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Santiago y Ricardo vivían en una granja. Ese año habían tenido una larga sequía y no había suficiente alimento para todos los animales. Para no perder la tierra, el padre de los muchachos tendría que deshacerse de casi todos los animales.

El papá había conversado del asunto con Santiago, el mayor de ellos.

-Lo siento, le dijo-. No queda ninguna otra cosa que hacer. Tendremos que deshacernos hasta de Frisky, vuestra ternera.

Santiago llevó a Ricardo al establo para darle la triste noticia. Cuando Frisky los vio, fue corriendo al alambrado para encontrarse con los chicos. Santiago le acarició la cabeza y, después de unos minutos de silencio, dijo:

-Ricardo, tengo que decirte algo. Espero que lo puedas entender… Papá tendrá que vender a Frisky.

-¡Oh, no! ¡No! ¡De eso nada! ¡No puede hacer eso! -protestó Ricardo mirando sorprendido a su hermano. El nos regaló a Frisky porque era una ternera muy chiquitita y nadie pensaba que viviría. Hasta nos levantábamos de noche para darle de comer con el biberón. No puede vender esta ternera. Es nuestra. ¡No puede venderla!

-Lo sé, Ricardo -añadió Santiago poniendo la mano sobre el hombro de su hermano-. Pero si tratamos de guardarla durante el invierno, morirá de hambre. Así, alguien cuidará de ella, y podremos visitarla de vez en cuando. Los Martínez comprarán el ganado, y viven junto al camino que va al pueblo.

Santiago hablaba ahora con voz entrecortada, pero para disimular sus sentimientos, se sonó la nariz y dio un puntapié a una piedra.

-Así son las cosas, y no podemos hacer nada – terminó.

Ricardo miró a su hermano.

-Claro que sí, hay algo que podemos hacer. Podemos orar -dijo.

Ricardo inclinó la cabeza y comenzó a orar. Santiago también inclinó la cabeza.

El lunes por la mañana Ricardo y Santiago miraban cuando su padre cargaba el ganado en el camión grande. Frisky iba con las vacas. Los muchachos acompañarían a su papá hasta la casa del hombre que había comprado el ganado. Ricardo no pudo contener las lágrimas cuando pusieron las vacas en el establo del vecino.

Una semana después, un día en que el padre tenía que ir al pueblo, los muchachos le rogaron que les permitiera acompañarle. Ricardo tenía la esperanza de ver a Frisky en el campo de pastoreo, cuando pasaran junto a la granja de los Martínez. Y así fue, porque el granjero y su ayudante estaban arreando el ganado, y allí, con las vacas, estaba Frisky.

El papá detuvo el automóvil junto al alambrado y los muchachos saltaron del coche.

-Frisky, Frisky -llamó Ricardo.

La ternera se dio vuelta y miró a los muchachos. Sacudió la cabeza y contestó: “Muu, muu”, y se acercó corriendo al alambrado.

Ricardo y Santiago la acariciaron y ella frotó su morro contra la mano de los muchachos. Cuando éstos se fueron hacia el coche, ella se quedó parada junto al alambrado y mugió repetidas veces llamándolos.

Ricardo tenía los ojos llenos de lágrimas cuando el papá arrancó, y Santiago miró hacia otro lado para que ni Ricardo ni su padre se dieran cuenta de cómo se sentía.

El granjero había estado observando todo, y apenas podía creer lo que había visto y oído. Volviéndose a su ayudante, dijo:

-Esta es la primera vez que he oído hablar a una ternera.

Al día siguiente de mañana, los muchachos se sorprendieron al ver que el granjero entraba en su granja con el camión, llevando a Frisky.

-Frisky es vuestra. -dijo descargándola-, y aquí hay bastante comida para que la alimentéis durante todo el invierno.

Después de que los muchachos agradecieron a su bondadoso vecino y éste se hubo ido, Ricardo miró a su hermano mayor y dijo:

-¿Ves, Santiago, como había algo que podíamos hacer? Ahora, agradezcámosle a Jesús por haber contestado nuestra oración.

Maud Wiganosky

Foto: Sophie Dale en Unsplash

 

Revista Adventista de España