como los muelles, tras la presión de la prueba recuperan su condición inicial. La resiliencia es la facultad de salir adelante fortalecidos a pesar de los golpes de la vida.

La resiliencia no tiene nada que ver con la invulnerabilidad, la indiferencia o la pasividad. Es la capacidad que permite al “patito feo” aguantar el rechazo… hasta alcanzar la madurez suficiente para descubrir que es un ser magnífico, a pesar de lo que digan otros en torno suyo, y a pesar de todas las diferencias. Aunque hay niños más sólidos que otros por constitución, la resiliencia se aprende. Y se enseña por dos vías complementarias: desarrollando los recursos internos del niño, y cultivando en torno suyo un clima capaz de contrarrestar y superar las circunstancias negativas a las que el niño tiene que hacer frente.

Educar para la resiliencia no es fácil. Porque tiene aliados y enemigos, claves eficaces y graves obstáculos. Vemos algunos de los principios educativos que nos ayudarán a hacer de nuestros niños “víctimas,” pequeños o grandes “campeones” resilientes.

1. Entender los propios mecanismos de defensa de cada niño

El objetivo de la educación a la resiliencia es reparar los efectos perniciosos de un presente o pasado negativo, transformar el recuerdo y convertir el dolor en algo glorioso o banal, para conseguir transformar el conflicto en progreso y victoria. Este proceso se hace en parte de modo espontáneo y natural mediante los mecanismos de defensa, tanto del niño como de su entorno directo, y en particular de su propia familia más cercana. Pero como estos mecanismos no son todos igualmente útiles el educador debe cultivar los positivos y desarraigar los que no convengan.

Los principales mecanismos de defensa con los que hay que lidiar son los siguientes:

1. La negación del problema: (-“No te preocupes, hijo. Esos insultos de tus compañeros de clase no te afectan. Por un oído te entran y por el otro te salen”). Los insultos existen, y es imposible que al niño no le afecten.

2. El “olvido” voluntario: (- “No me preguntéis más qué me pasó con el profesor de gimnasia en las duchas. Ni me acuerdo ni quiero acordarme”). Algo pasó que habría que aclarar.

3. La huida hacia adelante: (“¿Que estoy flaca? Sí, pero yo aún me encuentro demasiado gorda para mi gusto”). La bulimia o la anorexia están ya pasando factura.

4. La evasión: (“No sabemos qué le pasa al niño. En cuanto llega a casa se encierra en su cuarto con su ordenador y no quiere venir ni a cenar”). La “solución” que el adolescente ha encontrado de evadirse a saber con qué programas, puede conllevar un nuevo problema adicional.

5. La creatividad: (“Desde que le pasó aquello, se desahoga tocando la guitarra, dibujando”, etc.). Una situación de dificultad se está superando con el descubrimiento y el desarrollo de un talento ignorado.

Unos mecanismos actúan como anestesias, otros como revulsivos, otros como verdaderas terapias. Nuestro trabajo es fomentar los mecanismos curativos, los que pueden constituir una verdadera terapia y relativizar o canalizar los otros.

2. Ayudar al niño a descubrir el eventual valor positivo de la adversidad

Nuestra labor educativa para desarrollar la resiliencia de un niño consiste, en primer lugar, en convencerlo de que la adversidad que ha sufrido, o las dificultades que está pasando, no son solo experiencias negativas. Las circunstancias desfavorables no son solo una fatalidad, sino que pueden conllevar efectos colaterales capaces de contribuir al desarrollo, como las inclemencias del tiempo y la dureza de la tierra permiten a los árboles hacerse altos y sólidos. O como el entrenamiento prepara a los atletas a superar los obstáculos. Los músculos no se desarrollan sin esfuerzo. Al ejercitarlos duelen, pero crecen. Eso ya nos lo recordaba Pablo: “¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, pero uno solo se lleva el premio? Corred así, para ganar. Además cada contendiente se impone en todo una disciplina; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, una que no se marchita. Pues yo corro de esa manera, no sin rumbo fijo; boxeo de esa manera, no dando golpes al aire; nada de eso, mis directos van a mi cuerpo y lo obligo a que me sirva, no sea que después de predicar a otros me descalifiquen a mi” (1 Cor 9:24-27 NBE).

