En el mes de octubre se conmemora el aniversario de la protesta que hiciera el teólogo católico Martín Lutero, al clavar las 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517. Dio así apertura a un cisma involuntario de la Iglesia Católica que sacudió el poder papal sobre Alemania y posteriormente en grandes partes de Europa. Cuando Lutero compareció ante la Dieta de Worms en 1521, se negó a retractarse de sus escritos teológicos; en su retórica se destaca como finalizó su interpelación:
“A menos que no esté convencido mediante el testimonio de las Escrituras o por razones evidentes —ya que no confío en el Papa, ni en su Concilio, debido a que ellos han errado continuamente y se han contradicho— me mantengo firme en las Escrituras a las que he adoptado como mi guía. Mi conciencia es prisionera de la Palabra de Dios, y no puedo ni quiero revocar nada reconociendo que no es seguro o correcto actuar contra la conciencia. Que Dios me ayude. Amén”.[1]
Es casi imposible para un protestante pasar por alto la profunda convicción de Lutero, él estaba apelando a la autoridad de las Escrituras por encima de cualquier poder humano, y principalmente apeló a la conciencia como el catalizador de su fidelidad. Aunque no se le pudo refutar desde la teología, la Dieta de Worms emitió un edicto contra él por «hereje»; se le etiquetó como «delincuente» y se instó a su captura o asesinato. No murió dado que Federico de Sajonia lo secuestró para protegerlo en su castillo.
Pero, ¿los actos posteriores de Lutero exaltaron la libertad de conciencia? En realidad la defensa de Lutero sobre la libertad estaba restringida a sus enunciados. Lejos de ser tolerante, los luteranos y calvinistas practicaron crueles persecuciones contra las «minorías» religiosas que no comulgaban con sus ideales. Entre los más afectados resaltaron los anabaptistas, una rama del protestantismo. Aquel que abogó por su conciencia, se convirtió en un sanguinario e instigador de la erradicación de los otros que no estaban de acuerdo con sus «doctrinas».
Al revisar la historia, debe existir sinceridad para poder reflexionar. Se entiende que la historia debiera ser el relato fiel de todo lo sucedido, sea bueno o malo. Cuando solo se cuenta y se magnifica lo bueno, sencillamente no es historia, sino un cuento pintoresco. También es cierto lo que un antiguo profesor y amigo dijo: «la realidad es que la ‘historia’ la escriben los que ganan…».
Esto fue lo que sucedió con la Reforma protestante, sus actos demostraron que el poder humano es un componente peligroso, y aunque sus inicios fueron nobles, no fue así con su desenlace. John Acton un historiador y politólogo inglés acuñó la famosa frase, «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Sin embargo, el asunto del poder no solo corrompió a la Reforma, también lo hizo con la iglesia cristiana post-apostólica y el cristianismo. En la actualidad las iglesias están expuestas a la misma tentación: el poder.
Jesús y el poder humano
Durante su ministerio terrenal, Jesús orientó a sus discípulos sobre la verdadera esencia del Reino de los cielos y la relación del Evangelio con la condición humana (Jn 3:16-17). Si bien todos los creyentes y seguidores de Cristo fueron investidos con «autoridad» evangélica (Mt 28:19-20), esta fue delimitada: «sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia» (cf. Mr 3:15; 6:7). Lo hace porque él tiene plena (pleroma) «autoridad en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18), delegando en su iglesia la capacidad de reproducir Su ministerio, cuyo objetivo es liberar al oprimido (Lc 4:18-19, 32).
Cristo reconoció la fuente del verdadero poder y la autoridad al adjudicarlos a su Padre: «tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén» (Mt 6:13). Así, el poder humano está puesto en subordinación a Dios, y la autoridad que los cristianos puedan ejercer, es limitada. Jesús se valió del modelo secular, para usarlo como un ejemplo de lo que la iglesia nunca debe hacer: «…los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad» (Mt 20:25).
De modo que las palabras de Jesús a la iglesia son un mandato: «Pero entre ustedes no debe ser así» (Mt 20:25). La autoridad del mundo se sostiene bajo la jerarquía, es vertical y asimétrica; los de arriba oprimen y los de abajo son puestos como objetos pasivos. Para que el modelo secular de autoridad funcione debe haber separación de clases. Una brecha que el adventismo desde sus inicios rechazó: los ordenados y el mal llamado laicado. Pero, en la actualidad esta división jerárquica está siendo más fuerte y centralizada.
