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Cristo y los redimidos vuelven a la tierra, al final del milenio
Al final de los mil años, Cristo regresa otra vez a la tierra. No viene solo ya que le acompaña la hueste de los redimidos, y le sigue una comitiva de ángeles. Con voz poderosa manda a los muertos impíos que resuciten para recibir su condenación. Los que resucitan salen de sus tumbas con la misma enemistad hacia Cristo y el mismo espíritu de rebelión, pero el poder de la verdad arranca de sus labios las siguientes palabras: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Ellos no disponen de un segundo tiempo de gracia, pues de nada les serviría ya que lo emplearían como el primero. Toda una vida de pecado no ablandó sus corazones.
El profeta Zacarías anunció: “Vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos… En aquel día se afirmarán sus pies sobre el Monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén, al oriente. El Monte de los Olivos, se partirá por la mitad […] formando un valle muy grande” (Zac.14:4-5). La nueva Jerusalén se asienta en el lugar preparado para ella y Cristo, su pueblo y los ángeles, entran en la santa ciudad.
La última batalla de Satanás
Satanás se prepara para la última lucha por la supremacía. Rodeado de nuevo de personas a las que engañar, decide no rendirse en el gran conflicto. Se hace pasar por el príncipe que tiene derecho a gobernar y se presenta como el que los ha sacado de las tumbas por su poder. “En un arrebato belicoso señala los innumerables millones que han sido resucitados de entre los muertos, y declara que como jefe de ellos es muy capaz de destruir la ciudad y recuperar su trono y su reino”.
Cuenta entre sus filas con hombres de estatura elevada y capacidad intelectual gigantesca, representantes de la raza longeva que existía antes del diluvio. “Allí hay reyes y generales que conquistaron naciones, hombres valientes que nunca perdieron una batalla, guerreros soberbios y ambiciosos cuya venida hacía temblar reinos”
Cristo hace frente a Satanás y le vence
Al fin se da la orden de marcha, y las huestes innumerables se ponen en movimiento. Es un ejército impresionante del que Satanás, el más poderoso guerrero, marcha al frente. Rodean la ciudad y se disponen para el último asalto cuando Jesús reaparece a la vista de sus enemigos. Muy por encima de la ciudad, se ve el trono sobre el que está sentado el Hijo de Dios. Elena White advierte: “Ningún lenguaje, ninguna pluma pueden expresar ni describir el poder y la majestad de Cristo”.
La muchedumbre victoriosa lo rodea. Están revestidos de ropas blancas, emblema de la justicia perfecta de Cristo, y en su mano llevan palmas como símbolos de victoria. Al ver el inmenso poder del enemigo se dan cuenta que “ningún poder fuera del de Cristo habría podido hacerlos vencedores”. Su canto y alabanza es para Dios y para el Cordero que es coronado en presencia de los habitantes de la tierra y del cielo reunidos.
El Rey falla el juicio contra los que se rebelaron contra él y dirige su mirada hacia los impíos, que son conscientes en ese momento de todos los pecados que cometieron. Todo aparece con claridad en su mente: “las tentaciones seductoras que ellos fomentaron cediendo al pecado, las bendiciones que pervirtieron, su desprecio de los mensajeros de Dios, los avisos rechazados, la oposición de corazones obstinados y sin arrepentimiento”.
Por encima del trono, se destaca la cruz
“Por encima del trono se destaca la cruz; y como en vista panorámica aparecen las escenas de la tentación, la caída de Adán y las fases sucesivas del gran plan de redención”. Satanás y sus ángeles no pueden apartar sus ojos del cuadro que representa su propia obra. Ven a Jesús pisando el sendero del Calvario. Contemplan al Príncipe del cielo colgado de la cruz y recuerdan a los sacerdotes y al populacho ridiculizando la agonía del Salvador. Los que lo crucificaron “en vano procuran esconderse ante la divina majestad de su presencia que sobrepuja el resplandor del sol”.
