Mi madre y mis hermanos son estos que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica (Lucas 8:21)
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INTRODUCCIÓN
Es Jesús el que más desea volver a este mundo. Él fue a preparar lugar para nosotros, y estoy convencido que esa obra ya la ha terminado. Todo está listo para dar la bienvenida a los redimidos de todas las generaciones a la patria celestial. Falta un detalle: nosotros. Nuestro carácter. Sigue intercediendo, modelando, puliendo, cambiando, santificando y perfeccionando a los que, por su gracia, estaremos disfrutando de aquel lugar.
Ser hermanos entre nosotros es el resultado de la obra de adopción que Dios, en su amor, nos ha ofrecido a los creyentes. El apóstol Juan, “aquel al que Jesús amaba” (Jn 20:2) nos anima a gozarnos en el privilegio que supone para nosotros el ser llamados hijos de Dios: “Mirad qué amor tan sublime nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn 3:1).
Nuestras relaciones son el resultado de nuestra espiritualidad. Cuanto más entendamos lo que el Padre ha hecho por nosotros en la figura del Hijo, más amaremos a aquellos con los que nos ha tocado compartir la senda hacia la eternidad (1 Jn 3:10).
DESARROLLO
1. HIJOS DE DIOS VS HIJOS DE LOS HOMBRES
Hay quienes quieren ver en la expresión “hijos de Dios” de Génesis 6:2,4 una descripción de los ángeles caídos que al ver la belleza de las hijas de los hombres, se unieron a ellas para crear la raza de los gigantes y valientes que llenaron la tierra antes del diluvio. Nada más lejos de la realidad.
Por fantástica y sugerente que pueda ser esta explicación, la expresión mencionada en el capítulo sexto del Génesis marca la separación entre los hijos fieles de Adán y aquellos que se apartaron de los caminos del Señor. Los hijos de Set y los hijos de Caín. Ser hijo de Dios siempre ha tenido que ver con creer en Él, recibirlo como Dios (Jn 1:12). Ser hijo de Dios es ser guiado por el Espíritu (Ro 8:14). Uno llega a ser hijo de Dios por adopción (1 Jn 3:1) y “por la fe en Cristo Jesús” (Gal 3:26). Jesús afirmará en una de las bienaventuranzas que los que hacen la paz “serán llamados hijos de Dios” (Mt 5:9).
Ser hijo de Dios o, simplemente, ser “hijo de los hombres” tiene que ver con la obra del Espíritu en nuestro carácter. Pablo hablará de lo espiritual y lo carnal. Una cosa es lo que somos por naturaleza y otra lo que llegamos a ser por la obra sobrenatural del Espíritu en nosotros. Elena White comparte con nosotros este precioso pensamiento:
¡Cuán valioso hace esto al hombre! Por la transgresión, los hijos de los hombres son hechos súbditos de Satanás. Por la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo, los hijos de Adán pueden llegar a ser hijos de Dios. Al revestirse de la naturaleza humana, Cristo eleva a la humanidad. Al vincularse con Cristo, los hombres caídos son colocados donde pueden llegar a ser en verdad dignos del título de “hijos de Dios.” (Ellen G. White, El Camino a Cristo, 15)
2. TRANSFORMACIÓN A LA IMAGEN DEL PADRE
El apóstol Pablo expresó de forma clara la voluntad del Padre para con sus hijos: “…porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4:3; 5:23). Dios quiere que nos parezcamos a Él. Lo que el pecado nos quitó, Él nos lo quiere devolver por la obra del Espíritu en nosotros. Fuimos creados a la imagen y semejanza del Padre, pero el pecado distorsionó esa semejanza que solo podemos recuperar en Cristo. El texto dice que es “Cristo en vosotros, vuestra esperanza de gloria” (Col 1:27).
