“Los creyentes fervientes y sinceros lo habían abandonado todo por Cristo, y habían gozado de su presencia como nunca antes. Creían haber dado su último aviso al mundo, y, esperando ser recibidos pronto en la sociedad de su divino Maestro y de los ángeles celestiales, se habían separado en su mayor parte de los que no habían recibido el mensaje. Habían orado con gran fervor: ‘Ven, Señor Jesús; y ven presto’. Pero no vino. Reasumir entonces la pesada carga de los cuidados y perplejidades de la vida, y soportar las afrentas y escarnios del mundo, constituía una dura prueba para su fe y paciencia”.
El párrafo anterior, extraído de “El Conflicto de los siglos”, describe lo que conocemos como “el gran chasco”, cuando allá por 1844 muchos de nuestros pioneros esperaban la segunda venida del Señor. Pero no vino. Los cálculos de William Miller basados en Daniel 8:14 llevaban a la fecha correcta, pero el evento profetizado era el comienzo de la ministración de Jesucristo en el Lugar Santísimo del Santuario Celestial, no su segunda venida a esta tierra como ellos estimaron.
175 años del gran chasco de 1844
El 22 de octubre del presente año, 2019, se cumplirán la friolera de 175 años de aquel gran chasco. ¡175 años ni más ni menos! ¿Acaso albergamos aún algún error en nuestra interpretación profética tal y como aconteció a aquellos pioneros que con entusiasmo anunciaron el clamor de medianoche? ¿Resultamos creíbles los adventistas del séptimo día cuando, casi dos siglos después, seguimos manteniendo que esperamos la inminente venida del Señor? ¿Qué es lo que, razonablemente, puede pensar el mundo de nosotros? ¿Tendríamos que replanteárnoslo todo?
Paciencia hasta la venida del Señor
El desánimo al que podrían llevarnos las anteriores preguntas puede quedar rápidamente difuminado si reparamos, a la luz de las Escrituras, en qué es lo que pretende hacer el Señor –y hará– previo a Su venida en las nubes de los cielos con gran poder y gloria. Santiago 5:7 nos dice: “Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía”. El labrador es Dios (Juan 15:1), de modo que el versículo nos dice qué es lo que Dios está pacientemente aguardando: el fruto de la tierra. Marcos 4:29 nos da una visión semejante: “y cuando el fruto está maduro, enseguida se mete la hoz, porque la siega ha llegado”.
Recordemos que “la siega es el fin del mundo” (Mateo 13:39), por lo que la conclusión es la misma: lo necesario, aquello que Dios está aguardando, es el fruto, el fruto madurado y preparado. Tanto es así que se nos dice que, cuando el fruto está maduro, Dios enseguida –inmediatamente– mete la hoz. Tan pronto como el fruto está listo, Dios no espera más, y desencadena la siega.
La importancia del fruto del Espíritu Santo
¿Por qué es importante que se produzca este fruto, tan importante que es lo que desencadena el fin? Desde luego se trata de un fruto espiritual (Juan 15:2,4,5,8), el fruto del Espíritu Santo en nuestro carácter: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.” (Gálatas 5:22,23).
El capítulo 15 de Juan nos habla abundantemente de las condiciones en que se pueden dar esos frutos en nosotros: “el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto”, “separados de mí nada podéis hacer.”, etc. Pero es el versículo 8 el que nos da la clave: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos.” (Juan 15:8). La producción de una gran cosecha de fruto justo antes del fin tiene como objetivo glorificar a Dios, lo cual encaja perfectamente con el primero de los tres mensajes angélicos: “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado.” (Apocalipsis 14:7), y damos gloria a Dios llevando mucho fruto, como vimos en Juan 15:8.
Enfocados en Dios
Dar gloria a Dios es el gran asunto de este tiempo final. Nuestro foco ha de ser Dios, no nosotros. Dar gloria a Dios es lo que dará por zanjado, casi definitivamente, el conflicto de los siglos –hasta su conclusión definitiva tras el milenio–. Es esto lo que está en juego ahora.
Esos frutos no son para nuestra salvación, la cual se produce cuando por fe aceptamos la gracia de Dios y nos entregamos a Él. Lo que Dios se propone ahora es demostrar algo, y lo vemos claramente ilustrado en el libro de Job. Satanás denuncia que Job sirve lealmente a Dios únicamente por interés (Job 1:9,10), asegurando que no le sería tan leal ante una situación adversa (Job 1:11), de manera que Dios accede a que Satanás intente demostrar su aserto (Job 1:12).
El propósito de Dios en Job
A partir de ahí a Job le sobrevienen todo tipo de males, provocados por Satanás y permitidos por Dios. ¿Es acaso Dios una especie de sádico que permite males sobre nosotros por placer? Desde luego que no. Satanás pretende demostrar que, ante adecuadas tentaciones, Job será infiel a la Ley de Dios, y Dios pretende demostrar que Su gracia sostendrá a Job (2 Corintios 12:9) incluso ante tamaña tribulación. Ahora bien, Dios no echa pulsos caprichosos ni baladíes. Todo eso tiene un propósito, el cual encontramos en Job 1:6 y 2:1: en torno a ese diálogo entre Dios y Satanás estaban los representantes de otros mundos, las autoridades del universo, y es ante ellos ante quienes Dios demuestra la falsedad del aserto de Satanás. Bajo las más fieras tentaciones, Job es sostenido en fidelidad a Dios por la gracia de Éste (Job 1:22; 2:10).
La historia de Job es un anticipo de lo que, a gran escala, sucederá en el tiempo final: Dios demostrará que Su Ley es justa y perfecta. Tanto, que Su remanente final, dotado de gracia y de la fe de Jesús, será perfectamente capaz de guardarla (Apocalipsis 14:12) en las más adversas circunstancias (Apocalipsis 13:15). Todo ello para la gloria de Dios, “para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (Efesios 3:10).
Dios mostrará Su santidad en Su remanente
Dios mostrará Su santidad EN Su remanente final, y eso servirá para que todo el mundo conozca que Él es Dios (Ezequiel 36:23). Y será así, y no de otra manera, como “será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin.” (Mateo 24:14). “Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste” (Juan 17:23).
Ese remanente final será participante de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4), y será un testimonio incontestable para quienes los contemplen: “En aquellos días acontecerá que diez hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío, diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros.” (Zacarías 8:23). Lo que comenzó el 22 de octubre de 1844 llegará a su fin: Cristo habrá purificado el Santuario, y se despojará de sus vestimentas de Sacerdote para ponerse las de Rey y, finalmente, venir como desde entonces esperamos.
Autor: Fernando Arenales Aliste. Iglesia Adventista de Cardedéu.
Imagen: Phil Hearing en Unsplash