Por todos es sabido que Pablo, antes de ser el gran apóstol cristiano a los gentiles, era Saulo, un benjamita hebreo de hebreos y profundamente fariseo. Antes de encontrarse con Jesús, afirmó que su pasión (celo) había sido perseguir a la iglesia (Fil. 3: 6). En su identificación con el judaísmo, Saulo admite que se lo hizo pasar mal a la iglesia y que quiso acabar con ella (Gál. 1: 13).
Era un hombre sincero, apasionado, comprometido, pero terriblemente equivocado. Tras su encuentro con Jesús, el que había perseguido para destruir, amó para salvar. En todo momento mostró que su conversión era fruto de la gracia. Habiendo sido antes «blasfemo, perseguidor e injuriador; fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Y la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús» (1 Tim. 1: 13-14).
Su compromiso sería mostrar esa misma misericordia a aquellos a los que quería alcanzar con el Evangelio de Cristo. De hecho, tal y como él mismo escribió, el motivo por el que fue recibido a misericordia fue «para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna» (v. 16).
Así pues, el que había perseguido a la iglesia llegó a amar a la iglesia que antes había perseguido. En un lenguaje pastoral sublime, afirmó: «… y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma, y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar, y yo no me indigno?» (2 Cor. 11: 28-29).
Del odio al amor. Una verdadera conversión
Creo que no soy el único que se identifica con este gran hombre. Sé de muchos compañeros pastores que lo admiran y que agradecen a Dios por la sensibilidad pastoral con la que Pablo ha inspirado su propio ministerio. Su reconocimiento de la gracia, su sentimiento de pequeñez y la admiración por Jesús se unen en esta declaración: «De este evangelio yo fui hecho ministro por el don de la gracia de Dios que me ha sido dado según la acción de su poder. A mí, que soy el más insignificante de todos los creyentes, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las insondables riquezas de Cristo» (Efe. 3: 7-8).
La experiencia de Pablo ha inspirado a muchos a lo largo de la historia. Lo sigue haciendo. El que fue fariseo, ahora estaba apasionado por Jesús. Hoy muchos usan este lenguaje para describir su propio proceso espiritual.
Ahora bien, sin juzgar a nadie y afirmando la imprescindible necesidad de crecer en la gracia y abandonar las formas muertas de religión que son aparentes, pero no transforman, hay algo que me preocupa. Intento explicarme.
Usamos la experiencia de Pablo para explicar nuestra propia experiencia de conversión, pero en varios casos percibo una actitud profundamente distinta entre lo que muchos están viviendo y lo que el apóstol vivió.
El que había sido fariseo asume su error. No culpa a su pueblo ni se esconde detrás de la tradición. Él admite que todo lo que hizo estaba mal, pero era un mal que él acariciaba, puesto que generaban en él ganancia (Fil. 3: 7). Dicho de otra manera, él se sentía bien haciendo lo que hacía. Disfrutaba de lo que era porque le hacía sentir completo y satisfecho. Nadie le obligó. No se vio forzado a ser así. Fue su decisión.
Cierto, el pueblo al que pertenecía favoreció su elección, pero fue su decisión. Así lo admite. Fue por ignorancia, pero no sin culpabilidad. No vemos en él un orgullo que le haga sentirse superior a sus compatriotas. Tampoco vemos un sentimiento soberbio que le haga verse mejor que los demás fariseos.
Su enfoque fue la gracia. Su misión fue el mundo gentil. Su pasión y deseo era su propio pueblo.
¿Ves a lo que me refiero?
Una actitud pastoral compasiva
A lo largo de sus escritos vemos en Pablo una actitud pastoral compasiva hacia los que aún no han tenido su encuentro con Jesús. Azotado por los judíos, perseguido por los de su nación y afrontando constantemente hambre, frío y desnudez (2 Cor. 11: 24-27), Pablo no vació en su deseo de testificar «a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios y de la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hch. 20: 21).
Su pueblo era «desobediente y rebelde» (Rom. 10: 21), pero era su pueblo. Su gente tenía «la mente ofuscada» y todavía andaba con «el velo puesto» (2 Cor. 3:14), pero él sabía que Cristo se lo podía quitar cuando, por obra del Espíritu, se convirtieran al Señor (v. 15). Él fue llamado a predicar a los gentiles, pero constantemente expresó su deseo de alcanzar a los suyos con el Evangelio de la salvación. En la carta a los romanos, Pablo admite que sirvió entre los gentiles con la idea de «en alguna manera pudiera provocar a celos a los de mi sangre y hacer salvos a algunos de ellos» (Rom. 11: 14).
