La presente investigación analiza algunos títulos marianos vinculados con la salvación, desde la perspectiva de la sola Scriptura. El estudio toma como punto de partida la nota doctrinal del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Mater Populi Fidelis, a fin de examinar algunos de los elementos que en ella se proponen.
A lo largo de la historia, María, la madre de Jesús, ha recibido en la Iglesia católica diversos títulos que, en ciertos momentos, han suscitado debate tanto dentro como fuera de la propia comunidad religiosa. En las últimas décadas, y en un esfuerzo por fortalecer el diálogo ecuménico y reducir tensiones con otras tradiciones cristianas, la Iglesia ha iniciado un proceso de revisión de algunos de estos títulos marianos. El propósito es identificar cuáles de ellos podrían representar un obstáculo para la comunicación con el resto del mundo cristiano y, en consecuencia, favorecer espacios de mayor acercamiento y comprensión entre denominaciones.[1]
Desde la teología adventista, la figura de María es respetada y apreciada como un modelo de fe, humildad y entrega a Dios.[2] No obstante, la Iglesia Adventista del Sétimo Día afirma que toda enseñanza relacionada con ella debe permanecer plenamente sujeta al principio de sola Scriptura, evitando atribuirle funciones o títulos que carezcan de un fundamento bíblico explícito. En esta perspectiva, Cristo es el único Salvador, Mediador y Redentor, por lo que cualquier doctrina mariana se evalúa a la luz de esta convicción central.[3] El propósito, por tanto, no es generar polémica, sino clarificar la fe bíblica y mantener a Jesús como el centro absoluto de la vida cristiana.
María no es corredentora
Como adventistas del séptimo día, reconocemos y valoramos la honestidad y el rigor teológico de los autores católicos que, en la nota Mater Populi Fidelis, han afirmado con claridad que María no es «corredentora». Este título, que cobró relevancia a partir del siglo XVIII y que en ciertos contextos llegó a asociarse con la idea previa de una María «redentora», ha sido re-evaluado a la luz de la Escritura y de la tradición más antigua, en parte porque los propios autores reconocen que este título requería explicaciones constantes para evitar interpretaciones incorrectas y, por lo tanto, no contribuía eficazmente a la fe de sus creyentes.
En esta revisión doctrinal destacan también las afirmaciones de los tres últimos papas, quienes han señalado que dicha designación carece de fundamento sólido en la Biblia y en la patrística, además de comprometer el papel humilde de María y la centralidad exclusiva de la obra salvadora de Jesucristo. En definitiva, sostienen que el Redentor es uno solo y que este título no admite duplicación.[4]
No es mediadora como Jesús
Siguiendo esta línea, otro de los aspecto evaluado es el papel de María como mediadora. En este contexto, se retoma la reflexión del Concilio Vaticano II, que sostiene que «la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente».[5] Por tanto, se considera que María no ejerce mediación en el mismo sentido que Jesús, sino que su papel puede entenderse como el de un ser humano que colabora en acercar a otros a Cristo.
Cabe destacar que el término «mediadora» también posee un significado más amplio en los distintos órdenes de la vida social, donde se entiende simplemente como cooperación, ayuda o intercesión. Es en este sentido que, según ellos, se desarrolla la cooperación de María, en una mediación subordinada a la de Cristo, comparable a la de todos los creyentes, aunque se reconoce que su participación presenta ciertas particularidades que la diferencian de la de un cristiano ordinario.[6]
Otro aspecto significativo es el reconocimiento de que el título de «madre» o «mediadora de todas las gracias» tampoco encuentra un fundamento en la Revelación. En esta nota se señala que ninguna criatura puede conferir gracia a otra, puesto que la gracia procede únicamente de Dios. En consecuencia, se afirma que cualquier referencia a una «mediación» de María en el ámbito de la gracia debe entenderse solo en una analogía remota con Cristo y siempre subordinada a su mediación única.[7]
Llena de gracia
De hecho, uno de los argumentos presentados es que, si María fue «llena de gracia», como afirma la Escritura, resulta imposible sostener que ella haya mediado, en algún sentido propio, la gracia que primero recibió. Se reconoce, por el contrario, que el don de la gracia la precede y proviene de la iniciativa absolutamente gratuita de la Trinidad, otorgada en atención a los méritos de Cristo.[8]
Reconocer este avance dentro del pensamiento católico constituye un ejercicio de justicia intelectual y de responsabilidad teológica. No es un asunto menor, pues la figura de María ocupa un lugar profundamente arraigado en la espiritualidad y en la devoción popular católica. Por ello, la decisión de revisar y matizar el uso del término «corredentora y mediadora» representa un paso significativo hacia la armonización entre tradición y la evidencia bíblica.[9]
En este contexto, la Nota Doctrinal Mater Populi Fidelis reafirma la centralidad absoluta de Cristo en la economía de la salvación, aun cuando ello implique ajustar expresiones teológicas consolidadas en ciertos ambientes devocionales. Este gesto, lejos de ser meramente técnico, revela una clara orientación ecuménica: la voluntad de promover un diálogo más riguroso y transparente con otras confesiones cristianas, especialmente con aquellas que subrayan la suficiencia de la obra redentora de Jesús.[10]
Aspectos marianos que se invita a considerar
Como adventistas, vemos en este proceso una oportunidad providencial para que, en un clima de respeto, se continúen revisando otros elementos marianos que aún requieren un examen a la luz de la Escritura. Aunque celebramos el avance expresado en la Nota Doctrinal, reconocemos que permanecen aspectos de la mariología católica que, desde nuestra fe, consideramos inconsistentes con el testimonio bíblico. No los mencionamos para polemizar, sino para fomentar una reflexión honesta y escriturística. Por ello, presentamos a continuación algunos puntos que, creemos, valdría la pena que los teólogos católicos examinen en el futuro con la misma seriedad y valentía recientemente demostradas junto con ciertos títulos que la Nota mantiene en el ámbito de la devoción popular, como «Madre de Dios» o «Madre del pueblo fiel».
