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Y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28: 29)

Es cierto, a veces (más de las que yo quisiera y debiera) me olvido de que estás aquí a mi lado, nunca enfrente, porque siempre soy yo la que, como un niño malcriado , se encara contigo o te da la espalda. Y tú, paciente, amoroso, fiel, permaneces junto a mí siempre atento y solícito para protegerme, una vez más, de los peligros que me acechan y, sobre todo, de mí misma, porque eres mi Padre.

Y me olvido de que también estás en mi corazón (por algo eres Dios y tienes el don de la ubicuidad) desde que uno de los muchos días en los que me pediste entrar en mi vida delicadamente, porque tú nunca avasallas ni invades, te dejé entrar (“he aquí yo estoy a al puerta y llamo”, Apoc. 3: 20, nos dices a través de tu Palabra). Mi intención era nombrarte Rey y Señor de todo mi ser para que gobernaras mi vida y todo fuera de acuerdo a tu voluntad, porque te quiero y porque sé que me quieres; porque esta es la mejor garantía, el mejor seguro de vida para todos y cada uno de los momentos de nuestro peregrinar en este mundo, sean placenteros y felices, o tormentosos y difíciles: “Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom. 8: 31). Sin embargo, la cruda realidad es que la mayoría de las veces me olvido de ello. Pero, tú permaneces allí a la espera porque eres mi Amigo.

Y también estás arriba, en un nivel que supera todas mis expectativas y que, con absoluta reverencia, con los ojos del cuerpo cerrados pero con los del espíritu abiertos de par en par, me impele a dirigir mi rostro hacia el cielo en un acto de sumisa y humilde adoración a ti, sabiendo como Job que, un día, “estos mis ojos te verán”, porque eres mi Dios. Pero con demasiada frecuencia me olvido de elevar mi mirada hacia ti y este poyuelo que desea ser un águila, siempre volando hacia arriba con la ayuda de los vientos del Santo Espíritu, continúa siendo la gallina que simplemente escarba en la tierra buscando un sustento efímero.

De lo que no me olvido es de las muchas veces que he estado sobre tus hombros, como la oveja perdida; o entre tus brazos, como el hijo pródigo; o en tus divinas manos sin saberlo siquiera, como la moneda perdida, porque, exhausta e impotente ante las luchas de la vida, he caído rendida a tus pies.

¡A ti sea la gloria!

Revista Adventista de España