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En cierta ocasión, hace ya varios años, me introducía en mi vehículo dispuesto a desplazarme por las populosas y agitadas calles de Madrid. Había sido un rutinario día más lleno de reuniones, citas y demás asuntos de trabajo. Sintonicé la radio de mi coche y comenzaba a sonar el quinto movimiento de la “Pastoral” de Beethoven, su sexta sinfonía. El locutor, con tenue voz de fondo, narraba lo representado en esta colosal obra maestra del sordo genio de Bonn –los pastores saliendo con sus rebaños a unos prados recién mojados por la tormenta cuando vuelve a salir el sol y la naturaleza es exaltada en todo su esplendor–. La voz del locutor iba menguando a la vez que se producía el “crescendo” de la música, lo que iba generando una situación de absoluto clímax que iba en aumento. Cuando me quise dar cuenta, me había embebido en la escena de tal manera que mis ojos estaban más que humedecidos y mi conciencia bastante fuera del atasco madrileño en que me encontraba atrapado. Se habían ido de mi mente todas esas reuniones y negocios que hastían el alma. Ya no escuchaba cláxones. Ya no veía acero, asfalto y conductores estresados por todos partes, y ya me era muy indiferente la urgencia con la que originalmente había pensado que me tenía que desplazar por las pobladas avenidas de Madrid a mi siguiente destino.

En ésta y en otras ocasiones similares me he preguntado si en algunas manifestaciones artísticas, particularmente la música como disciplina artística preferida para mí, puede haber una inspiración divina, no por el estado anímico de absoluta elevación al que me llevó la audición, temporal y fugaz al fin y al cabo, sino más bien por la capacidad de representar sin palabras, cámaras fotográficas o pinceles la simpar obra de nuestro Creador. Desde luego me siento incapaz de dar una respuesta definitiva a tan controvertido tema. Mucho se ha escrito sobre el asunto y no falta quien incluso apunta a fuentes espirituales “oscuras” para cualquier música no estrictamente cristiana, incluso la música clásica. Sí parece estar demostrado que sólo hay dos tipos de sonidos que el ser humano puede soportar de manera continua sin, finalmente, enloquecer. Por un lado estarían los sonidos de la naturaleza y, por otro lado, tendríamos la música. Efectivamente, la música es la única excepción a la regla de que sólo los sonidos de la naturaleza –el viento, un manantial, un arroyo, la lluvia, la leña ardiendo, el sonido de un grillo o de los pájaros– podrían ser soportados perpetuamente. Es más, hay un acuerdo, casi generalizado, de que producen gran relax y sosiego. ¿Será quizá que ambos, naturaleza y música, tienen un mismo origen? ¿Podrían proceder ambos de una misma fuente?

No podemos contestar con certeza a estos interrogantes. Pero sí podemos afirmar, sin riesgo de equivocarnos, que Dios nos habla a través de las más variadas formas. Nos puede hablar a través de personas, como sucedió con Pedro (Mat 16:16,17) o antes con Balaam (Núm 23:5-10), a través de ángeles (Heb 13:2), por supuesto a través de la naturaleza (Rom 1:20), e incluso puede hablarnos por medio de un animal (Núm 22:28).

Estemos atentos por tanto. Mantengamos la paz y la quietud que nos permitan poder escuchar la voz de Dios a través del canal menos esperado y en el sitio más insospechado. La presencia de Dios está ahí para hablarnos, para guiarnos, para ayudarnos y para consolarnos.

Nos quedamos sin saber, de manera concluyente, si Dios inspiró al gran Ludwig Van Beethoven. Pero, quién sabe, quizás Dios sí que eligió la emisión de la radio de aquel día, en aquel precioso momento, para aliviarme de la vorágine de la gran ciudad, tan alejada del consejo de estilo de vida del Señor para su pueblo, y trasladarme, aunque fuera sólo mentalmente y por unos breves instantes, a esos maravillosos prados que aún, aunque vagamente, nos recuerdan a su creación original.

Revista Adventista de España