Es importante que el niño comprenda que ser humano no está condicionado negativamente por sus circunstancias adversas. Todo carácter es infinitamente mejorable, pero sólo las pruebas le permiten superarse. Todo ser humano puede hacerse más fuerte y más resistente, con un buen entrenamiento aun en medio de un clima desfavorable. Cada obstáculo, cada carencia o traumatismo es un desafío, no sólo una desgracia (Boris Cyrulnik, Los patitos feos, Debolsillo, 2013, pág. 36).

En realidad, en su origen el dolor es una señal de alarma para evitar un mal mayor. La sensibilidad al dolor es un mecanismo de defesa y un sistema de protección que nos viene “de fábrica”. No hace muchos años se solían reducir las fracturas y hasta operar de las anginas a los niños sin anestesia, pretendiendo que “los niños apenas sufren”. Como era para su bien, se iba adelante sin más. Y los niños se reponían casi igual que hoy, con muchos menos analgésicos. No se trata de volver a aquellos métodos dolorosos ni mucho menos. Pero hoy la responsabilidad del dolor se ha transferido totalmente a los expertos, hasta el punto que, si la enfermera que pone la inyección, o el dentista hace llorar al niño, hay padres que sin más intentan un proceso contra el profesional.

Hemos progresado mucho en la lucha contra el dolor, y eso está muy bien. Pero quizá estamos perdiendo de vista el valor educativo de una cierta dosis de aguante ante el sufrimiento.

Hasta hace muy poco, cuando un niño lloraba se le reprochaba no ser valiente (“los hombres no lloran”) y se le avergonzaba en público. Si ayer el reproche intentaba educar al pequeño paciente a hacer frente a su propia debilidad, hoy el reproche se revuelve contra la incompetencia del técnico.

Claro que estamos contra el dolor en todos sus casos: no tiene sentido sufrir por sufrir. Es una señal biológica de que algo pasa. Pero el significado que el niño dé a esa señal depende tanto de su contexto cultural como de su historial. Al atribuirle un sentido al dolor (“este empaste evitará que el diente te vuelva a doler y que se te caiga”), se modifica su vivencia. Y ese sentido debe dárselo su entorno directo. El significado de lo que le ocurre el niño lo recibe de las reacciones de quienes le rodean. El sufrimiento moral de los niños puede reducirse considerablemente cuando se explica: “Ahora esa inyección te duele un poquito, pero te vas a curar.”

3. La importancia para la resiliencia del entorno afectivo del niño

El entorno del niño es decisivo en su desarrollo. Este comienza con las influencias prenatales. La historia de un niño no comienza el día de su nacimiento, sino mucho antes, desde su concepción. El feto no constituye la prehistoria, sino el primer capítulo de la historia de cada persona. Desde los años 1940 se sabe que “toda privación de entorno afectivo detiene o frena el desarrollo de los niños, que necesitan sentirse queridos para desarrollarse” (E. Etheir, L. S. Retot, D. Tousignant, M. Psychopathologie de l´enfant et de l´adolescent, Montréal, Gaétan Morin, 1999, p. 36).

La presencia de nuestros seres más cercanos afecta nuestra conducta por los mensajes que nos transmiten. Es sobre todo la influencia de la relación entre los dos padres la que determina el rumbo que va a tomar el niño. Porque los niños tienen que desarrollarse frente a sus propios problemas cargando además con las consecuencias de los problemas de sus padres. De ahí que, para darles una base de desarrollo positiva los niños necesitan sentirse plenamente seguros de sus padres. Las respuestas afectivas de los padres a las necesidades del niño provocan una capacidad mayor o menor de hacer frente a las adversidades.

