Skip to main content

¡Ay, Señor! ¡Qué razón tiene nuestra amiga Elena cuando dice que deberíamos meditar cada día en la cruz! Es tan complejo el tema y abarca tantos aspectos que necesitaremos toda la eternidad para irlos descubriendo y comprendiendo.

La cruz, símbolo del cristianismo a partir del siglo VI, es interpretada de distintas formas, según cada cual. Algunos se quedan con el aspecto más primario, más simple y evidente: un instrumento de tortura, que tú, mi Amigo, al igual que tantos otros a lo largo de la historia, sufriste en tus carnes. Lo que otros no vivieron colgados o crucificados en un madero fue el terrible peso de la culpa por el pecado (ajeno y con mayúsculas) que te separó de tu Padre produciéndote la muerte por la lejanía de la Fuente de la Vida.

La cuestión se complica cuando nos dices: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Luc. 9: 23). Llegado este punto, muchos interpretan que “su cruz” es esa carga negativa que comporta vivir en un mundo deteriorado por el mal: dolor, enfermedad, relaciones personales tensas e ingratas… y, en un acto de autocompasión y misticismo equivocado concluyen diciendo: “Esta es mi cruz y la tengo que llevar”.

Otros, afinando un poco más, ven “su cruz” en las pruebas y dificultades por las que atraviesan a causa de la fe, en todo aquello que deben dejar para seguirte: trabajo, aficiones, amigos, familia…

La cruz, como instrumento de tortura, solo lleva a la muerte. Cada reo debía llevar la suya hasta el lugar de la ejecución. Tú también lo tuviste que hacer, aunque no hasta el final. Simón Cireneo, obligado por los solados, cargó con ella hasta el Gólgota; en el trayecto, vio como te compadecías de las mujeres que lloraban tras de ti, cómo ofrecías el Paraíso al buen ladrón y cómo pedías al Padre que perdonara a tus asesinos… Algo cambió en ese hombre porque su familia, y tal vez él mismo, fueron tus discípulos (Marc. 15: 21, 22).

Y es que, indefectiblemente, algo sucede en nuestras vidas cuando tomamos la cruz. Y pasa porque tú saliste victorioso de la guerra más importante de todo el universo: Satanás, el mal, el pecado, la muerte fueron vencidos en la cruz. El instrumento de muerte se convirtió en instrumento vida eterna. Tu amor, tu infinita misericordia quedan patentes en la cruz de la vida.

Mi querido Dios, ayúdame a tomar cada día la cruz que me lleva a morir al yo y que me entrega, gracias a tu victoria, una vida plena y abundante aquí y ahora, junto con la certeza de la vida eterna cuando vuelvas a buscarnos. ¡Qué largas conversaciones tendremos entonces!

Revista Adventista de España