Cristo mostró en que se sostiene la autoridad cristiana: «el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás» (Mt 20:26-27 NVI). Tanto «servidor» (διάκονος [diakonos]) como «esclavo» (δοῦλος [doulos]), son dos términos griegos denigrantes en el siglo I d.C. Ningún funcionario romano o jerarca de esa época, se presentaría con esas palabras. Pero, estas fueron las palabras que Jesús eligió para doblegar y limitar la autoridad de la iglesia; el cristiano tiene este privilegio solo para servir a otros, nunca para servirse a sí mismo, «así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20:28).
Cuando la mayoría se olvida que fue minoría
La iglesia post-apostólica, después de haber sufrido persecuciones sanguinarias por parte del imperio romano y los judíos, no se resistió a la oferta del emperador Constantino. Los cristianos eran personas pacíficas, dispuestos a sufrir por su fe. Sin embargo, la expansión del cristianismo fue precisamente gracias a la entrega hacia la predicación del evangelio y la testificación de su fe, mediante todo, incluyendo el martirio. Hans Küng sostiene que el ser cristiano:
… significaba en principio estar preparado para el «martirio», dispuesto a «dar testimonio» de las creencias cristianas: padeciendo discriminación, sufrimientos, tortura, e incluso la muerte. Eso fue lo que, entre muchos otros, hicieron los obispos Ignacio de Antioquía y Policarpo de Esmirna, y también mujeres como Blandina, Perpetua y Felicitas: en el proceso era habitual que las mujeres fueran obligadas a la prostitución.[2]
Constantino vio en esta expansión una oportunidad política para unir su imperio, les ofreció a los cristianos algo tan nocivo como «el poder». Pero esta «paz» ofrecida tenía condiciones, entre ellas la unión progresiva con los paganos y la modificación de algunas creencias. Desde el Concilio de Nicea, lo primero que sufrió modificaciones fue la cristología y lo que no se pudo conseguir por el razonamiento, Constantino lo impuso con el destierro de obispos cristianos que no apoyaban algunas de estas modificaciones.
La iglesia cristiana post-apostólica sucumbió donde Cristo no lo hizo: el poder. Aunque Satanás le ofreció el dominio del mundo, Jesús lo rechazó por la sencilla razón que el poder del mundo corrompe (Mt 4:9-10). De hecho, la advertencia de Cristo a sus discípulos fue evitar emular al poder secular o incorporarlo como modelo válido para la iglesia: «…entre ustedes no debe ser así» (Mr 10:43). Ya para el siglo IV y V, la mayoría cristiana comenzó la persecución a judíos y paganos, para erradicarlos. También como dice Küng: «por primera vez los cristianos mataban a otros cristianos por diferencias en sus puntos de vista sobre la fe».[3] En menos de un siglo, los cristianos post-apostólicos se olvidaron que sus antepasados fueron la minoría perseguida.
Sin embargo, la inquisición no fue un asunto solo de los católicos, también los protestantes la practicaron. No había pasado ni 20 años desde 1521, cuando Lutero como minoría estaba pidiendo paz para sus enunciados. En 1536, siendo mayoría en Alemania escribió contra los anabaptistas: «Los artículos de doctrina sediciosos deben ser castigados por la espada, sin necesidad de pruebas. En cuanto a los Anabaptistas, que niegan el bautismo en la infancia, el pecado original y la inspiración, lo que no tiene relación con la Palabra de Dios y con certeza se opone a ésta, las autoridades civiles también están obligadas a limitar y castigar sus falsas doctrinas».[4]
Los judíos sufrieron la misma suerte, Lutero escribió tres obras contra ellos (Sobre los judíos y sus mentiras [1543], Del Nombre Incognoscible y las generaciones de Cristo [1543]; Advertencia contra los judíos [1546]), instando a su aniquilación:
“Contra los judíos hay que realizar acciones como quemar sus sinagogas, destruir sus libros de oración, prohibir predicar a los rabinos, aplastar y destruir sus casas, incautarse de sus propiedades, confiscar su dinero y obligar a esos gusanos venenosos a realizar trabajos forzados o expulsarlos para siempre. Yo les sacaría la lengua de la garganta. Los judíos, en una palabra, no deben ser tolerados…”[5]
Toda iglesia es pacifica hasta que tiene el poder absoluto. Las persecuciones de los protestantes contra las minorías demuestran cuan vulnerable pueden ser los humanos ante el poder. Es paradójico, el papado se ensañó contra Lutero por pedir que se reformara el catolicismo; y Lutero se ensañó contra los anabaptistas porque le dijeron que debía reformar el bautismo de infantes y el pecado original que el teólogo católico y obispo Agustín de Hipona inventó, entre otras prácticas.