Estas respuestas suelen seguir uno de estos cuatros estilos:

1) Sereno, tranquilizante: El niño se siente querido, y las respuestas de los padres le hacen que se sienta más seguro de sí (“No te preocupes que vamos a hablar con la maestra sobre ese problema”).

2) Esquivo: El padre que evita atender a las inquietudes del niño no debe extrañarse que éste se vuelva huidizo y acabe por no confiar en él (“Eso a ti no te importa. Cuando seas mayor lo comprenderás”).

3) Ambivalente: Las respuestas que no aclaran nada exasperan (“Pregúntaselo a tu padre. A mí no me vengas con cuentos”).

4) Desconcertante: El niño “bloqueado” se desanima, agravando así las dificultades relacionales (“Mira por donde nos sale la señorita, que no quiere ir a escuela y nos dice que le duele la tripa”).

Los adultos cercanos al niño son los que tienen que hacer de tutores de resiliencia (o los que deben proporcionarlos). En la solución de los problemas que afectan a los hijos los padres tienen un deber de apoyo y de inciativa, ineludible. Cuando los padres no cumplen su misión en este área, los efectos nocivos pueden ser graves, pero no necesariamente definitivos. El contexto de los abuelos, el de los amigos o la escuela, pueden a menudo compensar muchas deficiencias parentales. Al entrar en el contexto escolar nuevos tutores extra-familiares entran en juego. Y cuantos más tutores de resiliencia se presenten, mejor para el niño. La resiliencia es un proceso constantemente posible a condición de que la persona en desarrollo encuentre un tutor o un proyecto de vida que le dé significado.

4. La influencia de los padres es determinante

Se sabe la causa, se conoce el remedio, y sin embargo la situación se agrava. Desde que hace más de cincuenta años los científicos pusieron en evidencia la necesidad de afecto y apoyo para el desarrollo de los niños, se hubiera podido esperar que, habiendo encontrado la causa y disponiendo del remedio, este tipo de carencias iban a desaparecer. Es lo contrario de lo que ha ocurrido. La depresión precoz y las carencias afectivas, no sólo no han desaparecido sino que aumentan sin cesar, incluso entre las familias mejor informadas (Cf. Michaël Rutter” (M. Rutter, 1981, Material Deprivation Reassessed, Harmondsworth, Penguin). La falta de resiliencia de los niños occidentales no deja de agravarse. El aumento en Europa de los casos de niños que no soportan el acoso de sus compañeros de clase y se suicidan es alarmante, cuando por dificultades infinitamente mayores (horrores de la deportación, del exilio, etc.) los niños de la guerra y del tercer mundo sobreviven sorprendentemente.

Las causas de la menor resiliencia de nuestros hijos en el mundo occidental contemporáneo son múltiples.

1) La primera es que los niños no son educados para la vida cotidiana, ya que nunca se han encontrado tan solos en su periodo de aprendizaje: aproximadamente el 50% de los niños menores de 3 años son cuidados por personas ajenas en Europa occidental. Y eso que las guarderías lo hacen a menudo mejor que algunos padres… La situación es aun peor en China, Rusia o en Europa del este (muchos niños son abandonados a sí mismos la mayor parte del día).

Entre el 40% y el 80% de los niños abandonados en Rumania y Argelia en el siglo XX murieron muertes prematuras por falta de afecto, cuando la tasa de mortalidad infantil en esos países era del 5,5%. La mayoría estaban sanos. “Pero murieron porque no encontraron ningún tutor de resiliencia” (Los patitos feos, p. 140). Otros se hicieron delincuentes o acabaron psicópatas, es decir, fueron lo suficientemente fuertes para sobrevivir pero no para socializarse correctamente.