Inmortalidad del alma
Desde una perspectiva bíblica, particularmente como lo entiende la teología adventista, la doctrina de la mortalidad humana y el estado inconsciente de los muertos tiene implicaciones directas sobre la posibilidad de que los difuntos intercedan por los vivos.[11] La Escritura presenta la muerte como un estado de inconsciencia descrito consistentemente como «sueño».[12] Los textos del Antiguo Testamento refuerzan esta comprensión al afirmar que los muertos no tienen actividad, conciencia ni participación en la realidad humana: «Los muertos nada saben», “No tienen más parte en todo lo que se hace debajo del sol”, «En la muerte no hay memoria de ti», «Los muertos no alaban a Jehová».[13]
Si los muertos permanecen en un estado de completa inconsciencia, entonces resulta teológicamente imposible que puedan recibir peticiones, responder oraciones o actuar en favor de los vivos. Esto contrasta con la doctrina católica tradicional, que presupone que las almas de los santos están vivas, conscientes y activas en la presencia de Dios. Sin embargo, tal concepción depende de la noción, de raíz platónica y no bíblica, de la inmortalidad natural del alma, incorporada progresivamente en la tradición cristiana posapostólica.[14] En este sentido, aceptar la conciencia del alma después de la muerte es un requisito indispensable para sostener la intercesión de los santos. Pero si, conforme al testimonio bíblico, los muertos duermen hasta la resurrección final, entonces cualquier forma de mediación post mortem se vuelve inviable.[15]
Finalmente, la Escritura afirma de manera categórica que «hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo»[16], y prohíbe explícitamente toda práctica que implique comunicación con los muertos.[17] En consecuencia, la doctrina bíblica de la mortalidad del alma no solo cuestiona, sino que excluye la idea de una intercesión activa de los santos fallecidos.[18]
«Madre de Dios»
La descripción de María como «Madre de Dios» ha generado confusiones legítimas, porque, aunque ella es madre de Jesús en su naturaleza humana, no puede afirmarse que sea madre de la divinidad eterna o del Creador.[19] Según la doctrina cristiana, Dios es el Todo, el Principio y el Fin, por lo que resulta imposible que su existencia haya tenido origen en María.[20] No obstante, es indudable que ella desempeñó un papel central en la Encarnación, siendo la portadora del Verbo hecho carne.[21] En este sentido, resulta prudente revaluar este título o emplearlo con mayor precisión terminológica, a fin de evitar malentendidos teológicos que puedan inducir a errar en la comprensión de la relación entre María y Cristo.
El riesgo radica en una falacia de categoría o un error ontológico: llamar a María «Madre de Dios» podría sugerir, de manera incorrecta, que ella es la fuente o causa de la divinidad de Cristo, lo cual contradice la doctrina de la eternidad de Dios.[22]
Es crucial distinguir entre ser madre de la naturaleza humana de Cristo, es decir, de su cuerpo y su humanidad, y ser madre de la divinidad eterna, lo cual es imposible. Esta distinción ya era señalada en los primeros concilios, especialmente en Éfeso en el año 431, donde se definió a María como Theotokos «Portadora de Dios», pero siempre en referencia a su papel en la encarnación y no como origen de la divinidad.[23] Si bien los católicos sinceros reconocen esta distinción, sería conveniente dejar explícito este concepto para evitar confusiones y errores doctrinales, garantizando que la devoción a María no comprometa la comprensión de la naturaleza única y eterna de Cristo, tal como se enfatiza en la Escritura y en la tradición patrística.
