- ¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué nos portamos deslealmente unos contra otros, profanando el pacto de nuestros padres? (Malaquías 2:10)
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INTRODUCCIÓN
Cada mañana, con el mismo alba, se levantaba y se dirigía hasta el sendero que conducía al mundo exterior, a los escenarios fuera de casa. En ocasiones, veía cómo el candelabro de las estancias de su hijo mayor se encendía y una sombra lenta y casi resignada se preparaba para las labores cotidianas. Hacía tiempo que no sabía de él, de su hijo, del pequeño. Les había dejado sin contemplaciones. Sin recabar que el corazón de un padre se resiente con la distancia de los suyos, de los que ama. Y así, cada mañana, con la esperanza en el corazón, salía al sendero que conducía al exterior, fuera de casa.
La mayoría le llama la parábola del “Hijo pródigo” pero se equivocan. El hijo menor no es el protagonista del relato. Es un simple actante secundario. El protagonista es el padre. Quien espera, quien abraza, quien hace la fiesta e, incluso, quien equilibra las reacciones entre sus hijos, es el padre. Un padre que ama.
DESARROLLO
1. ABBA
Algunos de los teólogos más pensantes del cristianismo indican que si hay una palabra que define como pocas la teología de Jesús es “Abba”. Es un término que podríamos traducir como “papá” o “papaíto” (o “papito” en algunos lugares de la América que habla español). Es una expresión tan afectiva como intensa. Expresa la intimidad de un vínculo desde lo familiar. Pero es que Jesús deja bien claro en su mensaje que Dios es el padre afectuoso de todos. De ahí que le llame “mi padre” (Mt 7,21; 10,32-33; 11,27) y que nos relacione de forma cercana con Él como “tu padre” (Mt 6,4.6) o “vuestro padre” (Mt 5,16.45). E, incluso, en la oración modelo (ese tutorial que nos enseña cómo comprender a Dios y a nosotros mismos) nos incluye a todos porque es “Padre nuestro”. Y no “Padrenuestro” como rezo inconsciente sino “Padre nuestro” como llamado de cariño. Por eso, Abba.
Abba es símbolo de relación íntima, de vínculo de sangre (la de Cristo), de respeto y de oportunidades (que no hay mayor espacio de perdón que el de la familia).
2. ADN
En el Areópago, Atenas, Pablo se vino arriba. Rodeado de epicúreos y estoicos comienza una ponencia sobre el Dios desconocido. En cierto momento (Hechos 17, 28), hablando de ese Dios, emplea una expresión muy conocida de dos escritores griegos. Primero menciona a Epiménides de Cnosos (“porque en él vivimos y nos movemos) y después a Arato (un fragmento de Fenómenos: “somos también su linaje”), ambos poetas muy famosos (la literatura aratea es segunda en importancia tras la de Homero). ¿Por qué? ¿Por qué este discurso? Primeramente, contextualización. Todo mensaje debe adaptarse en forma a las características de los destinatarios. Segundo, realidad. Lo cierto es que todos somos hijos de un mismo Dios.
Compartimos el ADN de los que son “semejantes a Dios” (Gn 1,26; 5,1), de los que poseen las características de lo divino. No somos divinos sino humanos porque no tenemos atributos divinos sino humanos. Pero nos parecemos mucho a Él. Lo mejor de nosotros es por la herencia de su ADN. En nuestros cromosomas abunda el amor, la generosidad, la empatía, el compromiso, la solidaridad. Quizá alguno haya bloqueado alguna de estas características pero están ahí, esperando que el Espíritu las active.
Me gusta que Pablo le dijera a los atenienses con las palabras de los suyos que todos somos hijos de Dios. Porque es así. Aunque, a veces, se nos vaya la pinza y pensemos que los otros son hijos de un dios menor, de una categoría inferior. Todos somos sus hijos, todos compartimos el mismo ADN. Tenemos el mismo color bajo la piel (1 Cor 12,13). Todos tenemos el mismo corazón bajo la cultura (Rom 2,11). Todos tenemos las mismas oportunidades de salvación ante el pecado (1 Tim 2,4).
Pocos comprendieron el mensaje de aquel día. ¡Qué pena! Si le hubiesen dado más tiempo les podría haber dicho que Jesús no escribió poemas sobre el Padre sino que vivió una vida de poesía en el Padre. Les habría recordado que nos sentimos verdaderamente hermanos cuando entendemos y practicamos la voluntad de Dios (Mt 12,50). Y su voluntad, lo que a Él le gusta, es que seamos todos salvos (Jn 6,38-39). Todos.
