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Fue uno de los terremotos más devastadores que alguna vez haya golpeado Armenia. El 7 de diciembre de 1988, a las 11:41 de la mañana, hora local, la región norte de Armenia, cerca de Spitak, fue sacudida por un gran terremoto de magnitud 6.8 en la escala de Richter, que destruyó ciudades, devastó cosas y costó la vida a más de treinta mil personas. La historia de un padre anónimo que buscaba a su hijo entre las ruinas de una escuela ha inspirado a miles desde ese momento.

Inmediatamente después del terremoto inicial, el padre se dirigió a la escuela, que había sido totalmente destruida. Recordando una promesa que había hecho hacía algún tiempo, comenzó a cavar hasta con sus manos. “No importa lo que pase, siempre estaré cuando me necesites”, había prometido a su niño para cuando sintiera miedo.

Calculando la ubicación aproximada del aula del hijo, comenzó a remover los escombros y el cemento. Llegaron otras personas, que viendo la destrucción devastadora intentaron sacarlo del lugar. Sin embargo, el hombre no se movía de su meta, pues había hecho una promesa. Los bomberos y el personal de Emergencias trataron de disuadir al hombre, porque debido a las fugas de gas los incendios y las explosiones eran un peligro real. “Nosotros nos ocuparemos”, le dijeron. “Es imposible que su hijo haya sobrevivido a esto”.

El padre continuaba removiendo todo, escombro por escombro. Finalmente, después de 38 horas, de repente escuchó la voz del hijo. “Papi, ¿eres tú? ¡Sabía que vendrías! Les dije a los demás niños que no se preocuparan, porque tú habías prometido venir a buscarme”. Ese día, el hombre salvó a catorce niños, incluido su hijo. ¡Cumplió su promesa! (1)

OTRA ESPERA

Hemos estado esperando mucho tiempo desde que los ángeles preguntaron a los discípulos: “¿Por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá, como le habéis visto ir al cielo” (Hech. 1:11).

Pablo esperó (Rom. 12:11-13; 1 Tes. 1:10); Pedro esperó (1 Ped. 1:7-9; 4:7; 2 Ped. 3:9-14); Juan esperó (Apoc. 22:12, 20); y millones de otros seguidores de Cristo han esperado desde aquel momento. En muchas ocasiones, muchos de los que esperaban por el glorioso regreso del Maestro fueron muertos, encarcelados, perseguidos o ridiculizados. En otros momentos, la tibieza amenazaba con transformar a los apasionados discípulos en meros espectadores, más interesados en los últimos artefactos o modas pasajeras que en el regreso de su Señor. No siempre es fácil esperar.

APRENDER DE LOS HECHOS

La iglesia cristiana primitiva, como se la presenta en Hechos de los apóstoles, proporciona un gran ejemplo de cómo debemos esperar. Cuando dejaron de mirar al cielo, comenzaron a esperar. Esperando, comenzaron a orar (Hech. 1:14). Al orar, se unían más (2:1). Luego, algo sucedió: la esperanza unida a la oración se convirtió en audacia llena del Espíritu. El reavivamiento condujo a un énfasis en la misión, que no se podía contener. El testimonio de Pedro, traducido por el Espíritu para alcanzar a otros corazones, llevó a una multitud de conversiones. Tres mil personas fueron bautizadas ese día. Y ese era solo el comienzo (vers. 41).

La camaradería en la oración, el cuidado de las necesidades de la nueva comunidad y la alabanza centrada en Dios llevaron al crecimiento de la iglesia, porque “el Señor añadía cada día a la iglesia” (vers. 47). Las personas tímidas, cansadas, preocupadas, eran transformadas en predicadoras de la Palabra concentradas en la misión, osadas y convincentes. Las persecuciones los llevaron a Samaria, Asia Menor, Roma, hasta lo último de la Tierra. Ellos esperaban, y estaban apasionados por predicar al Salvador resucitado, en un mundo en que, para la mayoría, la Cruz era una locura (1 Cor. 1:18).

Hay dos factores que los hacían avanzar. En primer lugar, el hecho de que habían estado con Jesús. Hablaban de un Salvador al que conocían íntimamente. Habían experimentado al Dios con nosotros en persona, y esa experiencia los había transformado.

En segundo lugar, estaban profundamente arraigados en las Escrituras y prestaban especial atención a las profecías. El sermón de Pedro en Pentecostés está lleno de citas del Antiguo Testamento. Habían verificado la precisión, en el tiempo de Dios, para la llegada del Mesías (Gál. 4:4), y confiaban en la misma precisión para el regreso de su Hijo.