2) La segunda causa es que muchos niños son educados sin la ayuda del padre (o de un hombre que cumpliera debidamente esa función). De una sociedad patriarcal, en la que el padre llevaba la dirección de la familia hemos pasado a familias sin padre. Parte del problema es que la situación legal ha cambiado bastante con respecto al padre, ya que la custodia es concedida muy a menudo solo a la madre, y las familias monoparentales son ya casi la mitad de las familias con hijos. Y es que, por ejemplo, un padre sin ningún lazo afectivo o legal con una mujer, incluso ignorando la existencia del hijo, puede ser obligado por la ley (tras test de ADN, etc.) a reconocer a un hijo, a transmitirle sus bienes o a pasarle una pensión, aunque el único lazo reconocido sea el biológico. Pero el padre “útil” en la educación de un niño no es el padre biológico sino el padre que cuida, juega, sostiene, corrige y enseña. La presencia y apoyo de un padre “real” (aunque no lo sea a nivel biológico) tiene un efecto decisivo de “rampa de lanzamiento a la resiliencia” (J. Le Camus, Le vrai rôle du pére, 1995, p. 41).

El padre “entrenador” y “trampolín” contribuye a la resiliencia del hijo mucho más de lo que se podría pensar, tanto por su relación con la madre como por su relación directa con el niño. Con sus juegos enérgicos, obligándole al ejercicio, enseñándole a nadar, a ir en bicicleta, a conducir, etc., en fin, jugando con él y haciéndole reír, el padre prepara al niño a afrontar el riesgo. Y es que, si bien las madres suelen estar naturalmente mejor equipadas para enseñar a establecer relaciones afectivas (attachement) el padre suele ser más eficaz para enseñar la autonomía (dettachement).

Por si fuera poco, hay cada vez más mujeres que minimizan el rol del padre. “Tener un hijo para mi sola” es una de las ideas más egoístas e injustas de cara al niño. (He oído declaraciones en la televisión en estos términos: “¿Para qué quiero un marido si me basta con un espermatozoide?”). Por ese camino nuestra cultura está vaciando la función de padre de su significado existencial sobre todo por el crecimiento aritmético de los niños engendrados fuera del matrimonio. El padre de la sociedad patriarcal (con todos los problemas en los que pudo caer) está siendo substituido por el “amigo de mamá,” es decir, con alguien sin ninguna autoridad sobre el hijo, que crece sin la dirección personal de otro hombre. Porque si el padre biológico puede ser substituido por otro hombre o por una jeringa de inseminación, el padre “real” (el educador) no puede ser substituido más que por otro hombre o tutor. La madre debería revalorizar más la figura del padre en vez de minimizarla (“Tú no tienes padre ni lo necesitas para nada” o “tu padre es un cerdo, que nos abandonó al dejarme embarazada” etc.), por el bien y el equilibrio del niño.

5. El optimismo y la esperanza, factores preciosos de resiliencia

Hay pocas cosas más útiles para el desarrollo de la autoestima que la esperanza, el optimismo, el enfoque positivo de la vida, y por consiguiente, el buen humor, entendido como la capacidad de transformar el sufrimiento en sonrisa. El humor es liberador porque sublima la realidad dolorosa, y es capaz de encarar las circunstancias traumatizantes con perspectiva, y hasta de convertirlas en meras “anécdotas”. La capacidad de sonreír del sufrimiento propio es un signo de gran madurez y de resiliencia. Y la incapacidad de reírse de si mismo… es signo de lo contrario. El talento supremo del resiliente se manifiesta en la capacidad de exponer su desgracia con humor. “Si puedo reírme de mi desgracia es que ésta no puede conmigo: yo la domino.” Sonreir a través de las lágrimas permite tomar cierta distancia con el dolor, y por consiguiente, relativizarlo, o hacer que deje de ser nuestro dueño.