3. HERMANDAD
Descubrí este párrafo de Ellen G. White cuando trabajaba en una universidad en la que, entre alumnos y profesores, había una cincuentena de nacionalidades. Me gustó tanto que la puse en la puerta de mi box de estudio. Dice: “Aun cuando algunos sean categóricamente franceses y otros decididamente alemanes y otros profundamente norteamericanos, todos llegarán a ser categóricamente semejantes a Cristo.” (Ellen G. White, Consejos para la Iglesia, 521)
¡Que verdad tan hermosa! En tiempos de mentalidades fuertes (así lo llaman los sociólogos, yo preferiría de “cabezotas”), de retorno a teorías racistas, supremacistas y discriminadoras hemos de volver a Dios para recordar que somos hermanos, que Cristo nos hermana.
No somos cristianos españoles, o rumanos, o latinoamericanos, o ucranianos o brasileños. Somos cristianos. Llamarnos hermanos es superar prejuicios que nos limitan y empequeñecen. Si Pablo aseguraba que en Cristo no hay problemas de raza (sea judío o griego, más claro o más oscuro), de estatus (sea amo o siervo, una función más o menos etiquetada) o de género (hombre o mujer, más persona o menos persona) era por algo. En Cristo somos hermanos, hermanos de verdad no de boquilla (o de bocaza).
¿Cómo saber que tipo de hermanos somos? En 1 Cor 1,10 lo dice con claridad. A los hermanos en Cristo, a los verdaderos hijos de Dios, les gusta hablar de lo mismo, no andan con divisiones, disfrutan estando juntos, pensando juntos, sintiendo juntos. Vamos, como en casa con los nuestros. Entonces, como dijo Malaquías: “¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué nos portamos deslealmente unos contra otros, profanando el pacto de nuestros padres?” (Malaquías 2:10) Eso, ¿por qué?
CONCLUSIÓN
Cada mañana, con el mismo alba, vuelve y se dirige hasta el sendero que conduce al mundo perdido, a los escenarios fuera de casa. En muchas ocasiones contempla cómo se encienden las luces de led de los bloques de pisos de tantos y tantos de sus hijos, y cómo sombras lentas y casi resignadas se preparan para las labores cotidianas. Hace tiempo que no saben de Él, de su padre, del amoroso. Le han dejado sin contemplaciones. Sin recabar que el corazón de un padre se resiente con la distancia de los suyos, de los que ama. Y así, cada mañana, con la esperanza en el corazón sale al sendero que conduce al exterior, fuera de casa.
La mayoría le llaman la historia del “Conflicto de los Siglos” pero se equivocan. Esta historia se titula: “El abrazo final”. No somos los protagonista del relato. Somos simples actores secundarios. El protagonista es el padre. Quien espera, quien abraza, quien hace la fiesta e, incluso, quien equilibra las reacciones entre nosotros, sus hijos, es el padre. Un padre que ama. Un padre que está deseando redimirnos tras un largo y emocionado abrazo.
CAMBIO DE PARADIGMA
Simón Moguilevsky narra el siguiente relato:
“Rabí Moshé Leib de Sasóv volvió de un largo viaje y sus hijos lo estaban esperando en la puerta de entrada de la casa y cuando llegó, el más pequeño le preguntó:
― Padre, ¿qué me trajiste?
Pero el padre no le había traído nada y el niño continuó implorando:
― Padre, ¿qué nos trajiste? Cuando vuelves de un largo viaje, debes traer algo contigo. No puedes volver con las manos vacías.
Rabí Moshé Leib se desmayó. Cuando reaccionó, su esposa le dijo que no era una un motivo para desmayarse por el hecho de no haber contentado a los niños.
El Sabio le respondió:
― No me desmayé por eso. Cuando escuché a los niños, comencé a pensar. Cuando vuelva al otro mundo después de mi larga estancia en este; ¿qué voy a responder cuando me pregunten por lo que traje de vuelta conmigo? El solo pensamiento de ‘volver a casa con las manos vacías’ me sobrepasó y me desmayé.” [1]
Dios, nuestro Padre, se nos acerca cada día con las manos llenas de bendiciones. ¿Cómo nos acercamos nosotros a Él? ¿Qué llevan nuestras manos? ¿Tradiciones, formalismos o cariño y apego? Es tiempo de reflexionar sobre nuestra relación con nuestro Padre y actuar más como sus hijos.
ORACIÓN
1. AGRADECIMIENTO
- Agradezcamos porque tenemos un Padre que, en su profundo amor, nos hermana.
2. PETICIÓN
- Pidamos que la hermandad con todos los miembros de nuestra iglesia nos lleve a la unidad en fe y misión.
NOTAS:
[1] Simón Moguilevsky, Anécdotas talmúdicas y de rabinos famosos, (Buenos Aires: Milá, 2010), 176.
Autor: Víctor Armenteros, responsable del Ministerio de Educación, y del de Gestión Cristiana de la Vida, de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.