Entre los redimidos podemos ver al heroico Pablo, al ardiente Pedro y al amado Juan. Junto a ellos la inmensa hueste de mártires que se emocionan al ver las escenas de la cruz. Desde el otro lado, vemos también al cruel Nerón que contempla la alegría y el triunfo de aquellos a quienes torturó.
Allí hay sacerdotes y “prelados papistas, que dijeron ser los embajadores de Cristo y que no obstante emplearon instrumentos de suplicio, calabozos y hogueras para dominar las conciencias de su pueblo”. Allí están “los orgullosos pontífices que se ensalzaron por encima de Dios y que pretendieron alterar la ley del Altísimo”. Todos los impíos del mundo están de pie ante el tribunal de Dios, acusados de alta traición contra el gobierno del cielo. No hay quien sostenga ni defienda la causa de ellos; no tienen disculpa; y se pronuncia contra ellos la sentencia de la muerte eterna.
Un ángel ocupa el lugar que pudo haber sido de Lucifer
Se hace evidente que la paga del pecado es la muerte. Los impíos oyen la sentencia y cayendo prosternados, adoran al Príncipe de la vida. Satanás parece paralizado al contemplar la gloria y majestad de Cristo. El que en otro tiempo fuera uno de los querubines recuerda de dónde cayó. Ve ahora a otro que, junto al Padre, vela su gloria. Ha visto la corona colocada sobre la cabeza de Cristo por un ángel de elevada estatura y majestuoso continente, y sabe que la posición exaltada que ocupa este ángel habría podido ser la suya. Recuerda su inocencia; el gozo que sentía cerca de Dios hasta que se entregó a murmurar contra Dios y a envidiar a Cristo.
Recuerda su rebelión y ve la obra que ha hecho entre los hombres y el resultado: muerte, dolor, enfermedad y destrucción. Al considerar Satanás su reino y los frutos de sus esfuerzos, solo ve fracaso y ruina. Ha sido derrotado y obligado a rendirse. Ha quedado descubierta su gran mentira contra el trono de Dios, y entonces, se inclina y reconoce la justicia de su sentencia.
Satanás ha sido condenado por sus propias obras. La sabiduría de Dios, su justicia y su bondad quedan por completo reivindicadas. En vista de todos los hechos del gran conflicto, todo el universo, tanto los justos como los rebeldes, declaran al unísono: “¡Justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de los siglos!”.
Cristo murió para dar vida eterna a los redimidos
Cristo sufrió la vergüenza y el dolor de la cruz para llevar a muchos hijos a la gloria. Mira a los redimidos, transformados a su propia imagen y, entonces, se siente satisfecho. Luego, con voz que llega hasta las multitudes reunidas de los justos y de los impíos, exclama: “¡Contemplad el rescate de mi sangre! Por estos sufrí, por estos morí, para que pudiesen permanecer en mi presencia a través de las edades eternas”.
Satanás, que se ha visto obligado a reconocer la justicia de Dios, intenta un último y desesperado ataque contra la ciudad, pero su poder ha concluido. Nadie reconoce ya su supremacía y con furia demoníaca se vuelven contra él. Esta escena ya había sido descrita por el profeta Ezequiel cuando escribió: “Por cuanto has puesto tu corazón como corazón de Dios, por tanto, he aquí que voy a traer contra ti extraños, los terribles de las naciones; y ellos desenvainarán sus espadas contra tu hermosa sabiduría, y profanarán tu esplendor. Al hoyo te harán descender… Serás ruinas, y no existirás más para siempre” (Ez.28:6-8, 19).
Los impíos son destruidos. Conforme a sus hechos, unos sufren días, otros un momento.
Dios en ese momento hace descender fuego del cielo. Tal y como profetizaron Malaquías y el apóstol Pedro, “ha llegado el día que arderá como horno”. Los elementos se disuelven con calor abrasador, la tierra también y las obras que hay en ella están abrasadas. La superficie de la tierra parece una masa fundida un inmenso lago de fuego hirviente donde los impíos reciben su recompensa. Algunos son destruidos como en un momento, mientras otros sufren muchos días. Todos son castigados “conforme a sus hechos”. El profeta había escrito: “Serán estopa; y aquel día que vendrá, los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Mal.4:1).