«Madre del pueblo fiel»
María desempeñó un papel central como madre de Jesús, al portar al Verbo encarnado quien realizó la obra de la salvación.[24] Sin embargo, como ser humano, ella también formaba parte del pueblo de Dios.[25] Por ello, resulta problemático atribuirle el título de «madre del pueblo fiel», ya que implicaría situarla por encima de la comunidad a la que pertenece, generando una tensión con su identidad humana.[26] Aunque este título aparece en la tradición devocional, es recomendable emplearlo con claridad conceptual, para evitar malentendidos o interpretaciones incorrectas. La distinción entre su papel como madre de Jesús y su condición como miembro del pueblo de Dios ya era enfatizada por los primeros padres de la Iglesia, quienes reconocían su humanidad y su participación dentro de la comunidad de creyentes, sin atribuirle prerrogativas que no correspondieran a su condición histórica y teológica.[27]
«La Inmaculada Concepción»
La doctrina católica de la Inmaculada Concepción sostiene que María fue preservada del pecado original desde el mismo instante de su concepción, de modo que habría poseído una naturaleza sin mancha, distinta de la del resto de la humanidad.[28] Sin embargo, desde una lectura bíblica cristiana, esta afirmación presenta serias dificultades. La Escritura enseña de forma clara y consistente que todos los seres humanos nacen bajo la condición caída. Textos como «No hay justo, ni aun uno», «Por cuanto todos pecaron» y «En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» subrayan la universalidad del pecado sin introducir excepciones humanas particulares.[29] La única excepción explícita en el Nuevo Testamento es Cristo, cuya impecabilidad no depende de la pureza moral de su madre, sino de su origen divino y de la obra directa del Espíritu Santo en su concepción.[30]
Además, la Inmaculada Concepción no se halla en la Biblia ni forma parte de la enseñanza cristiana primitiva. Ningún Padre de la Iglesia antigua afirma que María fuera inmune al pecado desde su concepción. La idea surgió como una reflexión teológica progresiva en la Edad Media y no fue definida oficialmente como dogma hasta el siglo XIX, mediante la bula Ineffabilis Deus, proclamada por el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854.[31]
A esto se suma un detalle significativo del propio testimonio bíblico: María reconoce necesitar un Salvador. Ella declara: «Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador».[32] Si hubiese estado libre del pecado desde su concepción, resulta difícil explicar por qué expresa la necesidad de un Salvador y de qué habría sido rescatada. Su confesión encaja plenamente con la comprensión bíblica de que María, como todo ser humano, compartía la condición caída y dependía de la gracia redentora de Dios.
En conjunto, estos elementos, la enseñanza bíblica sobre la universalidad del pecado, la ausencia de un fundamento en la tradición apostólica, y el propio testimonio de María, muestran que la Inmaculada Concepción no se sostiene desde la perspectiva bíblica clásica.
«Asunción de María»
La constitución apostólica Munificentissimus Deus, promulgada por el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950, proclamó oficialmente el dogma de la Asunción de la Virgen María, afirmando que María fue llevada al cielo en cuerpo y alma al término de su vida terrenal.[33] Sin embargo, esta enseñanza presenta serias dificultades desde una perspectiva bíblica e histórica, lo que la hace insostenible fuera del marco de la teología católica.
En primer lugar, la Biblia no ofrece ninguna afirmación, indicio, profecía o tipología clara que respalde la Asunción de María. Solo dos figuras humanas son descritas claramente en las Escrituras como trasladadas corporalmente al cielo, Enoc y Elías.[34] La ausencia de cualquier referencia explícita sobre María resulta significativa, si un evento tan extraordinario como su ascensión corporal hubiera ocurrido, es de esperarse que la iglesia apostólica lo hubiera preservado y que las Escrituras lo hubieran registrado. Para la hermenéutica bíblica adventista, este silencio constituye una evidencia negativa de gran peso.
En segundo lugar, no existen testimonios cristianos tempranos que respalden la idea de la Asunción. Durante los primeros cuatro siglos del cristianismo, ni los Padres Apostólicos, ni los apologistas del siglo II, ni los teólogos nicenos, ni los grandes teólogos del siglo IV y V mencionan siquiera una Asunción corporal de María. La primera referencia conocida surge en textos apócrifos y tardíos del siglo V en adelante, denominados Transitus Mariae, los cuales presentan relatos legendarios y no históricos.[35] Por consiguiente, la ausencia de evidencia temprana sugiere varias conclusiones, los apóstoles no enseñaron esta doctrina, no formó parte de la fe cristiana primitiva, y surgió como una tradición popular tardía, vinculada al desarrollo de la devoción mariana y no a una revelación directa de Dios.
Finalmente, si bien la Iglesia católica ha reconocido y corregido ciertos títulos marianos, como «corredentora y mediadora», muchos otros aspectos, incluyendo la Inmaculada Concepción y la Asunción de María, carecen de respaldo bíblico explícito y no forman parte de la fe cristiana primitiva.
Desde una perspectiva bíblica, María ocupa un lugar central como madre de Jesús y ejemplo de fe; sin embargo, atribuirle prerrogativas extraordinarias puede generar confusiones teológicas y diluir la centralidad de Cristo como único Salvador y Mediador.
Un análisis fundamentado y respetuoso permite reconocer su relevancia histórica y devocional sin comprometer la coherencia doctrinal ni la supremacía de Cristo, ofreciendo un marco para un diálogo teológico claro, riguroso y fiel al testimonio bíblico.
Autor: Miguel Ángel Camino Santil, estudiante de teología en la Facultad Adventista de Teología de Sagunto.


