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Albert Einstein tenía cinco años la primera vez que vio una brújula. La aguja lo cautivó. De cualquier manera en que girara el antiguo aparato, tratando de engañarlo para que señalara en otra dirección, la aguja de la brújula siempre encontraba la manera de apuntar, otra vez, hacia el norte magnético. “Una maravilla”, pensó.

A Einstein le gustaba contar esta historia en la que percibió por primera vez que “algo profundamente escondido” tenía que estar detrás de las cosas. El curioso niño se puso a estudiar estas fuerzas escondidas, y se convirtió en un gran físico que demostró aquello que desafiaba una explicación e identificó lo que no podíamos ver: la misteriosa conexión entre energía y materia, lo invisible que determina lo visible.

Una maravilla para Pablo

La vida con Jesús era la maravilla de Pablo. Las cosas invisibles estaban trabajando en lo más profundo de su vida, donde germinan los pensamientos, se construyen los valores y comienzan las decisiones. Las cosas invisibles obraban en su vida interior con el fin de moldear un carácter que todos podían percibir como el resultado de la maravillosa gracia de Dios. ¿Cómo funcionaba? La explicación de Pablo es básica y sencilla: “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Cor. 5: 14). La palabra traducida como “constriñe” significa acorralar, rodear, controlar, impeler. Pablo sugiere que somos sujetos, como por un vicio, por el amor de Cristo. Pero, esta restricción está lejos de ser estática. Es dinámica, convincente.

Cómo hacer rafting en aguas bravas

Imagina que estás haciendo rafting en los enérgicos rápidos del Cañón del Colorado. Las furiosas aguas bravas te impulsan entre los escarpados acantilados de piedra. No puedes ir contra la corriente, y no puedes aferrarte del acantilado ni trepar por él. Eres impulsado en una clara y determinada dirección de la que no puedes volver, salir o detenerte. Tienes que permanecer hasta el final de la “montaña rusa”, aterrorizado más allá de lo que alguna vez pensaste.

Imagina el amor de Cristo que te cerca como las murallas de piedra a ambos lados; no puedes distraerte ni a derecha ni a izquierda. Imagina que su amor te impele a avanzar como una poderosa corriente de agua en un estrecho canal; no puedes permanecer en el lugar en donde estás. Este es un amor que cambia radicalmente las prioridades de tu vida: eres impulsado solo en una dirección moral. Tiene un foco. Una pasión. Un punto de referencia. Una sola fuente de pensamiento y acción: ¡Jesucristo! Esta es una pasión que los demás pueden ver claramente, a partir de lo que has llegado a ser: Jesús en el interior, que se muestra en el exterior (2 Cor. 5: 15, 17; ver Fil. 2: 21; 3: 7-14).

En lo único en que se centraba Pablo, hasta que no hubiera nada más en su horizonte, era el amor de Cristo. “Porque para mí el vivir es Cristo”, dijo a los creyentes en Filipo (Fil. 1: 21). Para él, Jesús era el norte magnético que reorientaba invariablemente su brújula moral y espiritual cada vez.

Más allá del egoísmo

¿Alguna vez has seguido a un labrador retriever hasta el borde del agua, con un palo en tus manos? A medida que te acercas al borde del agua, comenzará a bailar y jadear. Si haces girar el palo por encima de tu cabeza, el animal también girará, saltando y ladrando. No tiene domino sobre sí: está concentrado, dispuesto, listo para lanzarse. No tenemos que enseñar al labrador a recuperar lo que arrojamos, lo lleva en la sangre. Vive para recobrar; casi se vuelve loco por correr y recuperar. En el momento en que lanzas el palo, incluso antes de que lo vea en el aire, está listo para ir por él.

“Porque si estamos locos, es para Dios”, dice Pablo (2 Cor. 5: 13). En otras palabras, somos consumidos, estamos entusiasmados, obsesionados, desequilibrados por Cristo. Como el apabullante instinto de un labrador retriever, somos impelidos por una visión y una pasión abrumadoras.