“Habiendo sido cargados sobre Satanás los pecados de los justos, tiene este que sufrir no solo por su propia rebelión, sino también por todos los pecados que hizo cometer al pueblo de Dios. Su castigo debe ser mucho mayor que el de aquellos a quienes engañó. Después de haber perecido todos los que cayeron por sus seducciones, el diablo tiene que seguir viviendo y sufriendo. En las llamas purificadoras, quedan por fin destruidos los impíos, raíz y rama: Satanás la raíz, sus secuaces las ramas. La penalidad completa de la ley ha sido aplicada; las exigencias de la justicia han sido satisfechas; y el cielo y la tierra al contemplarlo, proclaman la justicia de Jehová”. La obra de destrucción de Satanás ha terminado para siempre.
El mal ha terminado para siempre. No hay infierno eterno.
“Mientras la tierra estaba envuelta en llamas los justos vivían seguros en la ciudad santa. La segunda muerte no tiene poder sobre los que tuvieron parte en la primera resurrección”. La preciosa promesa apocalíptica se hace realidad: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra han pasado” (Apc.21:1). “El fuego que consume a los impíos purifica la tierra. Desaparece todo rastro de la maldición. Ningún infierno que arda eternamente recordará a los redimidos las terribles consecuencias del pecado. Solo queda un recuerdo: nuestro Redentor llevará siempre las señales de su crucifixión. En su cabeza herida, en su costado, en sus manos y en sus pies se ven las únicas huellas de la obra cruel efectuada por el pecado”.
La belleza del paraíso de Dios
Ha llegado el momento por el que los santos estuvieron suspirando. La tierra ha sido recuperada y todo lo que el pecado había estropeado ha sido restaurado. No podemos más que unirnos a la pluma de la escritora cuando afirma: “El lenguaje humano no alcanza a describir la recompensa de los justos. Solo la conocerán quienes la contemplen. Ninguna inteligencia limitada puede comprender la gloria del paraíso de Dios”.
Allí, encontraremos el árbol de la vida que da fruto cada mes. Las corrientes, claras como el cristal, riegan las vastas llanuras que alternan con bellísimas colinas y las montañas de Dios elevan sus majestuosas cumbres. Ese será nuestro eterno hogar. Allí habitaremos en paz en moradas seguras con un descanso tranquilo (Is.32:18). Ya no habrá más lágrima, ni clamor, ni dolor porque todo eso habrá acabado (Apc.21:4).
Se nos promete que en la ciudad de Dios no habrá ya más noche porque nadie necesitará ni deseará. Tampoco habrá necesidad de “luz de lámpara, ni luz de sol; porque el Señor Dios los alumbrará” (Apc.22:5). El pueblo de Dios tiene el privilegio de tener comunión directa con el Padre y el Hijo a los que podrán ver cara a cara sin velo que nos lo oculte.
El amor, la empatía y la inteligencia se desarrollarán
El amor y la empatía que Dios puso en el corazón del hombre se desarrollarán del modo más completo y dulce. Lo mismo pasará con la inteligencia, que podrá profundizar en los misterios del amor redentor y gozar de todo lo creado. Conocer más y más no cansará la inteligencia ni agotará las energías de los redimidos que siempre tendrán nuevas alturas que superar, nuevas maravillas que admirar y nuevas verdades que comprender. Así como el conocimiento es progresivo, así también el amor, la reverencia y la dicha irán en aumento. Cuanto más sepan los hombres acerca de Dios, tanto más admirarán su carácter.
Las palabras, querido amigo, con las que termina este libro, son preciosas: “El gran conflicto ha terminado. Ya no hay más pecado ni pecadores. Todo el universo está purificado. La misma pulsación de armonía y de gozo late en toda la creación. De Aquel que todo lo creó manan vida, luz y contentamiento por toda la extensión del espacio infinito. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más vasto, todas las cosas animadas e inanimadas, declaran en su belleza sin mácula y en júbilo perfecto, que Dios es amor”.
Autor: Óscar López. Presidente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.