Aquí es donde expreso mi preocupación: muchos afirman ser fariseos en recuperación, pero lo hacen criticando a la iglesia. Culpabilizando a la iglesia de su fariseísmo. Viven un proceso que, según ellos, es similar al de Pablo, pero manifiestan un espíritu que poco tiene que ver con el veterano apóstol.
Pablo nunca dejó de amar. Su encuentro con Jesús no le produjo soberbia, espíritu crítico o comentarios ácidos contra sus hermanos. Predicaría a Jesús en la iglesia, pero también a sus hermanos. Una experiencia en Cristo no conduce a relativizar la verdad bíblica. Jesús siempre conduce a un mayor conocimiento de la verdad que libera, nunca a un relativismo donde cada uno decide qué es la verdad.
La iglesia necesita seguir levantando a Jesús
La iglesia, con todas sus dificultades y desafíos, necesita seguir levantando a Jesús. Como afirma Elena White, «La Iglesia es el medio señalado por Dios para la salvación de los hombres. Fue organizada para servir, y su misión es la de anunciar el Evangelio al mundo. Desde el principio fue el plan de Dios que su iglesia reflejase al mundo su plenitud y suficiencia. Los miembros de la iglesia, los que han sido llamados de las tinieblas a su luz admirable, han de revelar su gloria. La iglesia es la depositaria de las riquezas de la gracia de Cristo; y mediante la iglesia se manifestará con el tiempo, aun a “los principados y potestades en los cielos” (Efesios 3: 10), el despliegue final y pleno del amor de Dios». (Elena de White, Hechos de los apóstoles, pág. 91).
La iglesia tiene como fundamento la Palabra de Dios. El conocimiento de Dios y la afirmación de Cristo como enviado de Dios es la Roca sobre la cual se edifica la iglesia que ha sido llamada a defender (con amor) la verdad. Pablo, nuestro referente, le dijo a Timoteo: «Esto te escribo, aunque tengo la esperanza de ir pronto a verte, para que, si tardo, sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y defensa de la verdad» (1 Tim. 3:14-15).
No, no salva la iglesia y mucho menos una denominación. Ser miembro de iglesia no es garantía de una experiencia salvífica. Elena White afirma: «El hecho de que los hombres se hallen en el seno de la iglesia no prueba que sean cristianos» (Elena de White, Palabras de vida del gran Maestro, pág. 52).
La iglesia, objeto de la máxima consideración divina
Pero la iglesia, en su conjunto, es el objeto de la máxima consideración divina. Elena White escribió que «La iglesia de Cristo, por debilitada y defectuosa que sea, es el único objeto en la tierra al cual él concede su suprema consideración… El Señor tiene un pueblo, un pueblo escogido, su iglesia que debe ser suya, su propia fortaleza, que él sostiene en un mundo rebelde y herido por el pecado» (Elena de White, Testimonios para los ministros, pág. 15).
Para un mayor énfasis, leemos que «Dios no ha pasado por alto a su pueblo, ni ha elegido a un hombre solitario aquí y otro allí como los únicos dignos de que les sea confiada su verdad. No da a un hombre una nueva luz contraria a la fe establecida en todo el cuerpo… Se nos representa a Cristo como morando en su pueblo; y a los creyentes como “edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo; en el cual, compaginado todo el edificio, va creciendo para ser un templo santo en el Señor: en el cual vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios en Espíritu”». (Elena de White, Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 103).
Como Pablo, todos necesitamos el encuentro con Jesús. Cuando nos convertimos, no acusamos a los demás de nuestra falta de fe, sino que inmediatamente sentimos el fuego por compartir a Jesús con aquellos que, lejos o cerca, todavía no lo conocen. Entonces, como Pablo, pasamos de ser fariseos o indiferentes a instrumentos de gracia para salvación de todo aquel que cree.
No te dejes llevar por modas. Vive una fe centrada en Jesús. Ama. Sirve. Salva. Transforma. Ora. Y empuja a muchos para que vean al Maestro.
Autor: Óscar López, presidente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.
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