Al ver a Pablo, sabemos que algo invisible y poderoso constriñe lo que vemos: trabajo duro, prisiones, palizas, latigazos y apedreamientos, un sinfín de kilómetros por escabrosos caminos y ormentosos mares, agotamiento, dolor y noches sin dormir, días de hambre y frío extremos, un día y una noche aferrándose de un resto de navío tras un naufragio… Lo que observamos son sus decisiones morales y espirituales, su vida y su estilo de vida, su fe y su fidelidad (2 Cor. 6: 3-10; 11: 22-33; ver Fil. 3: 7-10).

Estas imágenes de su vida proveen el trasfondo en el que asevera que el amor de Cristo lo constriñe a ya no vivir más para sí. El mensaje del evangelio, la prioridad de la obra de Dios por los perdidos, el pueblo de Dios, la honra de Dios; todo esto es más valorado en la mente de Pablo que cualquier otra cosa, especialmente él mismo: Lo voy a hacer todo por Jesús. Gratuitamente. Sin condiciones. Sin límites. Sin importar el precio.

Algo por lo que vale la pena morir

¿De qué manera el amor de Cristo alcanza el recinto privado del pensamiento, los sentimientos, los valores y la voluntad? ¿Cómo llega a convertirse en un poder tan determinante que puede moldear lo que uno es en su interior y cambiar el modo en que se vive cada día exteriormente?

Para Pablo, esta orientación interna está estrechamente unida a la comprensión de la realidad invisible de la muerte de Cristo: “Si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor. 5: 14, 15).

Pablo se está refiriendo a la muerte sustitutoria de Cristo por nosotros, y lo aplica a lo que esto significa para nuestra vida: dado que Cristo murió, ¡nosotros morimos! Morimos al yo. Morimos a una vida centrada en el yo. Morimos a las pasiones y los deseos que nos absorben. Morimos a la comodidad de nuestra vida diaria.

El amor de Cristo, entonces, literalmente llega a ser “un amor por el que morir”. “Con Cristo estoy juntamente crucificado –exclama Pablo–, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál. 2: 20). Este es el poder de esta realidad invisible: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17). Llegamos a ser una nueva creación, una nueva persona, por dentro y por fuera. Todo es completamente repriorizado. Perdemos interés en las cosas que alguna vez atesoramos; nuevas cosas son, sorprendentemente, bienvenidas en nuestra vida. Este cambio de rumbo es increíble, incomprensible; sin embargo, radicalmente real.

Lo invisible converge con lo visible en lo más profundo de nuestra vida, donde germinan los pensamientos, se forman las opiniones, se persiguen los valores y comienzan las decisiones. Somos transformados por medio de la renovación de nuestro mundo interior, por la gracia que convierte y el poder del Espíritu Santo (Tito 3: 3-7; Juan 3: 5-8; 1 Juan 3: 9). Jesús llega a ser nuestro nuevo punto de referencia. Ahora vivimos para exaltarlo. Su honra es más importante. Su obra es prioritaria. Un turista que visitaba la estación misionera en la que una enfermera estaba curando las purulentas úlceras de un leproso hizo una mueca de asco y murmuró: “¡No haría eso ni por un millón de dólares!” La enfermera respondió, sonriendo: “¡Yo tampoco! ¡Pero lo hago por Jesús, sin esperar nada a cambio!”

¿Qué harías por Jesús sin esperar nada a cambio? ¿Nada? ¿Todo? ¿Hay un límite? ¿Existen condiciones? ¿Por qué harías algo por Jesús?

Nuestra vida también puede ser una maravilla. Ya sea que estemos trabajando o recreándonos, ministrando o descansando, Jesús desea obrar en el mismo centro de nuestro ser, a fin de llegar a ser para nosotros la Fuente de acciones y pensamientos maravillosos. Quizá, sea más de lo que podamos explicar. Pero, impelidos por su amor, podemos dedicar el resto de nuestra vida a tratar de entenderlo más y más.

Preguntas para reflexionar y compartir.

1. ¿Es bueno sentirse compelido a hacer algo por amor?

2. ¿Qué es lo que dice Pablo acerca de su razón para vivir, y por qué es así?

3. ¿Qué neceito hoy para experimentar la “maravilla” de Pablo?

Revista Adventista de España