Esta forma de humor es un mecanismo de defensa que permite al niño decirnos: “No quiero dañaros con mis penas, quiero que riáis. Al haceros sonreír, estoy marcando distancias con mi sufrimiento, y estoy transformando mi destino en historia”. Es decir, por ejemplo, al burlarme de mi aspecto cómico o grotesco (con mi cabecita calva, con mi pierna enyesada, etc.), pongo una distancia entre lo que pasó y lo que yo quiero vivir a partir de ahora. El humor provoca una toma de distancia ante el trauma, que permite relativizar el miedo, porque sabe que éste no es más fuerte que el deseo de superarlo. Los niños a los que se les ha tratado con sentido del humor (al caerse y hacerse un chichón, etc.) son los que más tarde llegarán a ser jóvenes autónomos, creativos y capaces de superar felizmente los acontecimientos más difíciles.

Pero es evidente que hay momentos en que el humor no es posible. Hay un tiempo para cada cosa (“Hay un tiempo de llorar y un tiempo de reír” Eclesiastés 3:4). Hace falta tiempo para sanar las heridas y para curar los recuerdos. Al humor se llega tras la maduración.

6. Tutores decisivos que cambian el sentido de la desgracia

El más precioso de los factores de resiliencia es el encuentro con alguien que comprende el caso y asume el esfuerzo de ayudar al niño a superarlo, siendo capaz de revelar otras posibilidades a la situación de desventaja en la que éste se encuentra. Es la mirada del adulto lo que bloquea o empuja el desarrollo del niño, lo que lo traumatiza o lo libera.

La reformulación del problema al niño es la tarea clave del tutor de resiliencia. Explicar al niño de otro modo lo que le pasa enfocando diferentemente la situación, permite asumirlo de otro modo. El film “La vida es bella” es un ejemplo extremo, tan ideal como conmovedor, de lo que es capaz de hacer un “tutor de resiliencia” genial. Aunque en la vida real los casos no sean tan extremos, el ayudar al niño a representar o reformular su problema recurriendo a la expresión oral, escrita, gráfica, o teatral, etc. se permite en cierto modo “liberarse” de él, o por lo menos a tomar distancias frente a la desgracia. La naturaleza, la belleza, el arte, permite a los niños (victimas del mal que sea) apreciar los valores de la vida todavía a su alcance.

Una de las situaciones peores que pueda asumir un niño es tener que huir de la guerra con su familia para refugiarse en un país extranjero, a menudo poco acogedor, si no hostil, en el mejor caso en campos de refugiados. Sin embargo un estudio mostró que los niños refugiados judíos o armenios de la posguerra en un 90% superaron bien el trauma, mientras que no lo consiguieron ni el 50% de los refugiados de Cambodia. A los unos los padres les transmitían esperanza, asegurándoles que iban a superar la prueba, a los otros les dejaban entender que no veían ninguna salida. Y es que la espera de la desgracia es ya la desgracia, mientras que la espera de la dicha es ya parte de la dicha.

El trauma tiene diversos resultados sobre el niño según como se lo haga percibir su entorno. Si lo ven como una desgracia (injusticia) sin explicación y sin salida, ese absurdo sin esperanza es capaz de destruir a la persona. Para unos padres el problema se convierte en una obsesión, que encierra al niño en sí mismo, mientras que para otros, la situación difícil estimula a una reflexión enriquecedora para los valores espirituales y humanos de la familia.

Deportaciones, exilios, accidentes, enfermedades, guerras, muertes de padres, afectan hoy a millones de niños. Según el mensaje que su entorno les trasmite, unos se encierran en un mutismo (a menudo paralizante) para no pensar en nada que evoque el horror pasado o pendiente. Otros descargan su agresividad sobre otros inocentes expresando así su odio a lo ocurrido y su deseo de venganza. Porque el odio al enemigo es también un factor de resiliencia muy fuerte, ya que ¡da la cohesión que debería dar el amor, del que el entorno carece! Eso explica que tantos seres humanos se dejen tan fácilmente convencer a “amar” la guerra (es decir, a lanzarse a ella de alguna forma). Pero el deseo de venganza no ayuda a la resiliencia sino que agrava la situación en la mayoría de los casos. Por eso se superan y perdonan mejor las catástrofes naturales que las humanas (F. SIRONI, Bourreaux et victimes: psychologie de la torture, Odile Jacob, 1999. p. 162).