Cuando la libertad de conciencia no es tan libre
Lutero había cerrado su defensa de sus enunciados teológicos ante la Dieta de Worms en 1521, apelando a la libertad de conciencia. Una definición de esas palabras denota que los individuos son libres de asumir sus convicciones con responsabilidad. Sin embargo tanto los luteranos como los calvinistas abogaron por su libertad de conciencia, no por la de los otros.
Si bien los protestantes compartían los pilares de la Reforma (Sola Scriptura, Sola Gratia, Sola Fide, Solus Christus y Soli Deo Gloria), hubo diferencias de interpretación en doctrina. Los calvinistas hablaban de la predestinación, mientras que los arminianos enseñaron el libre albedrío; los luteranos aceptaban la transustanciación, mientras que los anabaptistas enseñaron contra el bautismo infantil y los zuinglianos enseñaban que la eucaristía era un símbolo y no un sacrificio literal. Los grupos mayoritarios como Lutero y Calvino se esforzaron por atacar y erradicar a los otros; los católicos también sufrieron persecución por parte de los protestantes. «Los Reformadores como Lutero, Beza y en forma especial Calvino, fueron tan intolerantes al disentimiento, como la Iglesia Católica Romana lo fue».[6]
Lo llamativo es que los principales Reformadores apoyaron la condena de los herejes por parte del Estado y la ejecución de estos. Por ejemplo, la Confederación de Zwinglio en Zúrich, inició la persecución de los anabaptistas en esa región: «Los castigos ordenados por el Consejo de Zurich consistían en ahogar, quemar o decapitar, de acuerdo a lo que pareciera más recomendable. ‘Es nuestra voluntad’, declaró el Consejo, ‘que en cualquier lugar que se encuentren, sea uno o varios, sean ahogados a morir y ninguno de ellos sea perdonado’».[7]
Cuando Melanchthon impulsó la inquisición en Alemania contra los que disentían de las ideas luteranas se preguntó: «¿Por qué debemos sentir más pena de aquellos hombres de la que Dios no ha sentido por ellos?».[8] Ya en 1530, se redactó un decreto contra los «herejes», entre los que estaban incluidos los anabaptistas. Como producto de ello, tanto hombres, mujeres y niños sufrieron muerte, prisión perpetua y otros el exilio. La reacción de Lutero ante esto fue de apoyo: «Aunque pueda parecer cruel el castigarlos con la muerte, es más cruel para ellos el no enseñar ninguna buena doctrina y perseguir a la doctrina verdadera».[9] Lo mismo sucedió para con los judíos, Lutero exhortó al Estado para que los tratara como como bestias y aniquilarlos:
Deseo y pido que nuestros gobernantes, que tienen súbditos judíos, muestren una aguda piedad hacia esta maldita gente, como fue sugerido más arriba, para ver si esto les es de ayuda (lo cual es poco probable). Deben actuar como un buen médico que cuando se encuentra frente a un cuadro de gangrena sin piedad procede a amputar, serrar o quemar carne, venas, hueso y médula. Este tipo de procedimiento debe seguirse del siguiente modo. Incendiad sus sinagogas, prohibid todo lo que enumeré anteriormente, obligadlos a trabajar, y tratadlos con rigor.[10]
La Reforma en Ginebra, bajo la tutoría de Juan Calvino, se convirtió en una región intolerante. En solo cinco años se llevó a cabo 57 ejecuciones y 76 destierros;[11] solo en 1546, los calvinistas ejecutaron a 58 personas y exiliaron a 75.[12] Uno de los asesinatos más notorios fue la del médico español Miguel Servet, arrestado en Ginebra y muerto en la hoguera. Calvino instigó a su ejecución, aunque Servet había intercambiado correspondencia con el reformador siete años antes de su ejecución el 27 de octubre de 1553. El 7 de febrero de 1546, Calvino le decía a su amigo Farel el deseo que tenía de matar a Servet: «…yo no estoy dispuesto a dar mi palabra para su seguridad, porque si él viniese, de ninguna manera le permitiré partir vivo, de tal modo que mi autoridad sirva para este provecho».[13]
Cuando el poder humano destruye la misión de la iglesia
Conviene decir que Cristo no le dio autoridad a la iglesia para «dominar» o ejercer el «poder», como medios en imponer el Evangelio. La misión evangélica está dominada por el principio del amor, por la sencilla razón de que Él «nos amó primero» (1 Jn 4:19), y es en esta relación de redención que los actos de los cristianos deben responder en reciprocidad, tanto el amar a Dios y al prójimo (Mt 22:37-39).