Elena White escribió: “La santificación no es obra de un momento, una hora o un día. Es un crecimiento continuo en la gracia” (La Maravillosa Gracia de Dios, 291). Es un caminar diario con Jesús. Si el cristiano camina con la mirada puesta en Cristo a través de su Palabra, el carácter irá siendo transformado a la imagen de Aquel al que contempla por fe. El apóstol Pablo describe esta obra preciosa de transformación con las siguientes palabras: “Y todos nosotros, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados de gloria en gloria a la misma imagen, como por la acción del Señor, del Espíritu”. (2 Co 3:18)
Ser hijo de Dios es vivir un constante proceso de cambio en el Espíritu que nos asemeja al Padre. No es algo para los sábados. No se limita al día del bautismo o la experiencia puntual del cristiano, sino que “debemos vivir por Cristo minuto tras minuto, hora tras hora y día tras día”. (ídem)
Cuando Cristo venga, según nos dice el texto, lo hará para reclamar a aquellos en los que la obra del Espíritu ha convertido en sus hermanos. Pablo lo expresa de la siguiente manera: “Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser modelados conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Ro 8:29). A mí me gusta decirlo en otras palabras: Jesús vendrá para buscar a aquellos que se le parezcan, que han llegado a ser verdaderamente hijos de Dios.
3. SI HIJOS, TAMBIÉN HERMANOS
Ser hijos de Dios no es un mero título o descripción teórica de nuestra nueva realidad en Cristo. Somos hijos en la medida en la que amamos a los hermanos (Jn 13:35; 1 Jn 3:11, 14, 16, 23; 4:20). La transformación del carácter se evidencia en nuestra forma de tratar a los demás. Elena White nos recuerda que:
“…la religión está fundada en el amor a Dios, el cual también nos induce a amarnos unos a otros. Está llena de gratitud, humildad, longanimidad. Es abnegada, tolerante, misericordiosa y perdonadora. Santifica toda la vida, y extiende su influencia sobre los demás. (Ellen G. White, Testimonios Selectos, tomo 3, 265).
He aquí la verdadera señal del Evangelio transformador de Cristo.
CONCLUSIÓN
Anhelando volver, Cristo contempla la obra del Espíritu en su pueblo. Poco a poco, el proceso va llegando a su fin. A medida que los hijos de Dios levantan su mirada y aprenden a vivir “como viendo al Invisible” (He 11:27), la belleza del carácter del Hijo se ve reflejada en aquellos que dicen creer en Él. Al contemplar por fe, a través de la Palabra, al Hijo de Dios, los creyentes van siendo santificados a la imagen de Aquel que los amó. Porque prepararse para el encuentro no es cuánto sabes, cuánto haces o cuánto dejas de hacer, sino cuánto te pareces a Jesús. Si eres hijo, también hermano. No lo olvides.
CAMBIO DE PARADIGMA
No dejéis que nada se interponga entre vosotros y vuestros hermanos. Si hay algo que podáis hacer para disipar las sospechas, aun al precio de un sacrificio, no vaciléis en hacerlo. Dios quiere que nos amemos unos a otros como hermanos. El quiere que seamos compasivos y amables. Quiere que cada uno se habitúe a pensar que sus hermanos le aman y que Jesús le ama. El amor engendra amor. (Ellen G. White, Testimonios para la Iglesia, tomo 9, 155)
Dios nos ayude a vivir la verdadera religión de amor los unos por los otros. Al fin y al cabo, no hay otra religión que nos haga aceptos en el Amado Jesús.
ORACIÓN
1. AGRADECIMIENTO
- Agradezcamos por la promesa de salvación que encontramos en Cristo a favor de nuestros hijos (Is 49:25).
2. PETICIÓN
- En este último día de la semana de oración, intercedamos por nuestros hijos. Nuestros jóvenes y nuestros niños. En un mundo caído, que ellos puedan encontrar a Jesús. Que los jóvenes a los que Dios ha de levantar en esta generación puedan ver en la iglesia un verdadero amor que nos convierte en hermanos, en verdaderos hijos de Dios.
Autor: Óscar López, presidente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.