Ante situaciones similares, otros huyen y se evaden con la fantasía (que transforma no la realidad sino su representación). En ese sentido la fantasía constituye el recurso interno más eficaz de la resiliencia. La prueba está en la gran cantidad de artistas que han sobrevivido a terribles desventajas o desgracias. A través de su arte superan sus problemas, y salen crecidos de la prueba. La tarea de los tutores de resiliencia consiste sobre todo en ayudar a que la metamorfosis ocurra (estimular al estudio, a aprender un instrumento, a hacer deporte, etc.). Porque saben que muchas situaciones de desgracia son reparables y reversibles. El gusano más feo puede convertirse en mariposa (“A pesar de tus muletas tienes mejores notas que otros niños… bueno, ¡menos en educación física! Pero en mates hasta vas a poder ayudarles”.

El atreverse a contar su problema los puede hacer dueños de éste o víctimas permanentes según las reacciones de los adultos del entorno. Ya vemos los devastadores efectos del silencio en las víctimas de acoso escolar, de pederastas, de incestos o de violaciones… El tutor les ayuda a expresarse de manera liberadora y los encamina hacia la recuperación de la autoestima, el compromiso social y la creatividad. El deber del educador es ayudar a la víctima a convertirse en “héroe”. Porque a pesar de los reveses de la fortuna y la crueldad humana, la esperanza es capaz de renacer si se la cuida bien (“Aunque alguien te ha hecho mucho daño no vamos a dejar que esa pena te impida realizar tus sueños”)

7. El amor (recibido y dado), secreto último de la resiliencia

Nunca repetiremos bastante que las reacciones psicológicas de los niños dependen de la actitud de los adultos que les rodean. Los niños víctimas de la guerra rodeados de familias serenas no manifiestan ninguna perturbación psíquica especial. Incluso los niños de la calle se las arreglan a menudo mejor que los que conviven con padres histéricos o ansiosos. El poder tóxico y destructor de la desgracia depende en los niños de la reacción del entorno. Cuando la familia se hunde, si el niño que no encuentra ningún apoyo exterior sucumbe también. A veces el apoyo es la banda (es decir, la aprobación y el estímulo de alguien) que le devuelve la autoestima y una razón para vivir (aunque sea mala).

Las guerras son traumatizantes, pero no necesariamente más que algunas agresiones y situaciones de cada día en la vida de familias disfuncionales, en las que reina el maltrato. Lo que traumatiza al niño no es tanto la desgracia en sí como la reacción de su entorno afectivo ante los acontecimientos. Son estos los que hacen la situación más o menos traumática.

Por eso, el amor, la aceptación y el perdón son los grandes ingredientes de la resiliencia. No hay heridas que no puedan cicatrizarse con el tiempo y amor, y aún mejor con la confianza en la ayuda divina. Pablo ya lo había dicho : “Nada podrá separarnos del amor de Dios…” (Rom. 8:28, 35-39).

La carencia afectiva es el factor más traumatizante que se conoce. Los niños viven y sienten sus problemas a través de la mediación de su entorno (padres, familia, etc.). Las familias que se arropan, ayudan y apoyan constituyen el mayor escudo protector ante un mundo hostil. Los niños necesitan lazos y proyectos que los valoricen: nada mejor que ocuparse de otros. Deben ser actores y sujetos de su vida: no objetos pasivos de la protección de su entorno. Dar y ayudar es su mejor terapia.