Aquí encontramos algo que podemos aprender de la iglesia primitiva: al igual que los discípulos de antaño, debemos conocer a nuestro Salvador de manera personal e íntima. La gracia no se puede comunicar de boca en boca. La salvación no se obtiene por vínculos de sangre o formularios de membresía. Un encuentro personal con el Salvador resucitado es la base para la espera con confianza. Confiamos en las personas a las que conocemos de verdad; para conocer realmente a Jesús, debemos pasar tiempo con él en oración y en estudio de su Palabra.

Otra faceta importante de nuestra espera por Jesús involucra una comprensión del mensaje profético de Dios para nuestro tiempo.

Debido al final de la línea de tiempo profética en 1844, estamos viviendo en el tiempo del fin. Daniel 9:24 al 27 nos ayuda a establecer el comienzo del largo período de 2.300 tardes y mañanas (o días), presentado en Daniel 8:14; que tanto perturbaba al profeta. Las 70 semanas “cortadas” del período profético mayor comenzaron en el año 457 a.C., cuando el rey medopersa Artajerjes I otorgó a Esdras amplia autoridad para lo que le “parezca hacer de la otra plata y oro” (Esd. 7:18). Esto habilitó a Esdras para reconstruir finalmente los muros de la ciudad de Jerusalén, brindando un vínculo claro con Daniel 9:25 y la promulgación del decreto para “restaurar y edificar Jerusalén”.

La profecía bíblica es confiable. Cuando llegó el tiempo exacto predicho por los profetas, Jesús entró en la historia de la Tierra y la cambió para siempre. Si los amplios trazos de Dios de las líneas proféticas de tiempo tienen sentido y son confiables, ¡cuánto más debemos confiar en el que nos prometió “He aquí yo vengo pronto” (Apoc. 22:12)!

¿Qué tan pronto es “pronto”?

Los primeros adventistas entendían que el pronto regreso de Dios era realmente pronto. Sus vidas, sus prioridades, sus esperanzas estaban enfocadas en el momento más glorioso de la historia. Pronto Jesús vendría, para llevar a sus redimidos al hogar. Sin embargo, han pasado más de 170 años desde ese momento.

¿Qué tan pronto es “pronto”?, nos preguntamos mientras esperamos. Sí, las señales de la Venida son claramente visibles y se van acumulando (Mat. 24). Podemos ver esto cada vez que encendemos el televisor, visitamos nuestras páginas favoritas de Facebook o leemos noticias sobre guerras, catástrofes naturales, hambrunas, enfermedades, crueldad, falta de valores morales y desigualdad social. Cuando nos miramos al espejo, incluso podemos llegar a ver complacencia laodicense. Sin dudas, este mundo está en crisis: moral, económica, social y ecológica.

La vida no puede continuar así para siempre. Nuestros recursos son limitados; nuestros problemas parecen no tener solución y nuestro egoísmo no tiene límites. Aun así, tenemos la esperanza que solo Jesús nos puede dar. Como los discípulos, vivimos una vida de servicio activo mientras esperamos. Como los discípulos, nos tomamos firmemente de la mano del Maestro mientras esperamos. Como los discípulos, tenemos la certeza de la “palabra profética más segura”, que nos guiará como una antorcha que alumbra en lugar oscuro (2 Ped. 1:19).

Al igual que en Pentecostés, podemos ver al Espíritu de Dios obrar entre nosotros. El mensaje de su pronto regreso está transformando vidas y abriéndose camino en pueblos, ciudades del interior, selvas y cimas de las montañas. Esperamos y servimos porque ese ha sido el modus operandi de los hijos de Dios desde el día en que los discípulos vieron a Jesús desaparecer en las nubes de los cielos.

Con una oración a la vez, se agranda el Reino de Dios. En medio de un mundo de dolor y sufrimiento, incluso en medio de nuestro propio dolor, esperamos con paciencia y confianza. Y en ese gran día, que opacará a todos los grandes días, correremos a los brazos de nuestro Salvador y le diremos: “Jesús, sabíamos que vendrías a rescatarnos, porque eso es lo que nos prometiste”.

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Referencia:

(1) Tomado de Jack Canfield y Mark Victor Hansen, eds., Chicken Soup for the Soul [Sopa de pollo para el alma] (Deerfield Beach, Fla.: HCI Books, 1993), pp. 273, 274.

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PREGUNTAS PARA PENSAR:

1. ¿Cómo podemos esperar activamente el regreso de Jesús, en un mundo que no da lugar a Dios?

2. ¿Cuál es la relación entre el Reavivamiento y la esperanza de la Segunda Venida?

3. ¿Por qué nos distraemos, o incluso desilusionamos, en nuestra espera por Jesús? ¿Cuál es el remedio para esta desilusión y distracción?

4. ¿Cómo podemos esperar con fe, como parte del pueblo de Dios, y ser de bendición para quienes nos rodean?

Revista Adventista de España