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La casa de Dios naufragaba en una tempestad mercantil. Los asuntos relacionados con la gestión económica del templo se habían convertido en una prioridad absoluta. El pensamiento general estaba vinculado a un fervor por engrandecer el edificio, embellecerlo, deslumbrar a propios y extraños porque, después de siglos de dominación extranjera y con la sandalia del César sobre el cuello, era apremiante y necesario encontrar un motivo de orgullo. Sólo los desesperanzados se aferran a lo material para solventar sus ansias espirituales; sólo los fracasados ponen su orgullo en lo evidente sustrayendo de la vida lo esencial, aquello que hace falta escudriñar para que pertenezca a nuestra visión del mundo. Los principios básicos eran resistir y prosperar a cualquier precio.

El principio que movió a Jesús a entrar en el templo era el amor: el único principio que da sentido a la vida. Jesús devolvía el significado al templo de Jerusalén con su enfado y con la voz rota por el dolor, pero engrandecida por la autoridad divina. Los principios que rigen en la casa del Padre no son los de sobrevivir a cualquier precio, no son los de eludir la responsabilidad, nosotros no debemos (ni podemos) demostrar que Dios está con nosotros. Es Él quien se muestra acompañando a un pueblo que no puede abrir el Mar Rojo ni hacer caer del cielo el necesario y vital maná. Nuestra debilidad, nuestras deficiencias y carencias son una plataforma perfecta para que Dios se muestre en nuestras vidas.

Hoy entre los cristianos parece haber una guerra por demostrar que Dios está con la congregación en la que nos radicamos, que está con unos y no con otros. No nos damos cuenta de que entre radicarse a radicalizarse hay muy poco, sólo hace falta alguien que diga tener a Dios es exclusiva. Radicarse es el acto de echar raíces, ubicarse en un lugar por largo tiempo, y radicalizarse es poner nuestras propias raíces en algo, agarrarse a los criterios propios para justificar nuestra identidad por encima de todo y de todos.

Dios no hace acepción de personas. Constatamos que tiene mucho pueblo radicado en “Babilonia” y también mucho radical que trae una perversa ofrenda de deformación de la imagen de Dios a su templo (nosotros mismos) convirtiéndolo en una “sucursal babilónica”. Por eso Cristo habló de la destrucción del templo, porque la Verdad debería constituir el fundamento del Templo y no una identidad basada en ser partícipe de unas características externas, en una localización determinada. Sólo había una cosa que podía consumir al indestructible Jesús de Nazaret: el celo por su casa. Jesús era el único capaz de ahogarse en el naufragio material del Templo, pero anunció que lo sacaría a flote y que sólo necesitaría 3 días para hacerlo. Además, se lo dijo a un grupo de expertos pescadores, los únicos capaces de comprender, más tarde, la diferencia entre estar en el templo y ser templo. Sólo Cristo.

Hay un comentario

  • jrjunqueras dice:

    Gracias, Antonio. Me lo quedo y me lo aplico: “Nuestra debilidad, nuestras deficiencias y carencias son una plataforma perfecta para que Dios se muestre en nuestras vidas”.

    ¡Abrazos en Jesús!

Revista Adventista de España