El evangelio nunca es asumido por Cristo como un agente dominador, sino como la forma más sublime de liberación. La misión dada a los cristianos es socorrer a los pecadores; el mensaje evangélico solo tiene sentido cuando se encuentra con lo humano, porque para eso existe: dignificar y restaurar lo que «se había perdido».
De manera que, el evangelio jamás puede ser usado para destruir lo humano, porque es contrario a su naturaleza. Y en este sentido el poder humano es peligroso, dado que usa la fuerza para imponer sus ideas y credos; mientras que el reino de Dios usa el razonamiento y el amor para rescatar a los pecadores. Así, cuando a Jesús se le habló del poder mundano, dejó en claro cuáles eran sus nefastas consecuencias: «la opresión y el abuso» (Mr 10:42-43). Al ser interrogado por Pilato, Jesús no titubeo en decirle: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18:36).
Jesús dotó a la iglesia del poder divino, delegándolo bajo su soberanía (Hch 3:12). Él uso su poder para sanar, predicar y resucitar (Lc 4:36; 9:1); pero nunca para destruir. De modo que los cristianos son dotados del poder del Espíritu para testificar al mundo y también para ayudar a sus semejantes. El poder de Dios no tiene nada que ver con el poder secular. Se sabe qué poder usa una iglesia por cómo trata a sus miembros y a su entorno.
El cristianismo post-apostólico y algunos protestantes distorsionaron la misión de la iglesia al incorporar el poder secular en su estructura como medio de supervivencia. Los terribles juicios que emitieron contra otras minorías religiosas, evidencian el daño al Evangelio. Solo el Hijo del Hombre tiene poder para juzgar al pecador (Jn 5:22), y su juicio es redentor. Si bien los cristianos pueden evaluar la conducta o los frutos externos de otros, no tienen potestad para juzgar el corazón y la dignidad del ser humano, menos condenarlos.
NOTAS:
[1]Ver Ellen White, El conflicto de los siglos (Doral, FL: Asociación Publicadora Interamericana, 2007), 148.
[2]Hans Küng, La iglesia católica (Barcelona: Editorial Mondadori, 2002), 23.
[3]Íbid., 20.
[4]Johannes Janssen, History of the German People From the Close of the Middle Ages, trad. A.M. Christie (St. Louis, MO: B. Herder, 1910), 10: 222-223.
[5]Martín Lutero, Sobre los judíos y sus mentiras (Libro Dot), 108. Véase https://leandromarshall.files.wordpress.com/2012/05/lutero-martin-sobre-los-judios-y-sus-mentiras.pdf;
[6]The Oxford Dictionary of the Christian Church, 2da ed., eds. F.L. Cross, y E.A. Livingstone (Oxford: Oxford University Press, 1983) 1383.
[7]Johannes Janssen, History of the German People From the Close of the Middle Ages, trad. A.M. Christie (St. Louis, MO: B. Herder, 1910), 5: 153-157.
[8]Will Durant, The History of Civilization: The Reformation (New York, NY: Simon & Schuster, 1957), 6:423.
[9]Hartmann Grisar, Luther, trad. E.M. Lamond, ed. Luigi Cappadelta (Londres: Kegan Paul, Trench, Trubner & Co., 1917), 6:251.
[10]Lutero, Sobre los judíos, 110.
[11]Samuel Fisk, Calvinistic Paths Retraced (Murfreesboro, TN: Biblical Evangelism Press, 1985), 115.
[12]Earle E. Cairns, Christianity Through The Centuries: A History of the Christian Church (Grand Rapids, MI: Zondervan Publishing House, 198), 311.
[13]Henry C. Sheldon, History of the Christian Church (Peabody, Mss: Hendrickson Publishers, 1994), 3:159.