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Los intereses personales en el seno del pueblo de Dios se han convertido en uno de los enemigos más difíciles de batir y no son, por desgracia, nada nuevo. Ya en el círculo más íntimo del Salvador eran comunes las luchas de poder.

Imaginémonos esta dura escena: Cristo se entrega a las últimas horas de vida que le restan sobre la tierra en compañía de sus amigos. Nos es imposible imaginar los duros momentos de dolor y desasosiego por los que está pasando, los mismos que no mucho después le harán sudar sangre en el Monte de los Olivos. Es muy probable que en una situación tal deseara el afecto y la simpatía de los suyos, aquellos que le habían acompañado a lo largo de su ministerio. Pero cuando gira el rostro buscándolos, solo se encuentra con un conflicto cotidiano: cada uno de ellos discutía con los demás por ser el más importante del reino que creían llegaba pronto (Lc. 22: 24).

De algún modo, todos los evangelistas han querido reflejar ese desmedido afán de protagonismo que caracterizaba a los discípulos. Por si el pasaje de Lucas no fuera suficiente, Marcos nos confirma que ante la subversiva discusión de los doce, Jesús ha de mostrarles que el más importante en los cielos no será un hombre hecho y derecho, ni siquiera uno que camina tras el Mesías, sino un humilde niño (Mr. 9: 30-37). Mateo, por su parte, relata el desagradable incidente con la madre de Santiago y Juan. Ella prácticamente demanda de Cristo un lugar de honor para sus hijos a su lado. Lo más terrible es que, tras la solicitud, los discípulos se enfadan, no porque considerasen la petición de la mujer una falta de respeto, sino porque se les había adelantado (Mt. 20: 20-28).

Pero si hay un pasaje bíblico que impacta es el de Jn. 21: 20-22. En él, Pedro, que había negado al Mesías en un momento de cobardía, es restaurado. Hasta en tres ocasiones (las mismas que Pedro le negó), Jesús le ha preguntado si le ama, para pedirle al final que apaciente a sus ovejas. Sin embargo, inmediatamente después de su restablecimiento espiritual, Pedro mira hacia atrás y se da cuenta de que Juan camina tras ellos. “¿Qué pasa con este?” – pregunta entonces. Y Jesús, en su infinita paciencia, le da la respuesta que todos nosotros necesitamos: “¿A ti qué te importan los demás? Sígueme tú.”

El deseo de ser más que el otro es mucho más que una triste anécdota en los Evangelios. En realidad es la consecuencia de una profunda crisis que lleva mucho tiempo gestándose entre los seguidores más cercanos de Cristo: una crisis de oración. Los discípulos no están en contacto con el Dios al que dicen adorar, lo cual castra dramática y profundamente su impacto entre el pueblo. Esta inercia se muestra en numerosas ocasiones en las Escrituras, pero entre ellas destacan algunas por su crudeza:

– La falta de preparación espiritual de los discípulos finaliza con su incapacidad para sanar a un joven que sufre de ataques epilépticos en Mt. 17: 14-21. Ni siquiera la gloria de la transfiguración de la que han sido testigos algunos de ellos momentos antes les sirve de apoyo. La clave es la oración y el ayuno, sentencia Jesús más adelante, algo de lo que ellos adolecen.

– Frente a la oración constante de Cristo en el Monte de los Olivos, los discípulos responden con desidia y duermen (Lc. 22: 45-46). Su comportamiento les invalida para hacer frente poco después a la captura de su Maestro y huyen despavoridos abandonándole, en una actitud más propia de bandoleros que de hombres de Dios.

– En definitiva, es la propia actitud de los discípulos en Lc. 11: 1 la que nos ayuda a comprender la dramática situación que viven. “Enséñanos a orar”, piden, puesto que no saben hacerlo. Es un grito desesperado de aquellos que, aun con sus muchos defectos y conflictos intestinos, son conscientes de que, cuando hablan con Dios, lo hacen mal.

La crisis de oración abre grandes fisuras en el pueblo de Dios. Nos hace mirar hacia abajo, hacia nosotros mismos, en vez de elevar la vista hacia Dios. Un cristiano que ansía satisfacer sus deseos dentro de la iglesia es, en realidad, alguien que ha dejado de orar o, al menos, de orar adecuadamente. Porque no siempre se trata de no hablar con Dios en absoluto. Si algo nos enseña la parábola del fariseo y el publicano es que uno puede llenarse de razones para considerarse mejor que los demás, incluso cuando se encuentra frente a aquel de quien deriva la existencia misma. Es sorprendente (y espantoso) encontrar a un cristiano que habla con Dios mirando por encima del hombro a su prójimo.

Sin embargo, quizás yo me comporte así en más de una ocasión.

Si lo pensamos bien, la oración en la que uno demanda de Dios lo que considera justo, la oración que va dirigida a obtener de Él lo que se desea en vez de lo que se necesita, no es muy distinta a la letanía sin sentido que encontramos en distintas confesiones cristianas y no cristianas. No solo es una oración incapaz de llegar a los oídos del Señor, sino que también denota una flagrante falta de fe; aquella en virtud de la cual uno considera que el Señor no es lo suficientemente listo como para saber qué ha de ser de mí dentro de mi comunidad religiosa o en cualquier otra área de la vida.

Cabe plantearse si en realidad hoy no vivimos algo semejante en la iglesia. Si no nos pasamos demasiado tiempo desconfiando unos de otros, mirándonos con resquemor, creyendo que los demás son sin duda inferiores a mí y que, por tanto, deberían estar a mi servicio. Si es así, las grietas entre nosotros serán cada vez más grandes y nos pasará como a los discípulos quienes, a pesar de andar con Jesús, contribuyeron con sus afanes desenfocados y desmedidos a que el crecimiento del mensaje cristiano se viera lastrado, cuando no, anclado directamente.

¿Y cómo salir de una crisis tal? ¿Cómo puede realmente crecer y trascender la iglesia de Cristo? Las Escrituras nos dan la respuesta.

En Hch. 2:1, se nos relata cuáles fueron las condiciones necesarias para que el derramamiento del Espíritu Santo se produjera y, con ello, la iglesia saliera de esa profunda crisis en la cual se encontraba aun antes de nacer. Y la palabra clave sería “unidos”. Así es como se encontraban los seguidores de Jesús en el aposento alto. Al fin habían dejado de mirar hacia abajo y, quizás por primera vez en su vida, decidieron que todos eran realmente importantes. Elena G. de White apostilla además en la página 30 de Los Hechos de los Apóstoles, que todos ellos oraban “con intenso fervor.” Todo lo demás, los milagros, el crecimiento, la devoción, la fraternidad, los viajes misioneros y la victoria, vino seguido.

Quizás la solución a todas nuestras crisis como individuos y como colectivo sea tan sencilla que la hemos pasado por alto: necesitamos orar, orar de verdad. Es ese tipo de oración que une, que nos hace preocuparnos por el otro y dejar nuestros intereses personales a un lado. Es la oración del niño Samuel frente al Todopoderoso, la oración de Daniel por un pueblo al que cree perdido y también la de Esteban por sus enemigos. Es, en definitiva, la oración que deja espacio al Señor para que haga de nosotros lo que desee y así podamos triunfar.

Revista Adventista de España