Para desarrollar la resiliencia el niño necesita sostén afectivo y verbal de parte de un grupo de apoyo (familia, iglesia, etc.). Y este apoyo comienza por la escucha. El relato de la agresión o del problema debe ser escuchado y aceptado con estima y comprensión. Si no, puede convertirse en factor de agravación, según la reacción del entorno. Este puede hacer que una herida no se convierta en trauma. Muchos niños son gravemente heridos por las circunstancias: nosotros los convertimos en traumatizados. Porque lo que hace que un suceso se convierta en recuerdo (bueno o malo) es la emoción provocada por ese suceso y el significado que el episodio ha tomado en la historia personal de sus protagonistas.

La manera de contar nuestros recuerdos cambia con el tiempo, pero no el tema, que sigue el mismo en el fondo de nuestra memoria, expresado u oculto, constituyendo parte de la columna vertebral de nuestra identidad. De ahí que expresar a su manera sus recuerdos (incluidos los más dolorosos) es necesario para toda terapia. El hecho de que se cuenten de manera cambiante es normal y parte de la terapia misma, pues muestra que el pasado no nos bloquea, sino que podemos dominarlo. Es esta “falsificación creadora” la que transformar el sufrimiento “en obra de arte” en el caso de los grandes artistas. Porque la memoria de los resilientes es menos fija que la de los obsesos con patologías, que ha quedado prisionera de los hechos. La memoria de los resilientes es como la del novelista: creadora y selectiva. Y cuanto más creadora y selectiva, tanto mejor para la recuperación.

El desarrollo de la resiliencia requiere que se recurra a la creatividad (no al consumo pasivo, aunque sea de atención y amor), porque la felicidad de crear es vital. El niño resiliente descubre que puede crear su propio mundo, al margen del que le toca sufrir. Aquí los creyentes necesitamos ser muy cuidadosos, porque la educación demasiado normativa o austera obstaculiza la creatividad en nombre de la moral. Al reprimir la imaginación reprimimos también sin darnos cuenta la capacidad de resiliencia. Esto ocurre en hogares donde leer cuentos, dibujar, escuchar música popular, o tocar la guitarra… etc., se consideran pérdidas de tiempo o frivolidades.

Conclusiones

La resiliencia es el arte de surfear en los agitados mares de la vida, o de navegar en medio de torrentes. La interpretación de la tragedia puede tener un efecto revulsivo y protector… ¡o destructor! Así, “la herida vergonzosa” sufrida por el niño víctima de acoso, por ejemplo, debe conducir, con la ayuda de un buen tutor de resiliencia, a la realización de un “acto valiente” de denuncia de la injusticia y de superación, si es posible, para el bien de otros.

Resumiendo, la resiliencia se aprende y se enseña. Es un proceso que requiere el concurso de al menos estos tres factores:

1. El encuentro con un tutor de resiliencia (familiar, maestro, amigo, pastor)…, que cree en el futuro del niño, lo acepta tal cual es, y procura sacar de él lo mejor de lo que puede llegar a ser.

2. La acción del niño sobre sí mismo. La resiliencia no es una evasión, o una vacuna contra el sufrimiento: es un camino a recorrer activamente por el niño que toma en mano su propio destino, no dejándose aplastar por la adversidad.

3. La aplicación de la experiencia ganada en la ayuda a otros. Es haciendo algo creativo para otros que se sale antes de la cárcel de la autocompasión. Curiosamente, es más útil la ayuda dada que la recibida. Ya lo dijo Jesús: “Es más beneficioso para uno mismo dar que recibir” (Hechos 20:35). Ser útil es una de las mejores terapias porque refuerza naturalmente la autoestima.

En el mundo en que vivimos, en el que vemos las injusticias y agresiones aumentar y multiplicarse contra los inocentes, a nosotros nos toca preparar a nuestros hijos para hacer frente a la vida con resiliencia, sabiendo que con Dios, que los fortalece, “todo lo pueden” (Filipenses 4: 13), hasta lo que puede parecer insuperable. A nosotros nos corresponde convencer a nuestros “patitos feos,” para los que queremos lo mejor, de que son cisnes, e infinitamente amados por Dios.

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Revista Adventista de España